Mensaje enviado – 8:41 p. m.

Hola, Nan. Estoy escribiendo sobre narrativa dominicana. Me dijeron que tu novela El hombre que parecía esconderse es tu mejor libro y me gustaría leerlo. He intentado conseguirla y no aparece. Un amigo me sugirió que te escribiera…

Mensaje enviado – 8:44 p. m.

¿Te queda algún ejemplar? Me encantaría leerte.

Nan Chevalier (en línea) – 8:46 p. m.

Alfaguara se llevó todo cuando se fueron del país.
La sacaron del mercado.

(Nan está escribiendo…)

Mensaje eliminado – 8:46 p. m.

Ni yo la tengo.

Vladimir – 8:46 p. m.

¿Cómo así? ¿pero por qué se fueron?

(Nan está escribiendo…)

(Nan está escribiendo…)

Mensaje eliminado – 8:52 p. m.

Vladimir – 8:54 p. m.

Ah… bueno. Gracias, Nan. Si algún día aparece un ejemplar, me avisas.

(visto 8:59 p. m. – sin respuesta)

Vladimir– 9:44 p. m.

Nada, hermano, olvídalo.

Llamó a su amigo Amaro… este le cuelga y le escribe un mensaje: eso no se habla por teléfono. Mira, Vladi, tú tienes talento, ¿para qué meterte en eso? Sigue con tus publicaciones en Acento y con tus libritos de cuentos. Eso es viejo, ya pasó, no remuevas tierra de cementerio. Tú sabes cómo es este país. Luego borró el mensaje.

Y se imaginó a los escritores dominicanos como un espejo solitario. Ubicado en su ego de redes. Sus sueños. Sin edición. Autoeditado. Sin distribución. Soñando con ferias o a alguna invitación a leer al Festival Internacional de Narradores de San Francisco. Creyendo que ser autor es una tirada de cincuenta o cien libros, incapaces de entender que la cuestión es construir una obra.

Vladimir empieza a llenarse de notas, mapas, nombres, sospechas mentales. No hay cuerpo. No hay sangre. Solo un libro desaparecido, una editorial evaporada y un país donde la literatura parece ocurrir en voz baja, a espaldas del mercado. Pero algo en esa desaparición le da vueltas. ¿A dónde se llevó Alfaguara los libros? ¿Para qué meterte en eso? Sigue con tus publicaciones en Acento y con tus libritos de cuentos. Es posible que Amaro tenga razón.

Esa noche soñó que alguien le arrancaba las páginas de su libreta, que le prohibían la entrada a las actividades culturales y que lo confinaban por no ponerse chacabana o por andar con tenis. Despertó sudando. Revisó su mochila. La libreta con sus apuntes estaba allí. ¿Y por qué no investigar?

La entrada del Archivo General de la Nación parece un panteón humedecido. Vladimir la camina como si estuviera en un cementerio… Una bibliotecaria le pide llenar un formulario.

Él responde:

—Busco información sobre Alfaguara Dominicana. Fechas, catálogos, archivos. Y la novela El hombre que parecía esconderse. Mira a su alrededor: el edificio entero parece escucharlo.

La mujer frunce el ceño.

—Eso no está clasificado así. Ni siquiera sé si tenemos algo.

Y lo mandó a otro lugar.

Un chico de risos, delgado y con ojos de drogado se le acerca, con voz melosa:

—Mire, esto no se lo puedo entregar —Bajó la voz. Su chapa de identificación decía Luis Giménez. Mira a su alrededor—, pero sé que en el Bar Chupacabras… —El supervisor movió la cabeza desde una esquina y se les acercó—. Estos documentos están clasificados.

El Chupacabras había cambiado de dueño, de nombre, y hasta de color en la fachada. Ahora era de un tal Freddy Sabina, pero seguía siendo el mismo lugar donde, en las novelas de Nan Chevalier, el detective Feliciano Moreta se reunía con sus fuentes. La cámara gira (si esto fuera cine). En cada mesa, un escritor leyendo su propio libro. Otros hablan en voz alta para sí mismos. Nadie se escucha. Vladimir sintió que el bar era un sitio que huele a delación y que ahí se escondían las voces que ya no se escuchan.

