En un lugar del mundo, la tarde cae como hado oscuro sobre las paredes resquebrajadas del Liceo Dr. Federico Henríquez y Carvajal. Hace apenas unas horas, catorce estudiantes fueron detenidos por lanzar piedras; una joven resultó herida en la cabeza; y los orientadores llaman a la Policía Escolar porque ya no pueden contener la violencia.

El abismo educativo dominicano aparece aquí con nitidez dolorosa: pupitres rotos, insultos cruzados, exámenes que nadie entiende, y un clima emocional que oscila entre el desánimo y la rabia. Y ni hablar de la deserción escolar o de la inutilidad escolar frente al futuro, que ya nadie se atreve a denunciar.

En otro lugar del mismo mundo isleño, el aire de la plaza estaba quieto, como si el tiempo hubiera hecho una pausa para escuchar. A la sombra de una ceiba, Sócrates aguardaba sin prisa. No era la Atenas de siempre —demasiados carros, demasiada prisa, demasiadas pantallas—, pero la pregunta seguía siendo la misma desde los orígenes: ¿quién educa al que educa?

 Rousseau, el amigo de Emilio, fue el primero en verlo todo antes de murmurar:

—“Todo está bien al salir de las manos del Autor de las cosas; todo degenera en las manos del hombre.”

Hostos, sorprendido por lo acontecido, lo oyó y avanzó  con el paso que tenían los hombres que no temen ni a la historia ni al juicio.

—Ilustre —dijo inclinando la cabeza—, en esta tierra que me adoptó aún constato el mismo dilema: quieren libertad sin educación, virtud sin método, progreso sin disciplina moral y abundancia de reglamentos, normativas y leyes que nadie cumple.

Sócrates sonrió, como quien reconoce una verdad vieja, y unió al intercambio de pareceres.

—La ciudad que olvida formar a sus formadores —acotó— termina en manos de aprendices de corruptos, de tiranos, o de funcionarios que confunden el papel firmado con la promesa cumplida.

Un viento leve anunció la letanía de Rousseau. Inquieta y, por demás, dolida.

—Pretenden modernizarlo todo —dijo—, pero no han modernizado lo esencial: la comprensión del alma humana natural. Hablan de reformas como quien habla de moda. Cambian leyes, cambian planes, cambian ceremonias, cambian la verdad, los responsables y las excusas, pero no cambian al educador. Y sin él no hay ni república ni escolar que pueda florecer en medio de una naturaleza tan prolija como levantisca y fugaz.

Fue entonces cuando se aproximó el experimentado, aunque efímero ex rector, Sancho de los Dolores, apretando bajo el brazo los documentos del penúltimo y del último Pacto Educativo. Tenía el aspecto de quien ha leído un sinfín de diagnósticos, asistido a demasiadas reuniones y presenciado pocas transformaciones.

—Se han pactado metas —comenzó—, se han pactado sueños, se han pactado fechas y comisiones. Entre nosotros, empero, no hay quien respete aquello de que “Pacta sunt servanda” (“lo pactado obliga”). Los pactos, como los reglamentos y las leyes, son para el papel, este para el basurero y su contenido, a su vez, para el reciclaje. Por eso, el pacto más difícil, el único que realmente importa en medio del sinfín de espejismos y confusiones que trastornan esta polis, cada día se aleja más de su cabal cumplimiento: pactar cada uno consigo mismo que esta nación debe educarse sistemáticamente con coherencia y rigor.

Miró a los tres como pidiendo las benevolencias respectivas y explayó su parecer:

—Se quiere mejorar sin sacrificio —continuó—. Calidad sin exigencia. Resultados sin responsabilidad ni evaluaciones. Normas y preceptos sin dolientes. Somos un país que se fotografía en la cima sin haber subido la montaña, que celebra la vista sin entender la altura, que quiere progreso sin pagar el precio del ascenso y que incluso a veces busca una visa desposeído de sus propios sueños.

Sorprendido, Sócrates levantó una ceja.

—¿Y los pedagogos? ¿Dónde están? ¿O quedaron al margen del pacto como se deja fuera a un invitado incómodo o al sindicato de los mismos?

Hostos tomó la palabra, con parsimonia y vergüenza ajena:

—El maestro no está perdido. Está, sí, desamparado. Vive sin brújula, formado por universidades donde no aprendieron o no supieron enseñarles. Da lástima toda una  nación que cosecha lo que siembra: improvisación, predominio de 30 monedas, menosprecio del conocimiento, el esfuerzo y la superación, minusvaloración axiológica…

Aprovechando la dicción de esos puntos suspensivos, Sócrates intervino y detuvo lo que comenzaba a sonar como una bachata de lamentos:

—Profundizan abismos, perdidos como están en el llano, sin siquiera conocerse a sí mismos y mucho menos a los otros y a los demás.

