*VERITAS ME DUCAT.* (Que la verdad me guíe)

"Ya es hora de hablar" es un título llamativo para un libro de memoria. Su autor, el coronel Emilio Fernández (Milito), intentó que fuera una especie de auto-juicio en el cual él es abogado de sí mismo; con el  sumo interés de conseguir una absolución histórica. No lo consigue. Se incrimina de manera vergonzosa. Parece que un "poquito de culpa" lo llevó a una pretendida negación de su yo verdadero, tratando  en vano de convertirse en  un símil de su glorioso hermano.

Su rendición y entrega a la Junta de San Isidro ocurre después de  confesar lo siguiente:

*"Yo estaba haciendo un trabajo limpio, pero muy difícil para convencer a mis compañeros de que Bosch no podía volver a la Presidencia de la República".* El  pueblo se enfrentaba a los tanques y a los aviones, pero el coronel Milito dará una explicación genial y  lo cuenta con un justificativo sazón, provocando risas y asombro. Afirma que, al creer que todo  estaba perdido, salió caminando por la avenida Pasteur y al pasar por la Embajada del Salvador unos amigos lo llamaron para que entrara a dicha legación. No quería entrar. Los amigos insistieron y  ¡zas! entró. No en condición de asilado, sino respondiendo la invitación de  los amigos.  De pronto observó que al otro lado de la calle Josefa Perdomo "unos hombres de la clase civil con fusiles iban arrastrándose para asaltar la Estación de policía". Al ver esto descubrió que "había quedado entre dos fuegos, el de la policía y el de los asaltantes". Esto lo obligó a quedarse en la Embajada.

(Ver páginas 74, 75 y 76 de: "Ya es hora de hablar")

Contradictorio y asombroso relato de un hombre que dos días antes, según refiere en su libro, fue  un gran comandante y combatiente por el retorno del gobierno constitucional. Para justificar esa huida recurre al término "hombres de la clase civil"  y "asaltantes", sabiendo muy bien que esos hombres son los constitucionalistas con los que hacía menos de 24 horas supuestamente compartía en  la lucha. Un coronel que tomó su ametralladora y le dijo a Donald Reid, el día 24 de abril que se iba a unir a los rebeldes, el 27  toma las de Villadiego. En vez  de sumarse  al combate, decidió observar por una ventana a los "asaltantes" de "la clase civil".

En la embajada le pide a su amigo Gadala María que lo lleve donde su otro amigo Luís Amiama Tió, quien le pregunta qué puede hacer por él. Le contesta: No estoy asilado en esta  Embajada. Solo estoy de visita. ‘‘Yo quiero hablar con mis compañeros, con mis superiores de las Fuerzas Armadas y que allí aclaremos mi situación’’. El coronel  quiere volver  con su rango  y ser aceptado por las "fuerzas leales". Luis Amiama le hizo la gestión. Lo llevó a conversar con sus superiores.  Para su gracia o desgracia favorable, sus compañeros de la Junta Militar lo dejaron preso. Lo conocían y  no se atrevieron a creerle. La hora mala le llegó. No tan mala como las que vivieron Yolanda Guzmán, Luís Reyes Acosta, Pata Blanca y  tantos más de "la clase civil" y  "asaltantes" que fueron torturados y fusilado por los "compañeros" y "superiores oficiales" de nuestro huidizo coronel. En cambio Milito, después de varios meses, al terminar la contienda salió liberado y sin un solo rasguño. Otra vez le llegó la hora buena.

Reaparece con su investidura y prestigio de militar constitucionalista, ex prisionero del Gobierno de Reconstrucción Nacional. Además es el hermano del héroe  nacional Rafael Tomás Fernández Domínguez. Sobre la sombra de ese árbol frondoso se protege el sinuoso coronel.

El escurridizo Milito se escurrió de los escenarios de  la guerra y después, también se aleja de los combates del  Matum, donde muere su primo, el valiente coronel Juan María Lora Fernández.