Pidió un café (no sabía por qué, no le gustaba).

—Aquí no se sirve café —dijo Freddy, sin levantar la mirada.

Fumaba un puro, llevaba afro y tenía el torso desnudo. Creyó que sonreía. Luego descubrió que Freddy siempre sonríe. Aunque no tenga motivos. Como si le hubieran tatuado una alegría en la boca.

Le pidió ir al baño y le dijo que le decía qué iba a tomar al regreso.

Pidió un ron. Freddy lo miró con una mezcla de lástima y advertencia.

—Tú eres Vladimir, ¿verdad? El del taller de escritura…

—Sí.

—Te dejaron eso.

Le pasó un sobre manila.

Miró alrededor. Ahí estaba, en el Chupacabras, con un sobre sin remitente entre las manos todavía húmedas. Solo escrito: «LEELA». Dentro había una lista de autores rechazados, un borrador de contrato sin firma, un ejemplar del libro El hombre que parecía esconderse y, lo más extraño: una carta rota a la mitad con el logo difuminado de Alfaguara Dominicana donde se informaba de la muerte del autor. Pensó en una broma de Héctor Santana.

—Un tipo flaco, con riso y ojos raros te dejó eso. Dijo que tú sabrías qué hacer. Que ya era hora de cerrar ciclo.

Sonrió porque el Héctor que conocía le quedaba poco de flaco y de cabello.

Fue entonces cuando notó que el bar se había vaciado sin que se diera cuenta. Nadie. Solo él, un trago de ron sin tocar, y un murmullo en el estómago.

Una novela subrayada.

Título: El hombre que parecía esconderse.

Autor: Nan Chevalier.

Editorial: Alfaguara.

Año: el último.

La primera vez que tuvo El hombre que parecía esconderse entre sus manos fue como tocar la escena de un crimen. Lo abrió como se abren los expedientes en los archivos judiciales: buscando pistas. No olía a sangre, pero sí a cierre. El papel, el diseño sobrio con línea blanca sobre negro; el peso leve. Era un cadáver elegante. ¿Por qué Alfaguara cerró su catálogo dominicano justo después de publicar esta novela?

No leyó como crítico, ni como profesor. Leyó como quien interroga a un testigo. Encendió un cigarrillo imaginario (odia el fumar, pero en estos tipos de cuentos eso funciona), abrió el sobre y se hundió como se hunde uno en una casa donde acaba de ocurrir algo horrible.

El cadáver apareció en el primer capítulo, mejor dicho, al principio del segundo. Comenzó a tomar notas sin saber que escribiría algo. Desde el primer párrafo, la voz narrativa se nos presenta sospechosa. Es un narrador que no afirma, que se desdice, que reconstruye a partir de versiones parciales. Desde la primera línea, se instala en el no saber. No es omnisciente, duda. Dice cosas como: «Acabamos de enterarnos que nadie en el pueblo vio al primer sospechoso», o «Pero al parecer nadie se fijó en el hombre». No es solo deficiente; es un narrador en crisis. Que lanza su historia al vacío sin prometer que habrá red. Pensó en Crónica de una muerte anunciada, pero sin la aparente tranquilidad de la omnisciencia. Aquí, todos sabemos lo mismo. O creemos saberlo. O, peor, proyectamos lo que deseamos entender.

Volvió a un capítulo específico. Donde Bryan Fabelli recibía una amenaza: «el compadre nos envió para que lo matemos». Lo subrayó tres veces. No por su dramatismo, sino porque sintió que esa advertencia salía de la ficción para instalarse en la realidad. Y entonces lo pensó: ¿Y si el cierre de Alfaguara Dominicana no fue una decisión administrativa sino una ejecución editorial? ¿Y si el techo de otros cielos que representa Alfaguara no era solo una metáfora del éxito, sino una trampa? Y entonces comprendió: Mi investigación pasó de lo literario a lo peligroso. Aun así, siguió leyendo y anotando:

Nan —o su narrador— en la página 121 de su novela El hombre que parecía esconderse, nos suelta una verdad incómoda: cada quien proyecta en los otros su universo emocional. El triste, la tristeza. El ambicioso, el reto. El perverso, la malicia. Subrayó ese párrafo como quien encuentra una pista.

