El caso SENASA ha causado gran indignación, con justa razón: por sus proporciones y por el contexto, se trata de un escándalo excepcional en un país donde la corrupción es sistémica, y comparto plenamente el llamado a que los responsables paguen conforme a la ley. Pero justamente por eso me parece importante ir más allá del enfoque habitual, centrado casi siempre en la condena moral y en el tratamiento punitivo, para plantear otro diagnóstico: la corrupción no solo como un conjunto de delitos individuales, sino como un sistema.

Desde este enfoque la corrupción puede entenderse como un sistema social parasitario que vive de la política y de la economía, pero con lógica propia[1]. Como tal opera mediante promesas, favores, lealtades, silencios, amenazas veladas, etc. Pero su especificidad está en que la corrupción reprograma los sistemas político y económico para que lo decisivo ya no sea la calidad de la política ni la eficiencia económica, sino la pertenencia a la red que reparte beneficios. Además, el sistema jurídico queda relegado: las formas legales se conservan, pero pasan de encuadrar decisiones a encubrirlas. Sobre el papel sigue rigiendo la distinción legal/ilegal; en la práctica, la frontera que cuenta es “dentro o fuera de la red”.

Ahora bien, para que la corrupción pueda llegar a ser sistémica, como es el caso dominicano, necesita una serie de acoplamientos que favorezcan su supervivencia. Dos conceptos clave para entender cómo ocurre esta sistematización son neopatrimonialismo y clientelismo.

El neopatrimonialismo describe Estados que conservan la arquitectura institucional moderna, pero la subordinan en los hechos a una lógica patrimonial basada en favoritismos personales y redes de confianza. Las instituciones no desaparecen; funcionan en doble registro. Hacia afuera hablan el lenguaje de la meritocracia, la transparencia y el servicio público. Hacia adentro operan como dispositivos de reparto de cargos, contratos, concesiones y exenciones entre aliados políticos y económicos. Un ministerio, una superintendencia o un departamento de compras son al mismo tiempo órganos públicos y nodos de una red patrimonial.

El clientelismo describe una relación asimétrica entre un patrón que controla recursos y un cliente cuyo acceso a empleo, contratos, ayudas o servicios depende de esa mediación personal. Esa relación puede operar incluso dentro del margen formal de la ley: un funcionario con facultades discrecionales puede nombrar o contratar sin violar abiertamente ninguna norma, siempre que respete ciertos procedimientos mínimos. En un sistema de precariedad extendida, el intercambio desigual garantiza una forma frágil pero persistente de estabilidad política: quienes tienen poco que perder aceptan la tutela del patrón a cambio de una mínima seguridad, y el régimen gana bases leales que amortiguan la protesta y la demanda de cambios estructurales.

El problema comienza cuando el criterio predominante ya no es la idoneidad ni la necesidad social, sino la lealtad. El resultado es simple y devastador: la ciudadanía deja de percibirse como sujeto de derechos y se vive como cartera de clientes.

El caso dominicano encuentra antecedentes claros de regímenes autoritarios que hicieron del neopatrimonialismo y del clientelismo políticas de Estado: Trujillo y Balaguer. En ese contexto, la relación entre ciudadanía y Estado ya no se articula principalmente a través de derechos universales, sino mediante intermediarios: dirigentes locales, operadores, asesores, personas que “abren puertas” siempre que la demanda no choque con los intereses de la red.

La corrupción como sistema encuentra aquí su medio ideal: las instituciones proporcionan recursos, legalidad aparente y prestigio; la red decide qué se hace realmente con todo eso. Lo que desde fuera se percibe como ineficiencia, amiguismo o falta de controles es, desde dentro, una racionalidad consistente: preservar el poder de la red y garantizar la reproducción de sus rentas.

Nada de esto flota en el aire. La corrupción sistémica se acopla a una estructura económica y social muy concreta. En las últimas décadas, la economía dominicana ha mostrado un crecimiento sostenido y un aumento significativo de la productividad laboral. Entre 2000 y 2023, la productividad prácticamente se triplicó, mientras el salario real promedio se redujo alrededor de un 8.3 %[2]. Es decir, el país produce mucho más por cada hora trabajada, pero esa riqueza adicional no se distribuye de manera proporcional entre quienes la generan. Al mismo tiempo, el mercado laboral sigue marcado por una alta informalidad, con el Estado funcionando como uno de los principales empleadores directos e indirectos.

