En el canto XII de La Odisea, Circe advierte a Odiseo sobre el peligro que representan las sirenas. No se trata de monstruos armados ni de tempestades, sino de un canto tan bello y seductor que quien lo escucha se pierde para siempre. Precisamente, su isla está rodeada de huesos blanqueados de marineros que no resistieron la tentación ni supieron superar la desorientación en la travesía.

No obstante la advertencia, el tan valiente como astuto Odiseo opta por no evitar la prueba. Desea oír el canto, y desafiar el destino. Pero, para lograrlo sin perecer, tapona con cera los oídos de sus marineros y ordena que, a él, lo aten al mástil, con la instrucción expresa de no liberarlo, aunque lo suplique. En esa condición sobrevive al encuentro: escucha el canto, delira, suplica que lo desaten, pero sus hombres, obedientes, lo mantienen amarrado hasta que el peligro pasa.

Ha de saberse que en su canto aquellos seres mitológicos prometían revelarle a Odiseo –en plena travesía de regreso a su hogar, en Ítaca, donde esperaban su amada esposa e hijo– todo lo que había sucedido en Troya y en el mundo, durante su ausencia. Saber ese prohibido y, al mismo tiempo, fatal.

De ahí que las sirenas, –seres mitológicos cuyo canto seductor promete conocimiento infinito, en lo que nos conduce a la muerte–, nos retrotraen a la paradoja fundamental del deseo humano. Anhelamos lo que al mismo tiempo nos destruye. Excepción, la de Odiseo, el astuto héroe aqueo que escucha el deseo, pero vence la prueba y no muere.

Ese pasaje duodécimo se convierte en un espejo para el comportamiento cultural contemporáneo, tan religado a su inseparable comprensión. Tanto Friedrich Nietzsche, como Sigmund Freud, a través de sus respectivas exposiciones, han interpretado la condición humana como una tensión entre fuerzas opuestas: el impulso vital y la forma que lo contiene, la pulsión y la represión, el deseo de saber y los límites del yo.

A seguidas, algunas líneas escritas al azar y que invitan a releer el episodio de las sirenas homéricas con el solo propósito de desnudar la compleja aproximación al alma humana, en medio de tantos protagonistas contemporáneos de nuestra larga odisea mortal.

La tentación dionisiaca y el héroe trágico. Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia, desarrolla su famosa dicotomía entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Lo apolíneo representa la forma, la razón, la medida, la claridad. Lo dionisíaco, por el contrario, es el desborde, el éxtasis, la embriaguez, lo instintivo. El arte trágico griego surge de la tensión y el equilibrio o desequilibrio entre ambas fuerzas.

Las cosas así, el canto de las sirenas representa lo dionisíaco en estado puro: un llamado irresistible que disuelve al individuo en una experiencia total, fuera de los límites del yo. Es el caos del saber y de la sabiduría absoluta, el olvido de sí, la disolución de todo en el todo. El canto promete conocimiento no racional, sino orgiástico, intuitivo, inmediato. Morir por escuchar ese canto es perderse en lo absoluto.

Odiseo, empero, no se entrega por completo a sus deseos. No tapona sus oídos como sus hombres, pero tampoco se lanza al mar. Su acto de atarse al mástil es un gesto apolíneo: impone una forma, un límite, una estructura que le permite atravesar el caos sin dejarse disolver en él. Nietzsche lo habría admirado: el héroe que se enfrenta al abismo y sobrevive no porque lo evite, sino porque lo domina mediante la forma.

Odiseo convierte el abismo del deseo en un espectáculo controlado: puede observar, escuchar, incluso delirar, sin naufragar. "Solo como fenómeno estético están justificados el mundo y la existencia", escribió Nietzsche. La soga que lo sujeta al mástil es la metáfora de ese principio de individuación que permite a los hombres no perderse en la embriaguez de lo absoluto.

En este sentido, Odiseo es uno de los héroes trágicos nietzscheanos. No huye del peligro, pero sabe que necesita imponer un marco para no perecer. El saber que busca no es el del filósofo racional, sino el del que se arriesga al delirio, pero que regresa para contarlo.

El inconsciente, la pulsión y la represión. Para Freud, el ser humano está atravesado por fuerzas inconscientes que desbordan la voluntad consciente. Estas fuerzas —las pulsiones de vida y de muerte, Eros y Thanatos— buscan satisfacción, pero el yo debe reprimirlas para sobrevivir en sociedad. La tensión entre deseo y represión está en el núcleo de la vida psíquica.