Y yo, ¿qué estoy proyectando?

Ese fragmento nos permite justificar el tipo de narrador que Nan utiliza (el narrador que duda, que se desdice, que recoge versiones incompletas), y también dialogar con la estructura misma de la novela, que es una especie de mosaico de confesiones entrecortadas.

Bryan, al que las mujeres le dicen Lázaro, se me revelaba como advertencia. Euclides Coco Mordán como un reflejo. El crimen como metáfora. La novela no te da respuestas; te devuelve preguntas. Y ese párrafo de la página 121 me golpeó con una idea brutal.

Bryan no es solo un cadáver.

Es una excusa.

Su cuerpo, sus historias sexuales, sus juegos —tríos, pastillas, excesos— son usados para culpar al otro, al ingenuo que narra y que envidia. El sexo como coartada, como arma, como prueba. Es perverso. No porque sea inmoral, sino porque revela cómo funciona el poder: usa a quien se desea eliminar.

En El hombre que parecía esconderse, la estructura narrativa opera con un doble silenciamiento: el de los hechos y el de las motivaciones. La voz narrativa encarnada en un profesor llamado Mocho Martínez se fragmenta. Pero es en las últimas páginas donde irrumpe la voz de la venganza: una mujer que no solo ajusta cuentas con él, sino con todo un sistema de impunidad masculina, militante y patriarcal. Bryan —que, según ella, la abusó de niña y robó un botín revolucionario— encarna el fracaso de dos promesas: la revolución y la justicia. Este efecto se alinea con lo que Tzvetan Todorov llama la «narrativa doble del policial» —la del crimen y la de la investigación—, solo que aquí la resolución no proviene de la lógica sino de la catarsis.

El narrador, por su parte, es la víctima perfecta del sistema: un hombre gris, sin influencia, fácilmente acusable. Y esa es otra de las corrupciones que la novela señala: cuando el sistema de justicia está podrido, la culpa se fabrica sin importar la verdad.

¿Por qué Alfaguara cerró operaciones en RD? ¿Qué pasó con sus autores? ¿Qué criterio usaban para publicar? Porque esto no era solo una historia editorial. Era algo más grande. Más oscuro. Algo que tenía que ver con la forma en que los países entierran su literatura en fosas comunes y sin hacerle funeral. Vladimir cerró el libro.

Chat: Grupo «Alfaguara».

(Participantes: Vladimir, Iván, Amaro, contacto desconocido Balam)

Vladimir – 2:42 a. m.

Freddy me entregó un sobre. Hay varios manuscritos sin firmar, un ejemplar de El hombre que parecía esconderse… papeles y una carta. Me dijo que alguien me lo había dejado en el bar.

Iván – 2:43 a. m.

¿Qué dice? Tienes que cuidarte. Yo estuve ahí adentro.

Vladimir – 2:43 a. m.

¿Sí? No sabía. ¿Cómo fue ese proceso? ¿Qué pasó con los empleados? ¿Te liquidaron?

Iván – 2:43 a. m.

Me dieron algo después de muchos juicios y bocas calladas. Pero no es bueno hablar esto por aquí. ¿Qué dice la carta?

Vladimir – 2:44 a. m.

Que el autor está muerto desde 2017.

Iván – 2:45 a. m.

Eso es mentira. Él presentó Ciudad abajo en la biblioteca a finales de marzo. Yo lo vi.

Vladimir – 2:46 a. m.

¿Seguro que era él?

2:46 a. m.

Balam está escribiendo.

Amaro – 2:47 a. m.

Este mensaje fue eliminado

Amaro – 2:48 a. m.

Lo mejor es que no sigas, Vladimir.

Vladimir – 2:48 a. m.

¿Qué borraste, Amaro?

Amaro – 2:49 a. m.

Nada importante. Solo un error. Olvida eso.

Vladimir – 2:49 a. m.

No voy a olvidar nada. Me dijeron que en la editorial Templete guardan los originales de autores que nunca existieron.

Iván – 2:51 a. m.

No vayas solo a ese lugar.

