En los últimos días se ha debatido bastante sobre ambos derechos, a propósito del proyecto de Ley Orgánica de Libertad de Expresión y Medios Audiovisuales que se discute en el Senado de la República. De manera general, percibo que esta discusión se ha dogmatizado. Parecería que, al respecto, la controversia es entre “los técnicos” y “los rudos”, parafraseando a las cuadras que existían en la época de mi niñez en la lucha libre internacional, del legendario campeón de “la bolita del mundo”: Jack Veneno. De un lado están quienes tildan ese proyecto como una “ley mordaza”; mientras que, en la otra esquina, están quienes aducen lo contrario.
Tengo la percepción de que en ambos extremos se ha perdido de vista el bosque. Se ha soslayado que la honra, al igual que la libertad de expresión y difusión del pensamiento, son derechos fundamentales. Y que estos, como cualquier otro derecho fundamental, no deben asumirse como absolutos o dogmas de fe. Por ende, pueden ser válidamente objeto de restricciones razonables. Igualmente, que, en ocasiones, ambos derechos pueden entrar en tensión —y es normal que esto ocurra— debido a los sensibles intereses que tutelan. Sin embargo, para estos casos de excepción, la jurisprudencia y la doctrina constitucional han aportado herramientas útiles para ayudarnos a resolver estos predecibles desencuentros.
En este contexto, conviene hacernos las siguientes interrogantes para comprender mejor el problema que plantea el proyecto y valorar su pertinencia:
- ¿Se adecúa la vigente Ley 6132 sobre Expresión y Difusión del Pensamiento —que data de 1962, pero que reproduce la Ley francesa de prensa de 1881— a la sociedad y el mundo contemporáneo?
- ¿Refleja esta ley las importantes interpretaciones que, sobre estos derechos, han hecho los tribunales internacionales y nacionales – básicamente constitucionales – en las últimas décadas?
- ¿Es esta ley, hoy en día, un instrumento legal idóneo para prevenir y sancionar legítimamente bajo el régimen administrativo sancionador también las novedosas conductas lesivas a estos derechos que ha traído consigo la era de la posverdad y la inteligencia artificial?
- ¿No es el Estado el único órgano, en democracia, investido de la autoridad suficiente para regular aspectos que pueden entrañar afectación a los derechos fundamentales, su uso correcto y la convivencia social?
- ¿No son los tribunales ordinarios y el Tribunal Constitucional las instancias legítimas para juzgar si las decisiones adoptadas por particulares, entes colectivos o autoridades administrativas se ajustan o no a la Constitución y a la legalidad?
- ¿No juegan en estos tiempos los particulares y las instancias civiles un rol clave para procurar la transparencia y la rendición de cuentas de las ejecutorias de la administración? ¿Para denunciar sus excesos o arbitrariedades?
No creo que haya que hacer muchas disquisiciones para responder a estas preguntas. De ahí que entienda que, desde hace décadas, la sociedad dominicana demanda con urgencia una ley que remoce la regulación existente sobre la honra, la intimidad y la libertad de expresión y difusión del pensamiento y los medios audiovisuales. Que refleje la evolución vertiginosa que ha tenido lugar en el mundo y en nuestro país en relación con estos temas. En otras palabras, que tutele de modo más efectivo estos aspectos. Por esto, el prestigioso experto y consultor internacional Audrey Azoulay nos advierte: “Solo tomando el pleno alcance de esta revolución tecnológica podemos asegurar que no se sacrifiquen los derechos humanos. […] Si no hay regulación, la desinformación y las conspiraciones florecen más rápido que la verdad”.
Así pues, no resulta razonable ni aceptable que, por ejemplo, se produzcan ante nuestras ojos hechos como los que seguidamente describo: que cualquier persona o algoritmo despersonalizado e ´innominado” —por fines de pura extorsión, sicariato moral o búsqueda desenfrenada de monetización o fama; léase: para obtener likes o views— lance los atentados más groseros y habituales contra la honra, la intimidad, la dignidad de menores o adultos, o las reglas más elementales de convivencia pública y democrática, y que esto se asuma como algo “normal”, como un “simple ejercicio democrático”, quedando impune.
Que, al margen de la legítima acción penal o civil de defensa que pueda ejercer la víctima en los tribunales competentes, de modo paralelo, no haya un órgano regulador administrativo sancionador robusto, en capacidad de garantizar, con el debido proceso, el respeto de estos derechos fundamentales y el uso correcto de estos medios. Es también reprochable que, ante estos hechos, algunas de nuestras autoridades —presentes y pasadas— en muchos casos se hagan cómplices por omisión de los barones o hembras que suelen hacerlo. Que, incluso, opten por premiar a estos señores o influencers con jugosos contratos de publicidad oficial. Y que lo hagan, usualmente —salvo honrosas excepciones— por las razones que todos sabemos. Justo es reconocer sí, que no todos los comunicadores que hacen uso de estos medios audiovisuales se puedan entrar en ese cajón. Hay muchos, muy profesionales, éticos e independientes, verdaderos paradigmas de un uso correcto de la comunicación.
Entiendo que, al margen de lo que convenga a ciertos actores que hacen uso abusivo del derecho a la libre expresión, urge una ley que regule este complejo ecosistema audiovisual moderno. Y que lo haga, no como un instrumento para amordazar la crítica legítima, sino como un mecanismo genuino de defensa de ambos derechos fundamentales y, por ende, de la convivencia en un Estado democrático, social y de derecho.
No es justificable, pues, que existan órganos reguladores administrativos sancionadores válidos para sectores como el ahorro público, las telecomunicaciones, la electricidad, los seguros, etc., y que sin embargo no lo haya para regular el sector neurálgico de los medios audiovisuales.
Sí, considero que este órgano público debe estar revestido de la mayor legitimidad, confianza e independencia. Bien definido su espectro de competencia y los límites de su ejercicio. En todo caso, sujeto al escrutinio permanente, no solo de los entes regulados, sino también de toda la sociedad. No podría ser jamás una dependencia burocrática más de la abultada nómina pública, destinada a designar a cinco compañeritos o compañerotes que se hayan “fajado” en la campaña. Por esto, bien podría revisarse el mecanismo de escogencia del Consejo Directivo del Instituto regulador contemplado en el proyecto. En concreto, quizá lo razonable sería que, en vez de otorgarle al Presidente la libre potestad de presentar una terna cerrada al Senado, se le permita a la cámara alta desestimar esta propuesta y exigir una nueva, cuando la inicial no sea la más idónea.
De este modo, se apostaría por fortalecer la competencia profesional, la independencia y la seriedad de quienes ocuparán este cargo, y al mismo tiempo se arraigaría el principio de separación de poderes.
En resumen, el proyecto en cuestión no debe asumirse como una obra infalible ni como un adefesio o leviatán que pretenda cercenar la libertad de expresión. El momento es propicio para estudiarlo con inteligencia, libre de prejuicios, procurando siempre la protección efectiva de estos derechos. En particular, ya que como advertía un reciente editorial del prestigioso diario inglés The Guardian: “Los riesgos de una crisis epistemológica post-2020 subrayan la urgencia de una regulación digital estricta. Regular estas plataformas es esencial para proteger la democracia”. Y esto debe hacerse, pues como nos dice Mafalda, ¡ahora que tenemos cabeza, debemos usarla, no solo para ponernos el sombrero!
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