El Estado social, por su parte, está construido como un mosaico de políticas asistencialistas más que como un sistema robusto de derechos. Ese mosaico no es neutro: expresa una hegemonía de las élites políticas y económicas que prefieren repartir lo mínimo indispensable para evitar el estallido social antes que enfrentar las causas de la precariedad y la desigualdad. Las políticas sociales funcionan así como dispositivos biopolíticos que gestionan la precariedad sin desarmarla, segmentan el acceso a salud, educación y protección social y, en la práctica, subsidian modelos de negocio privados más que garantizar derechos universales[3].

El mercado organiza esos servicios en circuitos diferenciados por capacidad de pago: alta calidad para quienes pueden costearla, baja calidad o inexistencia para quienes no. El Estado, pensado como complemento, termina desbordado intentando responder a una demanda que sus propias reglas de juego empujan hacia la precariedad.

En este entorno, el acceso a un empleo público, a un programa social, a una licitación o incluso a una simple solución administrativa se convierte en un recurso escaso. Cuando las instituciones no garantizan ese acceso mediante reglas impersonales, el atajo clientelar deja de ser una excepción y se convierte en regla de supervivencia. La corrupción como sistema no solo roba dinero: administra desigualdades y organiza quién puede, efectivamente, ejercer sus derechos.

Sobre esta base material, la captura del Estado deja de ser un episodio puntual para convertirse en un modo de organización del régimen. No hablamos solo de empresarios que “presionan” por una exención ni de políticos que “influyen” en un expediente. Hablamos de coaliciones estables entre élites partidarias y grupos económicos que buscan asegurar posiciones estratégicas en la burocracia, los organismos reguladores, las instancias de control y el sistema judicial, de manera que casi toda decisión importante pase por el filtro de la red.

En este escenario, hablar de “lucha contra la corrupción” se queda corto: no se trata de limpiar una manzana podrida, sino de revisar el árbol completo. El problema de fondo es democrático. Allí donde grandes sectores de la población carecen de capacidades reales para influir en decisiones colectivas, acceder a servicios básicos de calidad o vivir una vida mínimamente digna, la igualdad ante la ley se convierte en fórmula vacía y la libertad en una promesa abstracta. La corrupción sistémica se alimenta precisamente de esa ruptura. Cuando el acceso a bienes públicos depende de la lealtad a la red y no del ejercicio de derechos, se privatiza la ciudadanía. La corrupción no solo desvía recursos: redefine quién cuenta como parte del “nosotros” político y en qué condiciones. La ciudadanía se degrada a clientela que vota para mantener el acceso al favor, no para disputar proyectos de sociedad. Lo más preocupante es que esta corrupción sistémica no es estable: al erosionar sin descanso la legitimidad democrática, abre espacio a populismos autoritarios que, con discurso antisistema, exacerban el neopatrimonialismo y profundizan la captura del Estado en nombre de una falsa regeneración.

En este sentido, una política anticorrupción coherente tendría que orientarse a dos frentes simultáneos: reducir las desigualdades producidas por otros sistemas funcionales —especialmente el económico— y limitar la deriva oligárquica del propio sistema político. Mientras esas dos tareas se posterguen, la corrupción seguirá apareciendo como vía informal de integración desigual: una manera de “incluir” a quienes el modelo expulsa, pero solo en calidad de subordinados.

Aquí se cruza el debate sobre corrupción con la discusión sobre biopolítica y gubernamentalidad. Las sociedades modernas gobiernan gestionando la vida de las poblaciones: salud, reproducción, seguridad, hábitos, riesgos. En un orden atravesado por la corrupción sistémica, esa biopolítica se patrimonializa: la probabilidad de recibir atención sanitaria, una buena escuela, protección frente al crimen o apoyo ante una catástrofe natural depende de la posición que se ocupe en la red clientelar. En la práctica, no todas las vidas valen lo mismo.

Una biopolítica democrática, por el contrario apunta al cuidado mutuo, la ampliación de capacidades y prácticas colectivas de veridicción: procesos a través de los cuales una comunidad puede decir la verdad sobre sí misma, identificar abusos de poder y corregirlos. Traducido al terreno que nos ocupa, eso implica instituciones públicas que no solo repartan recursos con más equidad, sino que distribuyan poder, abran sus procesos a la crítica y hagan permeables sus decisiones al escrutinio ciudadano.