Vladimir – 2:51 a. m.

Ya estoy en camino.

Amaro – 2:52 a. m.

Por favor, ve al Bar de las Dudas. Conseguí gente que te expliquen en que estás metido. Hazme caso.

2:52 a. m.

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2:53 a. m.

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2:53 a. m.

Este mensaje fue eliminado

Era como si la conversación se estuviera autodestruyendo en tiempo real. Como si alguien, o algo, estuviera reescribiendo la historia justo cuando él intentaba entenderla.

Vladimir giró a la derecha. No corre. Acelera. Una esquina sin rótulo en Ciudad Abajo, donde el calor sube desde el pavimento como si alguien hirviera los secretos a fuego lento. Un zumbido: el celular vibra en el bolsillo. Lo ignora. Pasos cerca. Entra por el callejón de los plataneros. No hay testigo. Solo él. Dobla a la izquierda. Callejón sin salida. Maldice. Se pega a la pared. Respira. El piso tiembla, siente. O tal vez eran solo sus piernas. El eco de pasos lo alcanzaba. Acelera. Baja la cabeza. La ciudad lo traga. Un 115 rojo se detiene. Su motor sigue encendido. Vladimir regresa sobre sus pasos. O eso cree. El Bar de las Dudas, antes al final, ahora está a la derecha. ¿Se ha movido? ¿O alguien los cambió de lugar? Camina rápido. Tropieza. Un grupo de jóvenes lo mira, cuchichean. Uno le hace un gesto: dedo en los labios. Una calle como una página no leída. La luz de los postes apenas dibuja siluetas. Un letrero parpadea como si quisiera desaparecer: El Bar de las Dudas. (La «das» final tiembla. Casi muerta).

La cámara se aleja (como si esto fuera cine).

Afuera, la lluvia sigue. En la puerta del bar, el neón se apaga. La verja está cerrada.

Toca. Algo se activa.

Se abre sola.

Penumbra.

Vladimir: ojos achinados para acostumbrarlos a lo oscuro, con la mochila como lugar seguro. Lleva la barba desordenada de quien ha leído demasiadas páginas con hambre e incertidumbre. Sudado de caminar. Mira alrededor. La música se corta. Se escucha el clic de un encendedor. Cada mesa es una isla. En la barra, un tipo dormido ronca como camión viejo de descarga sobre una fotocopia rota de El hombre que parecía esconderse abierta en la página donde se describe el cadáver de Bryan ensangrentado. Ahí, entre tragos y fotocopias de contratos, se insinúa que publicar puede ser más peligroso que vivir sin hacerlo. En una mesa al fondo, entre libros apilados, el director de la Editora Nacional, Rubén Lamarche, con su aura de jazzista trasnochado enciende un cigarro imaginario.

El hielo se detiene. Amaro se limpia los labios con una servilleta y deja la copa sobre la mesa con la precisión de quien está cansado de ocultar cosas. Viviana, la dueña del bar, le sirvió sin preguntar. Ya sabían lo que buscaba. No una bebida. Una respuesta. Sin hielo ni Cola, así como le enseñó su abuelo que los hombres beben romo y vida.

Vladimir duda. Saca el libro de la mochila. No sabía si preguntar sobre la aparición de los dos cuerpos o el taxi amarillo, el mendigo o el motor que lo perseguía. En vez de eso, dijo:

—¿Por qué nadie quiere hablar de Alfaguara, Amaro? ¿Este es el libro de Nan?

—Pensé que no llegarías —dijo, sin gestos—. O que te habrían hecho regresar a Madrid.

Vladimir se sentó, abrazaba la mochila y le molestaba el tenis del pie izquierdo de tanto caminar asustado. El libro doblado, marcado con banderitas adhesivas parecía una biblia intervenida de un hermano ratatá. Lo colocó entre ellos dos.

—¿Has sentido que te siguen?

Amaro hojeó el libro como quien inspecciona una bomba.

—Hoy mismo —dijo Vladimir—. ¿Qué está pasando?

Amaro cerró el libro.

—Estás escarbando en huesos que nadie quiere que aparezcan. Alfaguara no cerró por ventas. Cerró porque publicar en este país es peligroso.

