La promesa del cambio fue el eje que llevó a Luis Abinader a la Presidencia de la República en 2020.
Esa misma promesa fue renovada en 2024 y sigue invocándose como horizonte hacia 2028.
Sin embargo, la realidad política es mucho más concreta que el discurso: al presidente solo le quedan dos años reales de poder efectivo, 2026 y 2027.
El año 2028 será, inevitablemente, un año dominado por la campaña electoral, y él no será candidato. Esa sola circunstancia modifica por completo la dinámica del poder.
La experiencia histórica dominicana —y latinoamericana— demuestra que cuando un presidente no aspira a la reelección, su autoridad comienza a erosionarse.
Los aliados calculan, los funcionarios miran hacia el futuro, los partidos se fragmentan y el ejercicio del mando se debilita.
Por eso, si el presidente Abinader pretende dejar un legado que vaya más allá de las buenas intenciones y de los discursos bien elaborados, este es el momento final para actuar.
El principal problema que enfrenta la República Dominicana no es la corrupción como hecho aislado, sino la corrupción como sistema.
Es un viejo sistema que tiene un punto de origen claro: el vínculo entre dinero ilícito y política.
Mientras el financiamiento electoral siga contaminado por recursos provenientes del narcotráfico, del lavado de activos, de las bancas ilegales y de estructuras criminales, ningún discurso sobre institucionalidad será creíble.
Esa contaminación se refleja inevitablemente en el Congreso Nacional.
Un Congreso donde conviven legisladores señalados durante años por vínculos con el narcotráfico, el lavado de dinero y el submundo de las bancas ilegales no puede ser el motor de ninguna reforma profunda.
La degradación institucional no se limita a las altas esferas.
Se manifiesta, de manera brutal, en el primer escalón de la justicia. Cuando alguaciles, fiscales e inspectores judiciales participan en desalojos ilegales, el Estado de derecho se derrumba desde abajo.
A esto se suma un punto particularmente grave: el uso de recursos destinados a la salud pública con fines políticos.
Cuando fondos de la seguridad social se convierten en instrumentos de financiamiento electoral o de enriquecimiento ilícito, la corrupción deja de ser un simple robo administrativo y se transforma en un crimen social.
La responsabilidad no recae únicamente en la clase política.
La élite empresarial dominicana, con honrosas excepciones, ha optado por el silencio, el acomodo y la conveniencia.
En este contexto, el presidente Abinader enfrenta una decisión histórica.
Puede optar por administrar el tiempo que le queda o puede asumir el costo de decir la verdad sin maquillaje.
Aún hay tiempo. Pero es poco. Dos años no son un plazo administrativo: son un plazo moral.
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