Una de mis experiencias educativas más gratificantes fue la de ser estudiante de filosofía en el Instituto Filosófico Pedro Francisco Bonó, institución de la Compañía de Jesús que, en ese momento (inicios del nuevo milenio), tenía su carrera de filosofía adscrita al Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC). Comparto con ustedes mis recuerdos sobre algunos de mis profesores.

Ignacio Lasaga: maestro que profesaba gran respeto por el conocimiento, al mismo tiempo que una especie de torpeza frente a las cosas prácticas de la vida. Sobre él se tejían historias que rayaban en la mitología, como que había tenido numerosos accidentes en la calle, porque solía incluso, cruzar las avenidas leyendo a Hegel. Nunca manejó. Según él no se expondría a ese caos. Y en realidad esa decisión era una metáfora de su vida: Ignacio parecía huirle a los conflictos y al desorden. Necesitaba un ambiente tranquilo y ordenado para poder impartir sus clases.  No solía sacar a los estudiantes del aula, sino, que, en caso de caos, salía él.

De él aprendí el gran valor que tienen las lecturas comentadas en el aula, práctica que posteriormente he usado casi como impronta personal en mi ejercicio docente.

Era políglota. Nacido en Cuba, estudió en Miami, Italia y Alemania. Hablaba muy bien el alemán, y por lo general sus libros de filosofía y sus notas estaban en ese idioma. Era valorado por colegas, compañeros jesuitas y estudiantes como un hombre disciplinado y de una gran integridad.

Le costaba socializar y parecía muy introvertido. Una experiencia notable fue cuando impartió clases de Filosofía de la Ciencia y se apareció con un programa que mezclaba la astronomía con las ciencias exactas provocando un caos en el alumnado.

Iba al gimnasio con disciplina y solía encontrármelo frecuentemente en la librería Cuesta donde hacia una parada para tomarse un café antes de oficiar misa en la Santísima Trinidad. Al morir dejó una biblioteca especializada en filosofía, sobre todo, alemana. Fue muy grato para mí poder asistir a su despedida del Bonó. Creo que asumió su condición de salud con bastante integridad. Falleció en Manresa y la última vez que lo visité mantenía su nobleza característica.

Max Michel: portador del acento francófono más contundente que he escuchado en mi vida. Para todos era asombroso escucharlo hablar español con su sobrina Katherine, quien recién llegada al país, le daba verdadera cátedra de la pronunciación de la r, la j, y al au (nuca ha podido decir aula, por ejemplo, dice oula).

Podría ser apodado “Pronto Gómez” de caminar rápido y enérgicos ademanes. Con unos ojos azulísimos que parecían incluso ir por delante de los lentes de gran aumento que usaba. Fue profesor de Historia Antigua y Medieval, Historia Moderna y Contemporánea y Ateísmo Contemporáneo. Era famoso por su forma de manejar el dinero, cariñosamente conocido como “ahorrador”. Todos sufrimos las consecuencias de su nombramiento como ecónomo, pues se le veía continuamente pasar por los pasillos del Instituto más rápido que de costumbre, apagando todos los bombillos (incluso los que estaban siendo usados) y revisando si caía alguna gota de las llaves de los baños.

Nunca olvidaré la forma casi irreal de rápida en que repetía el nombre de Diderot y de Jean Jacques Rousseau. Dentro de sus frases célebres está su famosa: “entre comillas” que con su fuerte acento sonaba más o menos como ontrecoilla. No aceptaba preguntas o eso parecía, porque, como era tan buen conversador, podría decirse que planificaba más o menos 44 minutos de clases y 1 minuto para que externaran preguntas; si alguien osaba a hacérselas, sacrificaba su recreo por lo extenso de su respuesta.

Llegaba al Bonó caminando desde La Ciénaga. Le encantaba caminar y hasta se molestaba cuando le ofrecían bola.