Vladimir tragó en seco. Miró hacia la barra. Dos hombres hablaban bajo, sin mirar sus copas.

—¿Misael Héres? —susurró.

Amaro sonrió sin humor.

—Hay nombres que no se dicen aquí, Vladimir. Son ofrendas. Lavado de egos. Cementerios.

El aire acondicionado vibró como un animal resacado. Vladimir abrió su libreta, pero no logró escribir: le temblaban las manos. Entonces, Amaro sacó un papel arrugado de su chaqueta gris. Una lista de nombres: editores, gestores, libreros. Algunos tachados. Otros, con signos de interrogación. En la parte superior, con tinta roja: El lector es el que termina muerto. Informe final –Alfaguara RD (no compartir). Una dirección. Amaro se sirvió otra copa y desapareció como quien se borra de una página.

Vladimir se acercó a la barra. Allí estaba Ruth Herrera. De negro, sobria, sin maquillaje. Parecía una editora fantasma salida de las páginas que ella misma había mandado a imprimir en los años dorados. La que había publicado El hombre que parecía esconderse. La que sabía por qué se fueron.

—Leí en una entrevista que te hizo Luis Beiro en el Listín Diario (2014) y además lo has dicho en otros espacios que, si los lectores dominicanos no se interesan y no respaldan con su compra las obras de autores locales, es poco lo que puede hacer una editorial. —Ruth lo miró con el cansancio de quien ha visto desaparecer demasiadas cosas—. ¿Esa fue la razón?

Manuel Betances coloca música en lado izquierdo de la barra, una luz cenital le ilumina el cráneo. Nadie lo ve, pero como siempre, pone versiones raras de las canciones de Luis Días.

—Lo dije también en el 2019. Búscalo a ver si no lo han eliminado. Se llama Eclosión literaria en República Dominicana. Está en el periódico El Caribe: No existen datos oficiales de ventas ni de publicaciones en el país… El gran problema es la educación, no tenemos un verdadero fondo de lectores con formación y poder adquisitivo para alimentar el mercado. Por otro lado, tampoco hay incentivos para la industria editorial ni para el consumo.

A Ruth le huele a libros mojados, a ron viejo y a humo que no viene de cigarrillos, y no le gusta. Está incomoda. Como siempre. No es su ambiente. Se le nota. No le perdonará a Amaro citarla en ese lugar de fracasados y más para revivir pasados. La música cambia. Ahora suena un bolero lento, eso le gusta.

—Claro, sin distribución real, sin lectores, no hay mercado —dijo Vladimir casi gagueando—. Incluso un sello como Alfaguara se asfixia… No existe en República Dominicana una distribuidora nacional de libros. —Ruth le escuchaba con desgano, como escuchan los empleados públicos a la gente próximo a su hora de salida. Aun así, Vladimir continuó—: ¿De qué sirve publicar un libro si no puede llegar a Montecristi, a Moca, a Miches? ¿Te puedo tutear? —La mujer no respondió—. Ni el crimen organizado es tan eficiente, Ruth. ¿Fue por eso que se marcharon? ¿Usted cree que el Estado debería intervenir más en la industria editorial?

—Pregúntale eso a Rubén Lamarche —dijo—. Él es el director de la Editora Nacional. Quizás pueda ayudarte. Aunque a veces creo que el mejor libro es el que nunca se publica.

En la mesa del fondo, Rubén Lamarche seguía fumando silencios. Se acercó dudoso, casi culpable.

—¿En qué te ayudo, papá? —preguntó Rubén con calma de sapo.

—Publicar… En la Editora Nacional… ¿Qué hay que hacer?

—Ahora todos quieren ser Rita y Junot. ¿Y por qué querrías publicar con la Editora Nacional?

—Porque es lo que queda. Porque después que Alfaguara cerró no hay editoras reales que te den presencia.

—Mala razón —dijo bebiendo de su copa vacía.

—Dime, entonces, ¿qué hay que hacer para publicar con ustedes?

Se acomodó como si estuviera a punto de contarme una leyenda.

