I
Desde hace casi 20 años uno de mis viejos amigos y yo tenemos un debate inagotable: ¿Quién es mejor, Daddy Yankee o Don Omar? Yo digo que DY. Él asegura que Don es el mejor.
Para entender esta querella, no bastan los números ni la fama de estos cantantes. Tenemos claro que Daddy Yankee ha vendido más y ha sido más duradero en el éxito. Mi amigo argumenta, y eso le basta, que Don Omar es más completo, más versátil. Pasan los años. Dejamos de vernos. Nos reencontramos. Nos ponemos al día con una pléyade de temas diversos. Nuestras vidas han cambiado. Pero siempre sale el tema. El otro día, mientras compartíamos, le dije que estuve escuchando canciones viejas de Don y me entró una gran nostalgia. Mi amigo me miró con una sonrisa de complicidad y me dijo: «Él es el mejor». Le respondí: «Esa nostalgia también me llega viendo la portada del álbum Barrio Fino, de El Cangry. Ellos crearon desde la nada. Cambiaron la cultura. No tenían nada, solo su talento, y conquistaron el mundo». Este álbum de 2004 —en el que figura la legendaria canción «Gasolina»— es la catedral del reguetón. Ha sido incluido entre los 500 mejores álbumes de todos por la revista Rolling Stones.
II
Caminaba por alguna calle de Madrid. Un rostro familiar me miraba desde un enorme letrero pegado a la fachada de un edificio. Era una figura con múltiples tatuajes y el abdomen desnudo. Se leían estas letras: «Sr. Santos». No era otro que Arcángel, La Maravilla —el mismo que escuché con pasión desde mi adolescencia y que nos sorprendió a todos con una canción romántica, alejada de su estilo habitual: el gran éxito «Por amar a ciegas», en 2008, el mismo que sigue vigente como entonces—.
Otro día, en la misma ciudad, vi a un chico de algunos 12 años cantando a pleno pulmón la canción «Danza Kuduro», de Don Omar. Cuando esa canción se pegó, el chico no había nacido. ¿Es pasajera entonces la música urbana? No siempre.
III
Post del 28 de noviembre de 2022 en mi muro de Facebook:
«Ayer, al llegar a Barcelona, fui a desayunar a una cafetería que está dentro de la estación de tren Barcelona-Sants. Adivinen qué música sonaba en la radio. Pues «Superman sin capa», de El Súper Nuevo, un muchacho de un barrio dominicano igual que yo. Que en la tierra de Serrat un domingo en la mañana se escuche dembow tiene, al menos para mí, esta interpretación: El dembow ha conquistado el mundo y ahora le toca a la República Dominicana sacarle provecho económico, cultural y turístico a esa realidad, independientemente de si a algunos nos gusta o no ese ritmo musical».
IV
Mi generación latinoamericana vivió el triunfo del reguetón. Tego Calderón, DY, Don, Wisin y Yandel, Ivy Queen, y tantos otros. Mi generación dominicana vivió el triunfo del rap local y el nacimiento del dembow. En el Politécnico Lilian Bayona mis compañeros escuchaban por horas a El Lápiz Conciente desde que rayaba el alba. El Alfa, a sus 18 años, con «El coche bomba», empezó un lento camino hacia la fama mundial; Doble T y El Crok, de casi la misma edad, con «Pepe», hicieron historia, aunque se apagaron pronto. Eran los tiempos de la canción colectiva «Capea El Dough», una constelación de artistas urbanos que en el 2008 legaron ese himno, hoy tan lejano. Se ha seguido un largo sendero con muchos exponentes. Algunos fueron estrellas fugaces y sus nombres han caído en el olvido. Llegaron nuevas estrellas. Talvez la más inmensa de los últimos años sea Rochy RD, que ha combinado en su producción ambos géneros antes alejados: el rap dominicano y el dembow. Estos géneros musicales nunca fueron mi mayor delicia, pero me tocó ser testigo de su creciente influencia en la juventud y en el panorama cultural ya no solo latinoamericano, sino occidental.
Llegado un momento, hace más o menos una década, una llama de nuevos interpretes puertorriqueños quemó la liga internacional: Bad Bunny, Ozuna, Anuel, Karol G. Ya no era solo reguetón o trap o dembow. Era una mezcla de ritmos, de estilos, de orígenes. Era una apuesta a la personalidad pública de estas figuras. Era una corriente muchas veces monótona de letras explicitas y bailes predecibles. Era una industria multimillonaria de muchachos salidos del caserío y del barrio, que se volvían celebridades y se alimentaban del antiguo sudor de los pioneros como Vico C, Eddie Dee, Tempo y Wiso G, quienes pasaron todos los trabajos del mundo para que la hoy llamada música urbana —heterogénea, ecléctica a veces— fuera aceptable y comercial.
No estoy ya lo suficientemente informado para hacer un inventario de los mejores expositores, de los más famosos, de los que mejor escriben o cantan. A veces oigo «reguetón de la mata» y recuerdo mis años adolescentes. Se me erizó la piel cuando Rosalía grabó el clásico «Besos mojados» con Wisin y Yandel. A veces oigo alguna canción que esté tan de moda que no pueda obviarla. Nunca pude enamorarme en serio de la música urbana. Siempre sentí que yo buscaba en la música una experiencia sensorial distinta. Sin embargo, la música urbana atraviesa mi vida y la de mis contemporáneos, nos trae recuerdos de una edad inocente donde el perreo era a lo que más nos atrevíamos. Los «parties de marquesina» son parte la historia. La música urbana es un mundo cultural con sus propios satélites. Para una comprensión de la historia cultural latinoamericana desde los años noventa, es ineludible examinarla. Sus letras dicen lo que otros géneros no podían decirnos de nosotros como latinoamericanos. Ese atrevimiento, esa aceleración, esas rimas, esa sordidez talvez, esa crudeza escandalosa, esa batalla por la gloria iniciada en la marginación, esa música ruidosa, sensual e invencible, sabrá Dios por qué, conquistó el mundo.
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