[En un país donde la impunidad se ha normalizado y los espectáculos judiciales reemplazan la justicia, la verdadera reconstrucción surge del trabajo silencioso de maestros, instituciones culturales y ciudadanos comprometidos. Este ensayo reflexiona sobre la necesidad de recuperar la consecuencia como norma moral y social.]

La República Dominicana vive atrapada en una rutina peligrosa:

Aquí nada tiene consecuencia.

Y no porque falten delitos, sino porque sobran espectáculos.

Cada gobierno inaugura su propia temporada teatral, un ciclo que se repite con la exactitud de una fatalidad. Cambian los actores, cambian los colores, pero el libreto —ese libreto heredado y manoseado por décadas— vuelve siempre intacto.

Lo digo con conocimiento de causa.

Años atrás, trabajando en grandes agencias publicitarias, jamás logramos crear campañas con nombres tan potentes y memorables como los que utiliza nuestra justicia para anunciar sus “persecuciones” anticorrupción.

Ni el mejor equipo creativo del país sería tan audaz como quienes bautizan esas operaciones cargadas de brillo, expectativa y estridencia.

Antipulpo, Medusa, Coral, Calamar, Pandora, 13, Lobo…

Nombres concebidos para deslumbrar, para fabricar la ilusión de que estamos ante una épica nacional.

Pero la épica, como siempre, nunca llega.

El ritual es el mismo:

Se enciende el show.

Se exhiben fardos de dinero.

Los fiscales posan como héroes.

La prensa se sacia.

Y luego todo se disuelve en negociaciones ocultas, acuerdos dudosos y silencios comprados.

Los corruptos —de cuello blanco, rojo, morado, azul, verde y de todos los pigmentos partidarios— terminan en sus casas: libres, cómodos, intactos.

Los emergentes esperan el próximo cambio de gobierno para repetir la función.

Y muchos regresan incluso más influyentes que antes.

Ese es el verdadero guion del país:

Cada administración hereda una fila de corruptos.

Y cada corrupto hereda un pacto para escapar.

La impunidad nos ha educado más que la escuela.

Un niño observa que nada pasa, y aprende rápido.

Un joven comprende que el atajo rinde más que el mérito.

Un ciudadano advierte que aquí el crimen no paga: cobra.

Así se quiebra, poco a poco, la columna moral de una nación.

Pero mientras el Estado y sus organismos de control ensayan explicaciones, maniobras o silencios, la sociedad sigue cargando el peso de una verdad que nadie quiere admitir: este país ha normalizado la impunidad como si fuera parte natural de su paisaje político.

En otro rincón del país ocurre algo distinto.

Instituciones culturales, casas de arte, academias, fundaciones, escuelas comunitarias y maestros que enseñan con lo que pueden sostienen silenciosamente lo que el Estado ha dejado caer gobierno tras gobierno.

Construyen criterio, sensibilidad, memoria.

Forman ciudadanos aunque nadie los filme.

Ese tejido cultural —delicado, persistente, imprescindible— es uno de los pocos muros que aún contienen el derrumbe de nuestra conciencia colectiva.

Y es imposible hablar de reconstrucción moral sin evocar la estirpe que nos precede. Antes de esta época de pactos vergonzosos y espectáculos judiciales, existió una generación que entendió la patria como sacrificio y no como botín.

Duarte y los trinitarios encendieron una llama de libertad y soberanía que todavía podría iluminarnos, si dejáramos de disimular la oscuridad.

Luperón defendió esa llama con la dignidad de quien sabe que una nación no es un accidente, sino una responsabilidad.

Y más tarde, Ercilia Pepín, Pedro Henríquez Ureña y tantos maestros de la ética y la palabra continuaron ese legado desde la educación, la cultura y la formación del carácter.

Ellos demostraron —sin cámaras, sin aplausos, sin operaciones rimbombantes— que un pueblo solo se salva cuando se educa para ser libre.

Pero ningún país puede sostenerse únicamente en su resistencia silenciosa.

Necesita consecuencia.

Necesita que la justicia deje de actuar como espectáculo y empiece, simplemente, a actuar como justicia.

Necesita que robarle al Estado deje de ser un trámite negociable y vuelva a ser un delito que duela.

Porque un país sin consecuencias.

Es un país sin destino.

Y, sin embargo, algo profundo sigue vivo aquí:

Una dignidad que se niega a morir.

Una esperanza que insiste.

Una memoria que todavía sabe distinguir lo correcto.

La patria no está muerta.

Está herida.

Y como todo lo herido, espera una mano limpia que la levante.

El día en que recuperemos la consecuencia como norma, el país dejará atrás los aplausos falsos y los escándalos sin castigo.

Ese día, la República Dominicana podrá mirarse sin vergüenza y recordar la verdad que aún late bajo el ruido:

Que todavía somos capaces.

Que todavía somos muchos los que creemos.

Que esta nación, golpeada pero de pie, puede levantarse otra vez.

Y reconstruirse desde la dignidad que nunca terminó de perder.

Danilo Ginebra

Publicista y director de teatro

Danilo Ginebra. Director de teatro, publicista y gestor cultural, reconocido por su innovación y compromiso con los valores patrióticos y sociales. Su dedicación al arte, la publicidad y la política refleja su incansable esfuerzo por el bienestar colectivo. Se distingue por su trato afable y su solidaridad.

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