Gustaba de hacer chistes y cuando lo hacía, él mismo era su primer entusiasta. Su risa se adelantaba siempre a la del auditorio, dejando en el aire la duda de si habíamos entendido o no la broma o si su humor transitaba en una dimensión demasiado elevada para nosotros.

De sus clases, hay una imagen que permanece nítida en mi memoria: el primer día de las clases de Filosofía Antigua y Medieval, nos entregó un pequeño papel con una frase desconcertante:

“Un perro que muere y que sabe que muere como un perro, y es capaz de decir que muere como un perro, es un hombre.”

— Fried E. Warngedichte

Pablo Mella: El hombre del millón de amigos. Nadie tiene más amigos que Pablo. Él mismo es una especie de Best-seller intelectual. Uno de los sacerdotes más jóvenes del Instituto, solía llegar en bicicleta desde Guachupita. No recuerdo si hacía poco que había regresado al país después de sus estudios en Lovaina, pero comenzó a darnos clases casi cuando finalizábamos la licenciatura. Impartió Pensamiento Latinoamericano y creo que Hermenéutica.

Para esa época había llevado al Bonó a la italiana, Sabina Barone que se encargó de darnos una de las clases más magistrales que he recibido en mi vida académica: Fenomenología. Consistió en la lectura comentada de Ética para náufragos de José Antonio Marina, del que sigo siendo una gran admiradora. Ambos hacían un dúo dinámico que nos alegraba tener como maestros y seres cercanos.

Le decíamos “el maestro de la sospecha” porque nadie como él para sospechar de todas las ideas, incluso, las que él mismo llevaba al aula. Una vez nos inventamos un acto de premiación a los maestros en una de las fiestas de fin de año, solo para poner en sus manos ese título de forma oficial. Aportaba, frente a la distancia de Ignacio y la formalidad de Martin, un carácter más distendido y chabacano, a pesar de que, en realidad, parecía un popi haciendo un curso de inmersión en el barrio.

Martin Lenk: Dentro de la excelencia, El excelente. Nunca pude encontrarle un defecto al padre Martin como maestro. No tenía fallas al hablar español, no se le iba un detalle en la planificación de sus clases, nunca pareció haber improvisado nada, se hacía de “materiales didácticos” con cualquier cosa, como el día que llevó una vela encendida, un vaso plástico vacío y otro vaso de cristal con agua, para introducir a los filósofos presocráticos.

Una vez que tocaba Plotino, me peiné la bibliografía que encontré, a ver si podía agarrarlo desprevenido con una que otra preguntita, esperé el último momento para extenderle mi inquietud, ya que él no había mencionado “eso que creí tan importante” pensé que desconocía el dato. ¡Nada más alejado de la realidad! Pidió disculpas por haber olvidado el punto y esa pregunta nos costó el receso, por lo amplio de su disertación.

En contraposición con su sabiduría superior o probablemente a causa de ella, hacía gala de una auténtica humildad, empezando con su arribo al plantel en un motorcito 120, desde barrio Los Guandules, hasta los lentecitos con las patas pegadas con cinta adhesiva que llevaba.

De él se decía, nunca supe si era cierto, que había trabajado en el mismísimo Vaticano y que había renunciado porque no le gustaba la opulencia. Particularmente le debo el haberme enseñado a acentuar. Pues leía con paciencia todos los trabajos que asignaba y le llamó la atención que yo tuviera tantos olvidos con los acentos. Me dio un folletito con las reglas de acentuación y me las explicó, no era que no las entendiera, pero que un alemán me enseñara a acentuar el español me dio vergüenza y desde ahí me dispuse a acentuar correctamente.

Un día, al regresar del receso, encontramos sobre su escritorio una caja de chocolates, cubierta apenas por un fino plástico que dejaba entrever la tentadora geometría de su contenido. Nadie se atrevió a tocarla, pero el murmullo era inevitable: ¿para qué está ahí? ¿Es para nosotros? ¿Qué significa?

