El mito original: fuego, humanidad y castigo
Hace unos días escribía a propósito de El mito del canto de las sirenas, de Homero (ver, 24.07.2025, https://acento.com.do/opinion/el-canto-de-las-sirenas-de-homero-a-freud-pasando-por-nietzsche-9528171.html). Hoy pongo los ojos en el de Prometeo.
Él fue, en la mitología griega, un titán que se alineó con los dioses olímpicos durante la Titanomaquia (la guerra entre titanes y dioses). Sin embargo, más allá de esa lealtad formal a los dioses, su corazón estaba alineado con los humanos. Viendo su fragilidad y su ignorancia, decidió ayudarlos de manera radical: robó el fuego sagrado del Olimpo y lo entregó a vulgares seres humanos.
Por supuesto, tal acto de insurrección trajo consecuencias. El poderoso Zeus, indignado por la osadía de Prometeo, lo condenó a un castigo eterno: permanecer encadenado a una roca, en la que un águila devoraba su hígado cada día, órgano corporal que a su vez se regeneraba cada noche. (Según algunas versiones, siglos más tarde, el héroe Heracles (Hércules) lo liberaría como parte de sus famosas doce tareas.)
Como paso a dersglozar, ese mito encierra varias tensiones decisivas: la solidaridad humana consigo misma y, por ende, el deseo de emancipación del humano contrapuesto a la autoridad divina.
Prometeo y la filosofía griega: entre la hybris y la techné
En la tradición griega, el robo del fuego puede interpretarse como un acto de hybris, es decir, de desmesura o soberbia. En cuanto tal, era una falta moral que consistía en cruzar los límites impuestos por los dioses o por el orden cósmico. He ahí, la razón debido a la cual Prometeo es tenido como un intruso y transgresor que violenta las relaciones entre los dioses y los humanos.
No obstante, Platón, uno de los únicos dos[1] filósofos originales de la filosofía occidental, , redimensiona el mito de Prometeo, en el diálogo Protágoras, al explicarlo en el escenario del origen de la civilización humana.
En la versión platónica, Prometeo roba el fuego y, también, la techné (la habilidad técnica) y la sabiduría de los dioses. Es esa intervención sacrílega la que da pie a la civilización humana, pues permite que los humanos pasen de la indefensión al dominio del arte político, la organización social y, por ende, a la formación de ciudades estables.
Así, pues, Prometeo representa una figura ambigua. Por un lado, transgrede los límites divinos; por el otro, hace posible la cultura, la ética y la política. Él es algo así como la tensión original entre naturaleza y cultura, dependencia y autonomía, castigo y creación.
III. La versión moderna: razón, revolución y progreso
Con el surgimiento de la modernidad, Prometeo se convierte en un símbolo del espíritu humano emancipado. A partir del Renacimiento y con más fuerza en la Ilustración, se le comienza a asociar con el poder de la razón, el avance de la ciencia y la libertad de pensamiento frente a la autoridad religiosa o política. Evalúese esto a la luz de una pléyade de autores bien reconocidos.
Johann Wolfgang von Goethe, en su poema ‘Prometeo´ (1774), lo presenta como un rebelde romántico valerosamente enfrentado a los dioses con desprecio. Por eso espeta su independencia: “¡Yo no te reverencio, Zeus!”. Para el escritor germano por excelencia, el titán usurpador de los dones divinos del Olimpo griego representa al genio creativo del aquel humano que, pese a su sufrimiento, forja su destino con sus propias manos.
De ahí la cuestión, de si la vida civilizada –en tanto que salida de un castigo original– está condenada a la agonía en medio de una existencia ajena a lo meramente espontáneo y natural.
Mary Shelley, en pleno siglo XIV, da un giro inesperado y revela un nuevo Prometeo, Frankenstein (1818). Aquí, el acto prometeico radica en crear una vida artificial, desafiando los límites naturales y asemejándose a los divinos. En esta versión, Víctor Frankenstein, al dar vida a su criatura, se convierte en un nuevo Prometeo, pero por ello mismo sufre las consecuencias de su ambición desmedida.
Dicha versión novelesca del mito plantea una pregunta aún vigente: ¿hasta dónde ha de llegar la ciencia sin caer en la arrogancia?
Karl Marx, de todos conocidos, reconsidera a Prometeo en tanto que símbolo del proletariado. En su tesis doctoral, el héroe mitológico es tildado de “santo patrón de los filósofos modernos”, emblema del hombre que desafía la tiranía y sufre por emancipar a los demás.
Las cosas así, la pregunta es acuciante en el ámbito histórico: luchar por el conocimiento, la justicia y la igualdad de oportunidades, hasta llegar al “reino de la libertad”, acaso no confluye y se confunde indefectiblemente –a modo de eterno retorno de lo mismo– con el castigo opresor que una civilización de aventajados señores de cualidades divinas imponen únicamente a su favor y en perjuicio constante de cualquier otra clase social?
Quizás, previendo una respuesta afirmativa al asunto anterior, Friedrich Nietzsche asocia a Prometeo, en El nacimiento de la tragedia, con el héroe que se rebela contra el orden establecido, actuando no solo por solidaridad y compasión, sino por afirmación de la vida, por deseo de expansión, de voluntad de poder. El titán mitológico pasa a representar la voluntad de poder frente a la resignación y, entonces, nos devela la capacidad humana de afrontar el dolor sin resignación, de transformar el sufrimiento en potencia vital.
