Uno de los grandes poemas de la poesía dominicana del siglo XX es El fuego, de Manuel Llanes. Si no fuera por su inclusión y valoración que hizo Manuel Rueda en su Antología Mayor de la literatura dominicana (siglos XIX- XX, poesía I), seguiría siendo un poema olvidado, y Llanes, un poeta desconocido. Poeta discreto, tímido y taciturno (dicen los que lo conocieron), y autor prácticamente de un solo poema. Sin embargo, ha quedado en la historia de la lírica dominicana por la escritura de un poema único, escasamente leído. El otro emblema es de Rafael Américo Henríquez (1899-1968), autor del extenso poema en prosa, Rosa de tierra (1944): poeta cuya bibliografía pasiva cuadruplica su bibliógrafa activa, y que, aparte de dicho poema, solo se conoce Briznas de cobre (1977), un libro póstumo y tardío.
Manuel Llanes, nació en 1899 (el mismo año que Américo Henríquez) y falleció en 1976. Se integró a duras penas al movimiento de la Sorprendida, después de su breve paso por el Postumismo. Según Manuel Rueda, Llanes publicó “poemas en El Día Estético” (revista postumista), pero trascendió por El fuego. En cambio, sí escribió y publicó otros poemas en revistas, no así lo hizo en libros. De modo que, en tal virtud, sigue siendo un poeta de escasísima producción. “Su figura fue bien conocida en nuestras calles y peñas literarias, a las cuales concurrió con actitud hierática y ensimismada de viejo buda, para susurrar uno o dos versos con los que anunciaba, a través de meses y hasta de años, la larga gestación de algún poema”, afirma Rueda –a quien se debe la difusión por primera vez de este citado poema. Según Rueda, el poeta Llanes publicó en los Cuadernos de la Poesía Sorprendida el poema “El mar” de D. H. Lawrence, “A una niña” de Jules Superville, poemas que eran cotejos y variaciones de los poemas de su autoría “El grillo” y “Agua”, respectivamente. De modo que elaboraba sus poemas montados en “estructuras ajenas”, a los que imprimía, sin embargo, su estilo. Es decir, tenía la obsesión de tomar un poema original y le inyectaba giros y variaciones novedosas, alejándose del plagio. Acaso esa práctica y esa técnica hicieron de él un poeta de tímida libertad expresiva y monotonía temática, pese a que El fuego es un poema de múltiples hallazgos, profundidad y misterio.
El poema El fuego tiene un epígrafe del Apocalipsis: 14-18. En la filosofía helenística, el fuego es, para Heráclito, el origen de todo lo existente o arje. Es decir: el fuego es un principio creador o purificador y a la vez destructor. En la tradición bíblica, el fuego es la alegoría del infierno, el elemento de castigo a los pecadores y culpables: es el precio a pagar en el orden terrenal por los pecados de pensamiento, acción, deseo y sueño. O sea: por los pecados de la carne, del cuerpo y del espíritu. Poema de aliento épico y lírico, El fuego es a un tiempo invocación y evocación a la trascendencia y la eternidad: diálogo imaginario y ardiente entre el ser poético y el yo biográfico. El poeta se pregunta y exclama:
¿“Qué será de mi dolor sin una eternidad?
¡Oh, fuego! Levanta adversa tu frente
a la soledad que nos traen las primeras angustias,
a las clementes candilejas, temblorosas, en el aire,
pues solo existes para mí en una divisa,
porque de mi a ti, con tus demencias quizás,
me haces tu intercesor.
Acabarás, inconsolable, una breve escala de oro
Para que hasta mi bajen los ángeles encendidos”.
El texto está articulado en base a símbolos y emblemas bíblicos de orden teológico, y de ahí que depare en poema místico. Parte de la mitología bíblica del Apocalipsis, de la destrucción del mundo como antítesis del Génesis: de la vida a la muerte. Principio y fin: alfa y omega. Lo teológico y lo teleológico. Alude a la alegoría del “carro de fuego tirado por caballos de fuego” que se llevó al cielo a Elías en las Sagradas Escrituras.