Desde esa óptica, las sirenas representan las pulsiones más profundas e inconfesables: no solo deseo sexual (aunque Freud vería en el canto una forma de seducción erótica sublimada), sino sobre todo el deseo de conocer lo prohibido, de acceder a un saber total que la conciencia no puede sostener. Freud diría que el canto de las sirenas activa el ello (el id), la parte primitiva e instintiva de la psique individual. Odiseo, al desear oír ese canto, se comporta como quien se asoma al abismo de su inconsciente.

El acto de atarse al mástil es un acto típicamente neurótico: el sujeto desea, pero se impone una prohibición. No renuncia al deseo, como haría un asceta, un anacoreta o un monje budista, ni se entrega a él, como un impulsivo, sino que lo contiene en una estructura que le permite experimentarlo sin someterse a él. Reprime la acción, pero no la fantasía.

El mástil del barco se convierte así en símbolo del superego, esa instancia que impone la ley, la moral y el límite. Odiseo suplica que lo desaten —quiere actuar el deseo—, pero sus marineros (el yo obediente) se lo impiden. La escena es casi clínica: un sujeto dividido, que desea intensamente, pero que sobrevive gracias a la represión internalizada.

El ser humano –en el mundo actual— está dividido en y para sí mismo. A pesar de las enormes diferencias entre ambos autores, Nietzsche y Freud, ellos coinciden con un punto esencial en Homero; a saber, que el ser humano está atravesado por fuerzas opuestas. En uno mismo, es la lucha entre lo dionisíaco y lo apolíneo, a la sombra nietzscheana; y, para sí mismo, entre el ello y el superego, entre pulsión y ley. Los tres entienden que la grandeza —y también el sufrimiento— del ser humano nace de esa tensión.

Odiseo, al enfrentarse al canto de las sirenas, representa esa condición humana. No es un héroe parsimonioso e integrado, sino un sujeto escindido y, circunstancialmente, divergente e incoherente. Sobrevive no porque no sienta el deseo, sino porque reconoce su poder y decide contenerlo. Desea lo que no debe, se expone al peligro, pero se salva gracias a un acto de previsión racional: se ata.

Esa previsión —escuchar sin actuar— está enraizada en la postmodernidad. No hay aquí una moral rígida que condene el deseo, sino un manejo oportuno del mismo. Odiseo no renuncia al canto: busca experimentarlo, pero de forma controlada. En esto, se asemeja al científico moderno, al artista, incluso al neurótico: figuras que en sí mismas bordean lo prohibido sin cruzar la línea; o, como acontece con no pocos hombres que viven del ejercicio del poder, disimulando y ocultando para sí mismos cada transgresión.

En conclusión, el episodio del canto de las sirenas no es simplemente una aventura marina. Es una meditación profunda acerca del deseo, el conocimiento y los límites del yo. Homero, con su intuición poética, anticipa preguntas que Freud y Nietzsche, entre otros, articularán siglos después: ¿cómo manejar lo que nos seduce y nos destruye a la vez? ¿Cómo oír el canto sin naufragar?

Nietzsche ve en Odiseo una figura trágica que se acerca al abismo del saber dionisíaco, pero lo domina mediante la forma. Freud lo interpreta como un sujeto escindido, que desea intensamente, pero sobrevive gracias a la represión. En ambos casos, el héroe no es quien elimina el deseo, sino quien lo contiene y delimita sin negarlo.

Quizás esta sea la lección más profunda del canto de las sirenas: la verdadera sabiduría humana consiste, no solo en no caer en tentaciones y ser librados del mal, tal y como reza el Padre Nuestro a propósito del cual recién escribió entre nosotros José Báez Guerrero, sino también en apreciar y sentir sus insinuaciones y pretensiones, antes de seguir viviendo. De ser así, el tiempo llegará en el que, aun tentados por el usufructo privilegiado de tantos objetos materiales, los más seamos prevenidos y sepamos, a ciencia cierta, algo a lo que no se refieren ni Nietzsche ni Freud, pero sí Homero. Me refiero al meollo de la cuestión, ¿atados a qué mástil hemos de librarnos de la muerte segura? ¿A la seducción retórica de cualquier parlante, al atractivo de algún ídolo de oro, al imán de algún cetro o silla de alfiler, o a la esperanza de alguna cruz?

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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