Debido a ese giro de timón, el asunto pasa a ser si el mito de Prometeo así concebido es suficiente para poner en duda la moral cristiana del sacrificio pasivo y, lugar de esta, proponer una moral afirmativa, una que no tema el castigo si este es el precio a pagar por la libertad y la creación original de cada acto libre.
En el siglo XX, Martin Heidegger retoma indirectamente el mito de Prometeo en su crítica a la técnica moderna. En sus textos sobre La pregunta por la técnica, señala que el dominio técnico del mundo ha sido posible gracias a una visión prometeica de la realidad: ver el mundo como un conjunto de recursos disponibles.
Pero Heidegger también advierte del peligro de esta visión: la pérdida del sentido del ser, la instrumentalización de la vida, la deshumanización del pensamiento. Por eso, desde esta perspectiva, queda en suspenso si, además de representar la grandeza de la técnica, el mito de Prometeo no significa también el riesgo de descuidar el silencio, la contemplación y el cuidado que ha de dar “el pastor del Ser”.
Albert Camus, desde una Francia más cercana a la antropología y a la cotidianidad, encuentra en Prometeo una figura del “hombre rebelde”. Este, aunque sabe que el universo es indiferente, insiste en dotar de sentido a su existencia. Por esto, reinterpretando su castigo, lo transforma en una afirmación: "Hay que imaginar a Prometeo feliz". Imaginarlo, al menos, debido la similitud de la condición prometeica con la conciencia moderna.
Ahora bien, debido a que vivimos sin certezas divinas, pero con capacidad de acción ética, es esta realidad existencial suficiente para concluir que Prometeo aparece ahora siendo, no solo en su papel de víctima, sino también de ¿protagonista de su propio destino, capaz de sufrir, pero no de renunciar a la libertad que implica su dolor continuo?
Hoy, Prometeo y la inteligencia artificial
Hoy, más que nunca a mi entender, el mito de Prometeo se vuelve a reencarnar. Vivimos en una era donde la humanidad ha adquirido un poder inmenso sobre la naturaleza y sus semejantes, a través de la inteligencia artificial, la ingeniería genética y la automatización.
Por consiguiente, la pregunta que nos deja el mito de Prometeo en cuestión salta a la vista: ¿estamos preparados para usar ese fuego con sabiduría? O, al contrario, ¿repetiremos el destino de Frankenstein, creando monstruos que escapan a nuestro control?
Yuval Noah Harari o Byung-Chul Han, entre un sinfín de opinadores y pensadores de fuste, han retomado esta inquietud. El primero advierte del “Homo deus”, es decir, el humano que se cree divino, dado su incuestionable poderío, pero –con intuición más israelita que cristiana y occidental— espera un sentido de la información y ni siquiera sabe hacia dónde se dirige. El segundo, curtido por su experiencia surcoreana y unos estudios de raigambre hegeliana, critica una cultura del rendimiento y la positividad que olvida el límite, el cuidado y el alcance temporal de la historia.
En este contexto, el Prometeo mítico puede leerse también como un llamado a la responsabilidad, al pensamiento crítico, a la ética, a la estética. A causa de tanto, termina siéndole insuficiente robar el fuego; ha de saber para qué y a favor de quién lo hace. Con razón puede asumirse, como cierto, lo que para esos dos autores coetáneos y contemporáneos de todos nosotros resulta ser al día de hoy una cuestión teleológica de tono cada instante más alarmante y melodramático, a propósito de lo que nos espera en cuanto vuelvan a sonar las campanas del reloj.
Conclusión: el Prometeo pertinaz
Prometeo sigue ardiendo como símbolo del conocimiento, la desobediencia, la solidaridad, el sufrimiento y la esperanza. Desde la simiente misma de nuestra civilización, encarna la tensión entre libertad y castigo, entre creación y destrucción.
Su mito motiva a reflexionar sobre el sentido de nuestras acciones. Y, eso así, a pesar de que nos deja en ascuas a propósito de qué viene más allá del deseo y la pasión que nos consumen, asumiendo, como simple gesto de sabiduría, que exista algo o alguien además de lo que resentimos por efecto del fuego iluminador y de esa águila salida de las alturas y que cada día nos picotea más las entrañas.
Dejada la piedra filosofal a un lado, me atrevo a concluir que Prometeo encarna los dilemas de la tecnología más avanzada: IA, edición genética, cambio climático y, sobre todo, ADN cultural. Cierto, hemos robado el fuego en forma de saberes científicos, pero ahora enfrentamos la pregunta ética: ¿qué hacemos con ese poder?
Así, pues, aun cuando no concluyo afirmando que así será, el exceso prometeico puede llevarnos al colapso final de toda una civilización. Para alcanzar ese desenlace fatal solo bastaría que ella siga simulando que, con el mero intercambio de renovadas habilidades y fetiches, podrá superarse su propio malestar.
Tarea infecunda esa, sin embargo, pues la susodicha civilización subsiste, tal y como nos alecciona el mito de Prometeo, encadenada a una roca que solo atrae sobre sí aves de rapiña. Además, para colmo de la desgracia cotidiana de todo su cuerpo social, es incapaz de exhibir algo más promisorio que unos órganos carcomidos y la increíble ausencia de algo más significativo y duradero que ofrecer a todos sus miembros por igual.
[1] Siendo el segundo el escocés David Hume.
Compartir esta nota