¿“Adónde ira el carro de fuego, el carro de Elías?
En las ascuas gastadas,
escandidas en carbones,
eres un iniciado, entre el sueño y la vigilia”, dice Llanes.
La intertextualidad y la exegesis bíblica le sirven a Llanes de contrapunto y manantial de inspiración: espejo y contra-espejo. El poema se nutre del misterio y la mística, de la profecía y la alegoría bíblicas. Fuego, llama, cenizas y brasas: el poema se construye, elabora y teje entre el sueño y la vigilia, la luz y las tinieblas, el bien y el mal. Sodoma y Gomorra: la perdición, la culpa y el pecado participan como alegorías, metáforas y metonimias del Apocalipsis. Épica del dolor y la angustia, el poema define la angustia del hombre. El fuego aquí devora los cuerpos de la concupiscencia, la libido y las almas pecadoras. En efecto, el ser poético se interroga: nunca responde. A veces exclama. El amor está en otra parte: ausente. Siempre está el dolor, y más aún, la angustia y la incertidumbre del ser corpóreo. El poema representa no el “paraíso perdido” sino el infierno encontrado: tragedia antes que comedia. El drama de la vida y la muerte: la culpa y el pecado. El gran dilema y la gran paradoja que angustia al hombre en la tierra. Oigamos al poeta:
“Escucha las indeterminadas palabras:
¿Quién sabe de ti? ¿Quién eras aun?
Llegas desde una vez y trasciendes
fugaz para siempre.
A solas permea tu luz fría, en clara gestación
del cielo y loado sea tu espíritu en el fuego celeste”
El fuego es, es cierto modo, un poema hermético: de claves cifradas, de códigos y signos que se ocultan en los intersticios de los versos y en las simbologías de sus imágenes. Ocultismo y hermetismo, cábala y simbolismo: el texto se transfigura y auto-refleja como un espejismo de la figuración. Se vuelve abstracto, y al hacerse así, en su tejido de sugerencias y representaciones, el poema se transforma en elegía mística.
Poeta moroso y holgazán, de escasa cultura: acaso su cultura fue esencialmente bíblica y de algunas obras clásicas, como muchos poetas autodidactas y sin academia, de su época. De ahí que, en su poema El fuego (colección La Isla necesaria, 1953), revela esa cultura teológica, que no pocos poetas y narradores cultivaron como mecanismo de evasión y estrategia de escritura para sortear la censura de la tiranía y salvar así su vida. Escribir textos cristianos, místicos, metafísicos y bíblicos o poemas de amor y erotismo, fue una forma inteligente de sobrevivir al régimen y cultivar la literatura sin miedo ni represalias: nunca el poema social o político, sino el poema intimista. Si buena parte de los poetas sorprendidos se salvó de las garras del terror de la Era fue porque “escribían poesía que nadie entiende”, como le dijeron a Trujillo que era lo que hacían los poetas, que se reunían a beber café, refrescos o ron, y a conversar, en la Cafetera el Conde. O a hablar en jerigonza para evadir o confundir a los “calieses” y soplones –como me confesó Víctor Villegas.
—“Jefe, en la Cafetera se reúnen unos poetas” –le soplaron a Trujillo.
— ¿“Y que escriben?”– inquirió.
— “Escriben poesía que nadie entiende”–dicen que le dijeron al sátrapa.
–“Pues si escriben poesía que nadie entiende, que sigan escribiendo poesía” –sentenció con vehemencia. Pero que fue una sentencia de indulgencia salvadora.
Manuel Llanes fue corrector de periódicos, periodista y maestro de escuela. Fueron sus únicas ocupaciones. Creyente en dios y católico practicante, era incapaz de matar una mosca. Asimismo, era de poco hablar y lento caminar. Nos contaba Víctor Villegas que caminaba despacio, tan despacio, que se tardaba media hora o más en atravesar la calle el Conde, desde la Palo Hincado hasta la calle las Damas. Caminaba casi siempre silbando, con los brazos en cruz hacia atrás–como los ingleses– apoyados a la altura de la cintura, mirando hacia la tierra, y pocas veces levantaba la cabeza para saludar o mirar a los demás.