Explica que se enteró por la prensa que el 19 de diciembre el PRD daría un almuerzo a los militares constitucionalistas, que asistirían  a la misa en intención del coronel Fernández Domínguez, pero que él no asistiría porque ese partido pretendía instrumentalizar para sí la muerte de su hermano. Llamó a doña Arlette Fernández y  ella estuvo de acuerdo en que nadie de la familia Fernández asistiera.

Al otro día, aunque  se aclaró que el almuerzo corría por invitación de don Antonio Guzmán,  señaló que "los  Fernández  de todas maneras no irían al almuerzo". Solo estarían presentes en la misa y en el acto frente a la tumba del coronel Fernández Domínguez. De acuerdo a  Milito, él y su primo,  el coronel Juan María Lora Fernández se retirarían una vez concluido el homenaje, pero que el coronel Caamaño le pidió a Lora que lo acompañara al Matum,  y éste  le dijo a Milito,  vete.  Nos vemos en la vega.  Así quedó nuestro coronel Milito, fuera de otro escenario de  un trágico acontecimiento. Podríamos decir de nuevo,  que el reloj que marcaba  la hora mala no lo hizo para él. Surge siempre una explicación a la acostumbrada huida. Escribe:

"AI Coronel Caamaño le habíamos advertido desde antes de salir de la Capital que por los motivos ya explicados anteriormente ningún Fernández, absolutamente ninguno asistiría a ese desayuno".

No iría ningún Fernández, pero Lora Fernández muere ahí. ¿Qué explicación puedes dar Milito de por qué  él no estaba,   y Lora sí. La plantea así:

"Juan se acercó y me dijo, "tengo que subir un momento con el Coronel. Vete tu adelante y pásate por donde Milito ( un negocio donde venden lechón asado en Santiago) y cómprate un pedazo de lechón. Después no reunimos en casa de mamá".

(Páginas 84-85. Ya es hora de hablar).

Siguió rumbo  a la capital y escuchó  en el  radio de su vehículo el ataque de las fuerzas regulares a sus compañeros.

¿Qué decidió hacer nuestro coronel?  ¿Se devolvió a  Santiago para  ver qué podía hacer?  No, aceleró su carro rumbo a la capital. Mientras más lejos de ese escenario, su vida no peligraba. No quería volver a estar entre dos fuegos. Le llegó otra oportunidad de  convertir la hora mala de  los sitiados en el Matum, en hora buena para él.

Con un alto grado de valentía y heroicidad lo señala:

"…  me fui a mi Campamento 27 de Febrero que se encontraba en Sans Soucí, donde teníamos acantonadas nuestras tropas.

Nos encontrábamos rodeados por tropas norteamericanas.

Cuando llegué encontré que el Coronel Holguín en cuyas manos se había dejado el Campamento estaba muy nervioso y no sabía qué hacer. Me pidió que como yo tenía mayor rango que él me hiciera cargo del Campamento. Efectivamente así lo hice. Dispuse  algunas medidas entre ellas colocar por lo menos tres soldados con sus fusiles por cada norteamericano frente a cada tangue de guerra. A una señal mía se encargarían de eliminar a esos soldados que estaban a pocos metros de nosotros. Distribuí mis tropas. Saqué de los cuarteles a todo el personal y lo desplegué a lo largo de todo el perímetro del Campamento".

(Página 85. "Ya es hora de hablar")

De nuevo apela a la exaltación de su yo heroico y  disminuye al coronel Alvarez Olguin. Se levanta por encima de un real combatiente.

La suerte, las oportunidades y las horas buenas del coronel, son únicas y merecen ser incorporadas en la enciclopedia de la participación y  supervivencia en una guerra.

Él  no quería ir a los actos y al desayuno, porque el PRD quería instrumentalizar la muerte de su hermano, se convirtió años después en instrumento de ese partido, llegando a tener altos cargos en sus gobiernos.

Continúa…

Esta es la cuarta entrega. En la quinta y última trataremos las raras horas de Milito, en los planes guerrilleros del coronel Caamaño.