Dentro del espectro de los movimientos sociales, existe un tipo de activismo menos valiente que el de la juventud revolucionaria y menos humilde que el de los ancianos pacifistas.  Se trata del activismo performativo.  En vez de la devoción a una causa o una meta política concreta, el activismo performativo se define por su forma excesiva de obtener valor y reconocimiento social para el mensajero.

El activismo performativo anida dentro de la cultura indignada, la cual no es buena ni mala.  Es, más bien, complicada.  Tiene sus contradicciones y, sobre todo, sus límites.  Se inclina por las espectaculares causas y figuras políticas o culturales célebres.  Mientras tanto, ignora o es indiferente hacia las luchas de los individuos o grupos de bajo perfil.

La causa o el objeto de protesta puede variar (el genocidio en Gaza, la feria del libro en honor al estado de Israel, el feminicidio, el alza de los precios del combustible, etc.), pero los performances suelen ser predeciblemente histriónicos y cortos de imaginación: los rechazos, los boicots, las cartas de protestas, las manifestaciones, las pancartas y los comentarios de resistencia obligatorios en las redes sociales.  Muchos de los mediadores de esta cultura son ciberletrados, intelectuales que viven, estudian y trabajan en las redes sociales y que cada vez tienen menos contacto con la vida al aire libre.

En todo caso, participaré en la próxima protesta masiva contra Trump.  No llevaré cámaras.  El horroroso clima político actual exige movilización e insurgencia directa.

Hay un caso con el que frecuentemente me toca lidiar.  Cuando emerge una acusación o afrenta a la legitimidad del éxito del gran escritor ícono de las letras o de la distinguida profesora de la universidad de élite, sale la comunidad indignada al rescate.  De inmediato, empiezo a recibir las cartas de apoyo o en defensa de estas celebridades, pidiéndome la firma y que me manifieste.  Al mismo tiempo, los intelectuales, escritores y gestoras culturales indignadas encienden las redes, expresando su admiración por la trayectoria profesional, “la integridad” y la calidad humana de fulanita y fulanito, sin idea de lo que sucede tras las puertas cerradas o en las habitaciones oscuras o qué más haya podido suceder. Mientras tantos, los mortales sin cause célèbre son olvidados y abandonados en sus luchas.  Esta contradicción importa porque nos pone frente el problema de la estética de la cultura indignada.

Se ocupa el discurso público con las palabras o la imagen de las estrellas brillantes establecidas o en ascenso, esos niños genios que sueltan la bomba llena de palabrotas explosivas.  Más concretamente, me refiero al papel que juegan los intelectuales, escritores y gestores culturales que saben latín, es decir, usan el vocabulario, las expresiones y los símbolos precisos para evocar emociones fuertes y producir una determinada realidad o ganar el debate público del día.

Lo estético pesa mucho.  Se despliega toda una práctica de reflejar la causa como adorno.  Se difunde una imagen poderosa, ya sea de mártir, de guerrillero o justiciero del ícono cultural de turno que opaca a los mortales que trabajan y luchan en la sombra, sin micrófonos, abogados defensores ni prensa.

En todo esto, la performatividad es clave.  Aplicamos este concepto, remitiéndonos a la dimensión escénica que encuadra las palabras, la acción o la pose adoptada por el activista social de las redes.  Una gran cantidad de los objetos y accesorios, en su mayoría artificiales, llenan el escenario en que se posiciona la activista durante su intervención.  Y detrás, behind the escene, dependiendo del ángulo, es posible observar la proliferación de las cámaras de teléfonos celulares.  Dirá que es para reforzar el mensaje, despertar la emoción.  Lo cierto es que estos sujetos no pueden imaginar el registro de actividad o aprobación de la audiencia sin la escenificación.  En fin, el discurso o gesto performativo se convierte en un activo, un requisito para la inclusión, la cooperación, la conversación y el juego.

Por lo tanto, según aumenta la indignación performativa de la cultura activista mediática, más pierde en contenido concreto la lucha por los derechos humanos.  Inhibe y desvía la energía en la lucha.  Restringe nuestra habilidad a encontrarnos, a ver más allá del problema del día y a acceder a los lugares más hospitalarios de la convivencia.  Impide apreciar que:

Lleva compadre tu cruz y no se la des a nadie

Y no se la des a nadie, y no se la des a nadie

Que todos ya llevamos una cruz

Me dirán que, si no hay puesta en escena, nadie podrá enterarse.  Pero, muchas veces sólo hay que mirar alrededor y no en la pantalla para reconocer y advertir.  En mi vecindario hay gente sin hogar que divaga por las calles por el día y en las noches duermen sobre el suelo o las escaleras de los negocios u oficinas.  Una temprana noche, desde una esquina, observé una escena increíble.  Un empleado de una librería le regaló una pizza a uno de estos hombres desamparados que merodea por allí.  Se sentó a comer.  Tomó unos pocos bocados.  Minutos después, cruzó la calle para darle una porción a otro hombre, uno que sufre de esquizofrenia y es el más aislado y abandonado de todos.  Mejor lección de solidaridad no he podido encontrar.

En mis intervenciones, quisiera desafiar los estereotipos y disminuir la polarización.  Acaso, lo que he llamado “cultura indignada” tan solo se trata del activismo indisciplinado y desenfocado en sus objetivos.  Sin embargo, ya sea indisciplinado o no, el principal problema, el límite, del activismo no radica en sí como práctica.  Resulta que los problemas humanos son más grandes y complicados que las capacidades con que cuenta nuestro cerebro de la edad de piedra.  En todo caso, participaré en la próxima protesta masiva contra Trump.  No llevaré cámaras.  El horroroso clima político actual exige movilización e insurgencia directa.

Juan Valdez

Docente y escritor

Docente y escritor, autor de "Sendas extraviadas: ensayos para vivir en el mundo que nos queda".

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