La incógnita se mantuvo mientras él iniciaba su lección sobre Aristóteles y el Primer Motor Inmóvil, aquello que mueve sin ser movido. Solo al final comprendimos: los chocolates habían sido su silenciosa encarnación de la idea. Atraían, inquietaban, generaban expectación, pero permanecían inalterables, impasibles en su lugar. La lección quedó grabada en nuestra memoria con la misma nitidez con la que el objeto había permanecido sobre el escritorio.

Ruth Nolasco: De risa jovial y profundo amor por la literatura, la profesora Ruth Nolasco fue mi maestra de todas las literaturas del Instituto: antigua y medieval, latinoamericana y dominicana. Hija de los primos Sócrates y Flérida Nolasco, no ocultaba sus vínculos familiares con los Henríquez Ureña, del que, a decir verdad, era una excelente representante. Nos enseñó a disfrutar de la literatura clásica y nos dividía en grupos y nos hacía montar obras de los trágicos griegos. Como yo era la única fémina de mi promoción, participé en todas las representaciones.

A ella le debo el haber conocido a Pedro Páramo, de Juan Rulfo, que sigue siendo una de mis novelas de cabecera. Y también le debo el haberme aprendido casi de memoria el afán de perfección de Pedro Henríquez Ureña. Debo confesar que cuando quería alardear de intelectual, lo citaba, haciendo énfasis en los párrafos que ella había resaltado en clase. Era una profesora exigente y que sabía manejar el sarcasmo. Como nunca la vi con hábito de monja, me costó tiempo enterarme de que lo era. Cada vez que me la encuentro, generalmente en misas y entierros, me parece que no envejece.

Manolo Maza: Amaba la historia. Su pasión era evidente en cada clase. Sus clases eran divertidas, porque además de su prolífica erudición, era un gran contador de historias. Derrochaba sentido del humor. Es famosa aquella “corrección” que le hizo a un estudiante, que concluyó un ensayo diciendo: “podrían sacarse muchas más conclusiones” le escribió: “Bulto, debió sacarla usted”.

Fue él quien, sin saberlo me motivó a estudiar mandarín a raíz de una de las tantas historias con las que amenizaba sus clases. Con él comprendí que la pasión que muestras por tu materia, contagia a los estudiantes.

De él nos quedó una máxima, que, aunque revestida de humor, encierra una verdad incuestionable:

“Antes de presentar, siempre debes tener listo un esquema. Porque el que no tiene un esquema, le meten el enema.” Podría parecer una lección menor, pero jamás volví a enfrentar una exposición sin la estructura clara de mis ideas.

Pedro Llorente: El maestro más audiovisual. Fue uno de los más didácticos. Sus clases evidenciaban no solo planificación, sino que parecía tenerlo todo cronometrado: 5 minutos de audiovisual, 2 minutos de primeras impresiones, 5 minutos de análisis de contenido.  Creo que era el único que se vestía como sacerdote, o al menos tengo un lejano recuerdo de que parecía “demasiado sacerdote”. Era disciplinado en la asignación de las tareas y muy responsable y minucioso a la hora de corregir. Era, en suma, como un profesor “de librito”.

María Filomena González: Una maestra de carácter e ideas firmes, pero nunca olvidó presentar un tema de clase sin confrontar varias fuentes y diferentes puntos de vista. Coherente y vehemente en sus opiniones, siempre me pareció más que todo una abogada en estrado, contaba los acontecimientos como si los hubiera vivido. Cuando te permití cierta cercanía descubrías el ser humano sensible y maternal.

Duleidys Rodríguez Castro

Duleidys Rodríguez Castro es filósofa egresada del Instituto Filosófico Pedro Francisco Bonó. Posee una maestría en Filosofía en el Mundo Global por la Universidad del País Vasco. Es coleccionista especializada en historia de la educación dominicana. Desde hace 17 años se desempeña como profesora de Literatura.

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