Rousseau asintió con gravedad y añadió con cierto dejo de resignación.

—Y ahora —adujo— observo algo con tanto temor como reserva: una civilización entera hipotecando nuestro estado de naturaleza. Le ha caído del cielo una criatura nueva, la inteligencia artificial. Un genio sin lámpara. Podría ser maestra, podría ser taller, podría ser espejo… Pero sin un educador que la maneje y guíe, será apenas un juguete luminoso en manos de quienes no saben qué preguntar. Y eso, así, por más orden legal que ahora quieran imponerle a tanto sortilegio artificial que no nace del espíritu.

Sócrates meditó unos instantes y golpeó suavemente el suelo con su bastón de anciano.

—La tecnología amplifica lo que toca. Si toca ignorancia, la multiplica. Si toca sabiduría, la esparce. La pregunta sigue intacta desde hace siglos: ¿a quién ponemos a enseñar, y qué?

El silencio devino espeso. Pasó una pareja de estudiantes, riendo. Ella llevaba una tarea “hecha por la IA”, él presumía que nunca más necesitaría leer un libro. Ninguno advirtió a los cuatro que yacían cobijados a los pies de la ceiba.

Con evidente nostalgia, Rousseau los observó alejarse del sitio.

—Ellos no tienen la culpa. Es la nación, culturalmente informal y aunada a una sociedad desprovista de contrato, la que les falló.

Hostos murmuró:

—Y una nación no fracasa por falta de recursos. Fracasa por falta de hacedores y sembradores de hombres, hechos y derechos, moralmente rectos, responsables como personas, al igual que duchos y capaces de cumplir con sus oficios día a día.

De los Dolores apagó la pantalla de su celular. En tinieblas quedaron los datos del último de los diagnósticos, donde leyó el elevado porciento de jóvenes de 15 a 17 años que, frustrados, desertan de los estudios preuniversitarios. Tan abrumado como enérgico, tomó la palabra.

—He visto que todo se puede declarar, todo se puede firmar, todo se puede inaugurar. Pero lo único que realmente sostiene a un país es aquello que no se puede decretar: la estatura moral y profesional de quienes enseñan y certifican lo que aprenden las nuevas generaciones de ciudadanos.

De súbito, Sócrates se incorporó del piso. Miró a los tres por última vez. Volvió la atención al ruido estridente de la plaza pública. Y, dada su prístina experiencia mortal, no pudo más que sopesar al país entero, como si lo evaluara en una balanza invisible —sin necesidad, esta vez, de cicuta.

—Dicen que procuran la calidad de la educación e infinidad de competencias en función de cientos de pruebas, ‘pruebines’, exámenes, prácticas y, más tarde, a algunos, en simpáticas tesinas y tesis de todo lo imaginable e inimaginable —sentenció—. Pero la calidad no está en edificios nuevos, ni en discursos, ni en dispositivos, ni en lo publicitado; tampco en alguna evaluación en particular. La calidad pasa por el reconocimiento, la enmienda y la intersubjetividad. Ella vive en el alma de quienes tienen el oficio de formar y en el de los que requieren formación.

Parado, hizo una pausa. Un paréntesis tan largo, estéril e interminable, como el cierre de un círculo infinito en expansión, incapaz de conseguir que sus dos extremos se abracen entre sí.

—Y así debe entenderlo esta república desconocedora de la de Platón, por ideal que llegue a ser a los ojos de turistas y de nacionales,  —afirmó antes de apuntillar su idea—: la educación de un pueblo nunca será más alta que la talla de sus pedagogos.

 Y en esa última frase, dicha sin fuerza, sin estridencia, sin acuerdos subrepticios, desnuda de aplausos sindicales y de apoyo ministerial, quedó todo sepultado a la sombra de aquella ceiba, expuesta a la brisa y a la brasa solar que solo esperan mejor tiempo para germinar.

De modo tal que, si por los frutos se conoce al árbol, no quedan dudas. La educacion dominicana está en el filo de la navaja: a la espera de quienes tomen mejores decisiones y descubran en la práctica que, —como enseña un notable interlocutor ausente en aquel lugar del mundo en el que hoy se pone el sol—, "la educación es siempre un acto de esperanza".

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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