—¿Tú lees? —No esperó respuesta—. Porque para escribir hay que leer y luego volver a leer. Hay que escribir bien. No con ChatGPT, sino, con cabeza y corazón. Importantes: no supliques, no mandes PDF mal diagramados. No creas que te van a leer porque tú crees que escribes bonito. Escucha buena música. Tú ves ese que está ahí, es Manuel Betances, acércate para que te hable de eso.

—¿Y si lo hago todo bien?

—Entonces… tal vez te publiquen. O tal vez no. Aquí nada es lineal. Esto no es el Chupacabras, hermano. Aquí se esconden todos los últimos monstruos y hay que estar frío con todos.

—Mira, campeón, escribir, en este país, es cosa de locos. —Quien hablaba era Aquiles Julián. Parecía un cura gagueando una misa que nadie escucha—. Ese “hombre irrazonable” es el escritor que publica sin promesa de retorno; ¿entiendes?… que insiste pese al silencio… que resiste la lógica de un mercado que no está preparado… Esa irreverencia —esa locura— no es patología, es resistencia. ¿Entiendes?

Investigando más tarde, Vladimir vio que Aquiles estaba citando a George Bernard Shaw: El hombre razonable se adapta al mundo; el hombre irracional persiste en intentar adaptar el mundo a sí mismo. Por lo tanto, todo progreso depende del hombre irracional. La noche olía a declaraciones, pero no a soluciones.  

—Aquiles, ¿por qué aquí no existe una distribuidora nacional del libro como en otros países?

Le miró como si hubiera preguntado por unicornios.

—Porque nadie la ha exigido con suficiente fuerza… Porque no hay visión de largo plazo.

—¿Y se puede cambiar eso?

Rubén enciende un cigarro imaginario que nadie le ofreció. Exhala como quien expulsa siglos.

—No se trata de una distribuidora. Es el país. Aquí todo lo que brilla se encierra en cajas, y todo lo que no, se imprime sin culpa.

Giró. Un murmullo estaba en el aire, como un error de edición mal corregido. Esa noche el Bar de las Dudas estaba lleno. Lleno de fantasmas literarios. De autores sin distribución, premios sin lectores, libros que solo existen en ferias y maletas de autores. Vladimir no sabía si buscaba una editorial, una pista o una excusa para seguir creyendo que escribir tenía sentido. Y no es solo nostalgia. Es ambición lo que se perdió. Ser publicado por Alfaguara era una llave que abría los techos de otros países, otras ferias, otros premios. Lectores en Bogotá, Madrid, Buenos Aires. Ventas. Visibilidad. Entrevistas. Traducciones, si había suerte. No se perdió una editorial: se perdió una escalera.

Salió del bar de la Dudas sintiendo que investigar literatura podía ser como gritar castigado desde la azotea. Sintió que alguien lo observaba desde antes de salir del bar, pero no quiso volverse.

Entró a su apartamento sin encender la luz. Tenía la absurda esperanza de que la oscuridad fuera un escudo. Sobre su escritorio, entre las cuentas sin pagar y los volantes de talleres literarios, había un sobre manila sin remitente. Solo su nombre: Vladimir. Abrió. Recordó el listado que le había dado Amaro. Un almacén en la México, cerca del parque.

Chat: Grupo «Alfaguara».
(Participantes: Vladimir, Amaro, Iván, contacto desconocido Balam)

Vladimir – 3:18 p. m.

Me están siguiendo. Estoy en la México, entré a un colmado.

Iván – 3:18 p. m.

Salte de ahí. Ese lugar es zona caliente. ¿Llevas la carpeta?

Amaro – 3:19 p. m.

No juegues con eso. Templete no es solo libros. Hay cosas… Te lo advertí.

Iván – 3:20 p. m.

¿Tienes activada la ubicación?

Vladimir – 3:20 p. m.

[Compartió ubicación en tiempo real]

Balam – 3:20 p. m.

Deberías haberte callado. No todo necesita ser contado.

Vladimir – 3:21 p. m.

¿Quién eres?

3:21 p. m.

Balam salió del grupo

Empujó la puerta. Dentro, en la pared del fondo, un altar de santos y velones con siglos apagados. Y un letrero que rezaba Dios bendiga a los que imprimen en fe.

