Tumbado en el plato, un pez cuya lágrima gruesa se derrama como una gota de agua me mira. En ocasiones, ella da la impresión de haber agotado todo su caudal de transparencia posible frente al cielo. La verdad es que no tengo tiempo para pensar en la circularidad de la esfera, ni en la especial manera que tiene él de voltear la mirada, mucho menos en la ojiva ovalada de su iris o, simplemente, en su insistente y extraño parpadeo como el principal gesto que lo conturba, justo en el momento en que yo, definitivamente, me muevo de un lugar hacia otro.
Tampoco puedo detenerme a pensar en el efecto que ese ojo provoca en mí, salvo que no tenga yo que dedicarme mejor a pensar en él por un momento largo de mi existencia, sobre todo en este espacio tan pequeño y angosto que se comporta como un abismo rabioso entre nosotros. Tal vez nos salva un lapso de tiempo muy largo, anterior a todo esto, que solo yo percibo entre su mirada y la mía a través de los siglos.
Puede ser que sea yo quien se mueva, o que imagine que es su mirada avasallante la que se desplaza junto conmigo hacia el ángulo perfecto donde me encuentro ahora, precisamente donde se forma un triángulo. Es muy posible que él vea, alrededor de esta perfecta simetría, la misma circularidad, la misma imagen del ojo en mi cara, y no atine a pensar en otra cosa que no sea su rostro ovalado, su propia lágrima brillosa.
Le aseguro, además, que de haber sido otras las circunstancias que motivan este encuentro como producto del azar, él seguiría imaginando, fingiendo a carcajadas que me mira fijamente, como ahora yo lo miro a él, imaginándonos, devorándonos mutuamente, como en los cíclopes.
Lo raro es que este extraño pez esté servido en un plato, encima de la mesa, dispuesto para la cena. Lo más extraño aún resulta que se mueva y que su ojo siga llorando, que continúe comportándose como toda una víctima, pero, sobre todo, que yo siga pensando, imaginando que él también es otra fatal víctima del universo.
Fue mi nieta pequeña, de apenas tres años, quien me dijo en un restaurante del pueblo de Niagara Falls:
—Papá, el pez está llorando.
Parece que unos segundos antes había sucedido algo muy extraño. Aunque no me detuve en ningún tipo de conjeturas sobre el caso, le aseguro que desde ese instante vi la lágrima en el ojo. Aunque no atiné a alcanzar su volumen, vi aquel ojo que brillaba como una estrella y también me imaginé la lágrima rodando muy por debajo del mantel.
Efectivamente, pensé en el torrente de las aguas de las cataratas, en el cauce cerebral que dejaría en la mente de una niña “un ojo que llora”, sobre todo por las grietas imaginarias que estas aguas podrían dejar abiertas en una mente infantil, como al final sucedió.
Lo cierto es que esa noche estuve bastante turbado y no pude sentarme en la silla para cenar. Mi nieta se echó a llorar amargamente y se negó a comer, porque juraba con toda vehemencia que el pez estaba triste. Además, toda la mañana había estado solo —según ella—, echado en el plato, queriendo manifestar su dolor ancestral, su dolor acumulado a través de los siglos por las tantas injusticias cometidas contra las especies marinas, sin que la famosa sociedad protectora de animales diga una sola palabra sobre el daño a los ecosistemas marinos y sobre las tantas historias de pescadores incautos que los atrapan a lo largo de las costas sin que esto les apene, sin pensar siquiera que son, tal vez, especies en extinción.

De todas maneras, el pez estaba marinado. Mientras temblaba, el ojo absorbía toda la sal cristalina de finas piedrecitas rosadas que le caían en el centro como gotas calientes. Cuando la sal se derrite, la salmuera sale despistada y se derrama en gotas pequeñas, multiplicándose en cantidades asombrosas de diminutas esferas transparentes.
Mientras tanto, un grupo de moscas carroñeras rondaba el plato para asegurarse de que aquel pescado tenía buen olor y que, por eso, a cualquier comensal se le aseguraría en el futuro una buena digestión. La niña seguía llorando desconsolada, asegurando con total certeza que no comería aquel pez que llora.
El efecto del ojo que llora se corresponde, más bien, con el estado psicológico inconsciente de una mente infantil en gestación. Se corresponde, además, con su manera ingenua de convivencia con la naturaleza. ¿Acaso es el pez el que llora o es el dolor de la niña el que imagina la lágrima en el ojo? Cualquiera de las dos son formas muy humanas de solidaridad con el mundo y a favor de las tantas virtudes que nos brinda la naturaleza.
Esta experiencia me produjo mucha alegría y tristeza. Parece haber estado planificada por un juego del azar, el que proclaman los antiguos viajes míticos, en los que los viajeros incautos son víctimas de la decisión de los dioses, cuya experiencia del camino resulta mucho más enriquecedora y gratificante que el destino que se desea alcanzar.
En el año 2019, mi familia y yo habíamos planificado un viaje a las cataratas del Niágara, en la provincia de Ontario, Canadá, y unas horas antes de llegar quisimos visitar el acuario de Toronto, un lugar extremadamente maravilloso, en el que hay una variedad asombrosa de especies marinas tanto exóticas como comunes. Luego de la salida y, como todo viajero que desea conservar un recuerdo del viaje, a mi nieta le llamó mucho la atención un souvenir en la tienda del acuario: se trataba, más bien, del ojo que llora.
La escultura del ojo que llora es una piedra rocosa instalada en el centro de una catarata y simboliza los ojos de los peces de todos los mares posibles del mundo. Las corrientes de agua simbolizan también las corrientes del lago Ontario y abarcan un espacio abierto donde cientos de peces de diferentes especies se mueven alrededor de una figura con cola de pez, en cuya parte superior hay un ojo que lagrimea constantemente. Los picos de la piedra evocan a los míticos peces que habitan las antiguas formaciones rocosas de las profundidades y los ecosistemas de los alrededores del lago.
Lo que finalmente sucedió no fue un juego del azar, sino un mandato, un designio del destino que define esa relación ancestral entre el hombre y la bestia, un cierto mestizaje común que asocia un destino con el otro: la forma de comunicar el mensaje, los movimientos del rostro, los ojos que hablan, el contorneo del cuerpo sobre las aguas. Quizá los ojos de los peces se mueven porque los del hombre también se mueven, y esta sea la energía vital que los atrae a ambos.
Un campo minado, quizá, con efectos mutantes: la mudanza de la mirada que tiene una fina intención de comunicar el dolor, el miedo a ser devorado, el pánico de seguir siendo parte de un destino cruel que va mucho más allá de la vulgar cadena alimenticia programada por el hombre. El ojo que llora simboliza, quizá, el espectro de la muerte: aquel caudal de lágrimas acumuladas por los siglos que anuncian la inevitable catástrofe natural; la melancólica razón de vivir bajo la angustia inevitable, la llegada del fin, la jugada fatal del hombre para atraer la mirada, para subsanar las aguas del dolor de los ojos que lloran.
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