Sin una base sólida de derechos sociales universales, no hay forma de desmontar los incentivos estructurales de la corrupción sistémica. Un sistema de salud, educación y protección social segmentado convierte la supervivencia en botín de redes; un sistema universal, financiado de forma progresiva, reduce la discrecionalidad y la convierte en regla, no en favor. De ahí la apuesta por una biopolítica democrática articulada en torno a instituciones de protección social fuertes: renta básica o garantías de ingreso, un sistema de cuidados, salud y educación públicas de calidad, y una reforma fiscal que sostenga esos derechos como ciudadanía y no como dádiva[4]. Esa agenda no suele presentarse como “política anticorrupción”, pero es exactamente eso en un nivel estructural: al reducir la discrecionalidad en la asignación de beneficios y desacoplar la seguridad básica de la lealtad clientelar, encoge el espacio donde puede operar la corrupción sistémica.

Pero la dimensión social no basta. La concentración mediática, la dependencia económica frente al Estado y la cultura política alérgica a la crítica comprimen la deliberación y desplazan la voz ciudadana a los márgenes. Si el “nosotros” político no tiene dónde pensarse a sí mismo, los acuerdos básicos sobre justicia, distribución y reformas quedan capturados por quienes controlan la agenda. Fortalecer los derechos ciudadanos implica también ensanchar la esfera pública y crear instituciones deliberativas donde la gente pueda disputar, con argumentos y datos, el rumbo de las políticas y el uso de los recursos públicos[5]. Más allá del momento electoral, las democracias necesitan dispositivos permanentes de vigilancia, denuncia, evaluación y juicio del poder; lo que Rosanvallon ha denominado contrademocracia para referirse a una dimensión de control ciudadano a los mecanismos formales del poder político.

La corrupción como sistema no es un destino inevitable ni una maldición cultural. Es una forma contingente de organización del poder en contextos de alta desigualdad, Estado social débil y ciudadanía fragmentada. Precisamente por eso puede ser desmontada. Pero para hacerlo, hay que dejar de imaginarla como una suma de “casos” aislados y empezar a verla como lo que es: un régimen que parasita la política y la economía, y que solo puede ser enfrentado con más democracia real, no con su simulacro.

[1] Este planteamiento no es el enfoque tradicional de autores como Luhmann para quienes la corrupción es un desvío ocasional del código propio del sistema legal o del sistema político. Pero allí donde estas desviaciones se vuelven reiteradas, previsibles y estructurantes, como en la República Dominicana y muchos otros países de nuestra región, la corrupción se ha desarrollado en un sistema en sí mismo, con su código propio.

[2] Bosch, M. et al. (2024). Radiografía del trabajo y los salarios en República Dominicana 2024: Análisis y perspectivas para el debate sobre desarrollo, bienestar y justicia social. Fundación Juan Bosch, Universidad Autónoma de Santo Domingo: juanbosch.org/wp-content/uploads/2024/10/Radiografia-de-trabajo-y-salarios-2024.pdf

[3] Balbuena, A., Muñiz, A. y Ulloa, J. (2021). Políticas sociales para la vida. Resiliencia, bienestar y biopolítica democrática. Instituto de Investigación Social para el Desarrollo, Fundación Solidaridad, Fundación Friedrich Ebert, Centro Integral para el Desarrollo Local: https://resilienciaygenero.do/wp-content/uploads/2022/03/Politicas-Sociales-Para-la-Vida.pdf

[4] Ibid.

[5] Muñiz, A. (2025). Gobernanza o política: el déficit deliberativo en la República Dominicana. En Acento.com.do:  https://acento.com.do/opinion/gobernanza-o-politica-el-deficit-deliberativo-en-la-republica-dominicana-9541421.html

Anselmo Muñiz

Director de Estudios y Análisis Estratégicos

Anselmo Muñiz es investigador social y abogado. Ha escrito sobre cultura política, calidad democrática y políticas sociales en RD. Es fundador del Instituto de Investigación Social para el Desarrollo (ISD). Actualmente es Director de Estudios y Análisis Estratégicos del MIREX.

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