El nuevo proyecto de Código Penal que se discute en la República Dominicana no solo revela un conjunto de disposiciones técnicas sujetas a debate legislativo, sino que expresa una concepción de sociedad profundamente marcada por el peso de visiones tradicionales, autoritarias, patriarcales y excluyentes, que distan mucho de los valores democráticos y de justicia que una sociedad plural debería abrazar en pleno siglo XXI.

Las disposiciones contenidas en esta propuesta evocan un orden social en el que se privilegia el poder por encima de los derechos, el control sobre las libertades, y la tradición sobre el progreso. Se trata de un Código que parece hecho a la hechura de la Edad Media, más atento a la protección de las estructuras dominantes que a la dignidad de las personas.

Durante estos últimos años, la atención pública sobre el Código Penal se ha concentrado casi exclusivamente en el debate sobre las tres causales para la interrupción del embarazo. Este tema, sin duda crucial, ha polarizado el escenario político y social y ha captado el centro del debate legislativo. Sin embargo, en el marco de esta controversia, un conjunto de disposiciones igualmente graves ha permanecido invisibilizado.

Es ahora, cuando el proyecto parece avanzar en su fase final, que comienzan a salir a la luz múltiples artículos que comprometen seriamente otros principios de igualdad ante la ley, los derechos de las mujeres, la protección a la niñez y la rendición de cuentas de los poderes públicos.

En su núcleo, esta propuesta presenta la persistencia de una visión patrimonialista del Estado, un modelo patriarcal que coloca a la mujer en condición de subordinación, y una relación entre las esferas civil, religiosa y militar que refleja una noción jerárquica y sacralizada del poder. El texto incorpora medidas que otorgan privilegios especiales a miembros del clero, pastores, militares y policías, reproduciendo la idea de que ciertos sectores deben recibir un trato diferenciado frente a la ley. Estas concesiones no responden a una lógica universalidad de la ley, de equidad ni de protección de derechos, sino a una estructura simbólica en la que la autoridad tradicional debe ser preservada como un valor en sí mismo.

En lo que respecta a las figuras religiosas, se advierte una concepción teológica que coloca a la Iglesia por encima de lo terrenal, enmarcada dentro de diversas doctrinas cristianas. En su esencia subyace la concepción agustiniana de que la Iglesia es una institución de origen divino, con autoridad y propósito trascendentes que superan las realidades temporales y materiales del mundo.

Bajo este enfoque, la Iglesia no se concibe únicamente como una comunidad de creyentes, sino como una entidad con un mandato y una autoridad que trascienden el ámbito terrenal y que poseen un significado eterno y espiritual que la hace impermeable ante la ley. Si bien esta perspectiva forma parte de la cosmovisión de muchos creyentes y del tejido cultural del país, es fundamental recordar que, en un Estado laico, la autoridad espiritual no puede situarse por encima del marco jurídico común ni convertirse en una barrera para la rendición de cuentas.

Las discusiones para la aprobación del Código Penal develan una discusión que a la sociedad dominicana se le hace difícil o cuesta arriba abordar de manera frontal, y es el tema de la separación entre Iglesia y Estado. Este debate no se limita a lo simbólico o doctrinal; sino que tiene implicaciones concretas sobre el carácter laico o secular del Estado dominicano y sobre la manera en que se formulan y aplican las leyes.

A lo largo de la historia republicana han coexistido, en mayor o menor tensión, pactos explícitos e implícitos entre el Estado y la Iglesia, con zonas de convergencia en el plano moral, educativo e institucional. No se trata de negar la tradición religiosa de la sociedad dominicana, sino de reafirmar que en un Estado democrático y plural, las normas deben responder a los principios de igualdad, justicia y derechos universales, más allá de cualquier creencia particular.

Del mismo modo, se propone que los delitos cometidos por miembros de la policía o las fuerzas armadas sean conocidos por tribunales militares, lo que perpetúa una visión corporativa y cerrada de la justicia. Esta propuesta no sólo contradice los estándares internacionales de derechos humanos, sino que genera un espacio de opacidad que puede debilitar la confianza ciudadana en la rendición de cuentas y en la imparcialidad de los procesos. Se parte de la idea de que el orden interno de estas instituciones debe mantenerse a través de mecanismos propios, ignorando que la justicia, para ser legítima, debe ser igual para todos.

En lo relativo a la dignidad de la mujer, el proyecto mantiene concepciones que han sido ampliamente superadas por la evolución del derecho internacional y por el consenso de las sociedades democráticas. La negación de la violación conyugal como delito, la reducción de penas cuando el agresor es la pareja de la víctima, o la exclusión de actos sexuales no consentidos por ausencia de penetración, reproducen una lógica donde el consentimiento se convierte en un concepto relativo, condicionado por el estado civil o la forma del acto, y no por la voluntad libre y plena de la persona, en este caso de la mujer.

Estas ideas tienen raíces culturales muy arraigadas, y se reflejan directamente en varias disposiciones del proyecto de Código Penal. Por ejemplo, se mantiene la visión de que la relación sexual dentro del matrimonio no puede ser violación, como si el consentimiento se otorgara de forma automática y permanente al casarse. Esta lógica implica una especie de propiedad simbólica del cuerpo de la mujer por parte del esposo.