Estaba entreabierta.

El silencio era espeso como polvo.

Había libros.

Montañas de libros. Columnas inestables que desafiaban la física. Libros nuevos, aún en cajas. Libros viejos, sin abrir. Títulos duplicados, triplicados, decenas de ejemplares de un mismo libro que nadie parecía haber leído jamás. En un rincón, una caja con un manuscrito: Poemario de un joven asesinado por la esperanza. Al lado, un contrato editorial firmado por alguien con letra temblorosa.

—¿Puedo ayudarlo? —dijo una voz.

Una mujer. Alta. Delgada. Vestida de blanco. Parecía no pisar el suelo. Tenía los ojos vidriosos, como si llevara años dentro de esa casa sin dormir.

—Busco a Misael Héres.

Ella sonrió. O hizo algo parecido. Señaló una escalera.

Los escalones crujen como si recordaran los pasos de otros que bajaron y no volvieron.

Sótano — plano general (como si esto fuera cine):

Un foco cuelga, pendular, proyectando sombras fantásticas. Títulos como ecos de promesas rotas: «El vuelo del colibrí» «Poemas desde el exilio de mi barrio», «El marketing del alma» casi todos impresos con la misma portada. Novelas históricas escritas en tres semanas cuando aún no existía la IA. Testimonios de pastores, discursos políticos, facturas de ministerios y direcciones, colecciones de frases motivadoras.

Más libros.

Ediciones repetidas.

Cajas selladas con cinta vieja.

Entonces escuchó el sonido. Una impresora, encendiéndose sola. Una hoja saliendo lentamente con su nombre en la cabecera. Los libros alrededor comenzaron a crujir. Apareció él, Misael Héres. Como un holograma falto de irradiación.

—Busco un libro. Uno que alguien intentó hacer desaparecer —le dijo tembloroso.

El «editor» sonrió, como si le contaran una historia muchas veces oída.

—Entonces, ¿quieres saber por qué Alfaguara se fue? —preguntó el holograma— ¿Y por qué nadie distribuye libros dominicanos? Mira, muchacho, aquí llegan muchos libros que no deberían existir. Que nadie quiere leer. Libros escritos con la desesperación de los que creen que publicar es la única manera de seguir vivos. A nosotros no nos interesa quién lee. Nos interesa quién paga por ser leído. Porque el negocio ya no está en el lector, Vladimir. Está en el escritor. En su ego, su urgencia, su necesidad de ser alguien más allá de sus palabras. Eso lo entendimos antes que nadie.

Vladimir en medio del cuarto.

Respira con dificultad.

Se da cuenta de que el piso está cubierto por una leve capa de polvo… y ceniza. Si corre resbala.

Hay huellas, como de arrastre.

Abre una caja. Saca un libro suyo. Pero él nunca lo mandó a imprimir ahí, pensó.

Ruido de pasos arriba. Una voz:

—¿Encontró lo que buscaba?

Vladimir no responde.

Mira hacia la salida.

Silencio.

Plano cerrado:

Una caja que cae.

Otra.

El polvo sube. El foco se apaga.

Última imagen:

Estaba atrapado, sí. Bajo una pila de libros, pero no solo libros: manuscritos sin título, libretas con tachones, contratos rotos. Y portadas de escritores conocidos, deformadas por el moho y el olvido. Los libros lo miraban. O eso creyó. La puerta se cerró tras él con un sonido lento, definitivo.

—Ahora eres parte del archivo —dijo Misael desde el otro lado, sin apuro.

Un plano cenital.

Vladimir cubierto por libros.

Sobre su pecho un fardo de ejemplares mutilados de Ciudad abajo le aplasta los pulmones y en su mano izquierda sobresale un ejemplar de El hombre que parecía esconderse.

Vladimir Tatis Pérez

Vladimir Tatis Pérez, nacido en Santo Domingo, Distrito Nacional en el año 1968, es escritor de novelas y cuentos, además de dramaturgo y ensayista. Estudió publicidad en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) e hizo en Madrid, España, un curso de administración de empresas culturales. Autor de la novela "Mátalo", y de los libros de cuentos "La herida de Eva" y "De castigo en la azotea".

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