El taciturno poeta sorprendido nos sorprende así:
“Al arder, tú fuiste la talla tocada de una forma
y dejas que tu queja en el hospital empiece
yacente,
hasta que tú, explícito, bailes en el salón de la luz.
Antes de las nupcias de la brasa y el agua:
Se una llama, se una llama, se una llama.
Tú hasta ese minuto duras, ese es tu momento
de arder
en las ínfimas chispas, las de aquí y las de allá
-Ay de mí!”.
Canto y elegía, himno y oda al mundo, a la tierra, a la vida y al fuego. Dice la voz poética:
“Descender ya las escaleras de oro, sin pisadas,
cuando tú aclaras, atestiguas y dices:
He aquí la angustia del hombre
cuando le echo a andar un instante,
cuando miro y sorprendo los que corrieron
hacia el mar,
pues he dado el calor que venteo
monstruosamente.
Tú apartas –oh, encendido–, las llamas
del bien y del mal que nos devoran.
Etcétera de impacientes mariposas que se
queman, tú apartas,
y entonces, ¿por qué al huirnos, sobrepasas las
nubes
y nos consumimos en las acrobacias que se
mecen en el aire?
Tendrás que olvidar las violas, en torno
tuyo todo.
Todo en las granjerías y destrezas de una
más viva,
porque contaminaste la ciencia por amor a
la tierra.
¡Oh, torsión en que nos observan los dioses!
Indecisiones, choques, saltos, variaciones,
cadáveres.
Ninguna importancia tiene el Doncel que se
llamaba Luzbel.
Aparecerá en tus labios quemantes una
sonrisa leve…”
En este poema, Llanes revela dominio del ritmo, atinado uso de los encabalgamientos y conciencia del distanciamiento del texto o del mito originario y referencial. Poema de aliento clásico e hímnico, lleno de misterio y sabiduría, que conmueve e ilumina:
“Bailemos día y noche, en rondas, en el baile,
porque tú temes y amas el clima de tu calor
´entrañable
Mientras que en tu holocausto segregas bilis
para desatar la luz en adolescentes metales.
Así anulas mi conciencia cuando te espacias
en una hojalata que arrastra con sus
mortificantes alaridos
a las ratas encendidas, hasta donde mi sangre
de ira
donde nadie la mire”, sentencia.
Finalmente, vemos en el poema un hondo pensamiento místico y una profunda raíz metafísica. El poeta elucubra, canta, eleva su canto, divaga, medita y remata:
“Dios tiene las alteraciones de su fiebre,
y empiezan las descargas de las tronadas
para vernos en los solsticios.
Y sé que la luz es igual: mata en la porfía,
y admitamos, hermano fuego, el trueque de las
grandes radiaciones
de esa luz que vuelve a la tierra en menos
tiempo que la alondra;
quien puede ahora alcanzarte no lo sabe aun
decir,
por la integridad de las animas que me
causan terror
mientras persigo las hurentes tizonas de los
fuegos fatuos,
cuando alguien ve delante a las bestias heridas
en la hora de los atontecidos, para correr aprisa.
Es que tú tocas una clave que arde,
interrumpes un concierto, muchas veces, de voces.
Y la casa, ¿en dónde? Vuela. Ella no nos pertenece.
Así estoy seguro que aparta, puedes decirme:
Ahora que están aquí, no está nadie conmigo
y la vida tuya y la mía continúan calladas, en
una meta,
al levantarse el orto y acostarse el día, en el ocaso.
Salgo y voy como un pájaro enigmático y sombrío
a buscarla en el reino.
Escuchamos formarse un acto en el
fuego de los aires”.
Manuel Llanes, el poeta autor de un poema fundacional, demanda su revalorización, con este poema paradigmático y esencial de la lírica del siglo XX, y de la Poesía Sorprendida.
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