Además, el Código limita la definición de violación a casos donde haya penetración, lo que excluye otras formas de agresión sexual igualmente graves. También reduce las penas si el agresor es la pareja de la víctima, como si el vínculo conyugal atenuara la gravedad del delito. Estas disposiciones parten de la expectativa social de que la mujer casada debe estar siempre disponible sexualmente, y terminan debilitando su derecho a decidir sobre su cuerpo.

En conjunto, estas propuestas reproducen una visión en la que la libertad sexual y la integridad física de la mujer siguen siendo puestas en segundo plano frente a los privilegios históricos del varón.

Otro de los puntos desconcertante del proyecto es la concepción de la violencia en el entorno familiar, especialmente en la crianza. Se plantea que los actos de castigo físico no son violencia si no son recurrentes, lo cual naturaliza formas de disciplina que, aunque tradicionalmente aceptadas, pueden generar daños psicológicos y físicos en los niños.

Esta visión parte de una noción arraigada de que los padres tienen el derecho y el deber de disciplinar a sus hijos como mejor les parezca, sin la interferencia del Estado. Se diferencia entre corrección y abuso, se minimiza el impacto del castigo físico leve, y se insiste en que lo importante es la intención de los padres y no el efecto de sus acciones ¿Cómo se puede medir una intención que hace daño? Todo esto contribuye a perpetuar un modelo de crianza autoritario, heredado y reproducido de generación en generación, donde el castigo es visto como una herramienta educativa legítima y donde los derechos de la niñez siguen siendo secundarios frente a la autoridad parental.

Un aspecto especialmente grave del proyecto es el que establece la prescripción de los delitos de corrupción pública a los veinte años. En un país donde la corrupción ha operado como una práctica estructural y donde las redes de complicidad pueden garantizar el silencio durante décadas, esta disposición no hace más que formalizar la impunidad.

Se apela a la estabilidad jurídica, a la pérdida de pruebas con el paso del tiempo, al derecho al olvido, pero lo que subyace es una cultura política que busca proteger a quienes han saqueado los recursos públicos. Se argumenta que después de tanto tiempo castigar pierde sentido, pero se ignora que la corrupción no sólo roba dinero, sino también futuro, oportunidades y derechos.

Incluso se plantea que los casos de corrupción deben prescribir para que el sistema judicial pueda concentrarse en los delitos más recientes. Pero esta lógica funcionalista es insostenible cuando se trata de delitos que afectan el corazón mismo del pacto social. Un Estado que olvida la corrupción es un Estado que renuncia a su propia legitimidad.

¿En qué se parece este Código Penal a ideas propias de la Edad Media? En efecto, durante la Edad Media el matrimonio confería al esposo un “derecho conyugal” sobre el cuerpo de su esposa, lo que hacía impensable la existencia de la figura de violación dentro del matrimonio.

Del mismo modo, los miembros del clero gozaban de un fuero especial que les permitía ser juzgados por tribunales eclesiásticos, muchas veces con penas simbólicas o mediante procesos internos que rara vez derivaban en sanciones proporcionales a los delitos cometidos.

Por su parte, los soldados y miembros de la nobleza armada eran juzgados por cortes militares o señoriales, bajo códigos propios que privilegiaban la lealtad institucional por encima de la imparcialidad de la justicia. Esta herencia se refleja hoy en la insistencia de que policías y militares sean juzgados por la justicia militar, en lugar de comparecer ante tribunales civiles ordinarios.

También era común en la Edad Media considerar el castigo físico como un método legítimo de crianza, bajo la autoridad incuestionable del padre, entendida como garante absoluto del orden familiar.

Finalmente, la impunidad estructural de la nobleza, que solía eludir la justicia si transcurría el tiempo suficiente o si conservaba su influencia, encuentra eco en la disposición actual que establece la prescripción de los delitos de corrupción pública a los veinte años.

Así, la propuesta de Código Penal parece inspirarse más en las estructuras de poder y privilegio de la Edad Media que en los principios de igualdad, derechos y justicia que deben guiar a un Estado democrático contemporáneo. En lugar de responder a los desafíos actuales de una sociedad plural, el proyecto reafirma una visión conservadora, jerárquica y excluyente, que protege al poder antes que a las personas, preserva estructuras históricas de control antes que garantizar derechos, y apela a concepciones morales tradicionales antes que al principio de igualdad ante la ley.

Lo que está en juego no es solo una ley, sino un proyecto de sociedad. Y lo que propone este Código se parece demasiado a la que, durante siglos, subordinó a la mujer, sacralizó al poder armado y religioso, y reservó la justicia como un privilegio de castas. No podemos retroceder a una concepción del derecho penal como instrumento de orden autoritario.

Necesitamos un Código que refleje los valores de una democracia plural, que respete los derechos humanos, que ponga en el centro a las personas, y que mire hacia adelante, no hacia atrás. Porque un Código Penal no es solo un conjunto de artículos. Es la expresión más precisa de cómo una sociedad entiende la justicia, la dignidad y la libertad.

Bernardo Matías

Antropólogo Social

Bernardo Matías es antropólogo social y cultural, Master en Gestión Pública y estudios especializados en filosofía. Durante 15 años ha estado vinculado al proceso de reformas del sector salud. Alta experiencia en el desarrollo e implementación de iniciativas dirigidas a reformar y descentralizar el Estado y los gobiernos locales. Comprometido en los movimientos sociales de los barrios. Profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, la Universidad Autónoma de Santo Domingo –UASD- y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales –FLACSO-. Educador popular, escritor, educador y conferencista nacional e internacional. Nació en el municipio de Castañuelas, provincia Monte Cristi.

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