La experiencia legislativa reciente y la pobreza de los debates en torno a piezas fundamentales —como el Código Penal, la Ley de Aguas o la reforma fiscal frustrada— evidencian una profunda debilidad en nuestra democracia. No se trata únicamente de deficiencias técnicas en la elaboración de leyes, sino de la ausencia de una verdadera esfera pública donde las decisiones políticas se discutan con rigor, transparencia y sentido de responsabilidad colectiva. En vez de un espacio de deliberación, hemos tenido escenarios marcados por la desinformación, los cálculos coyunturales y la subordinación de lo común a intereses particulares o electorales. Pero también por la estridencia, la soberbia moral y el enroque de cada bando en su propia cámara de eco sin la posibilidad de avanzar en la profundización de la democracia.

Este vacío no es casual. La democracia dominicana se ha habituado a un ejercicio institucional centrado en la aritmética electoral, mientras la esfera pública permanece frágil y fragmentada. La circulación de desinformación y el ruido digital sustituyen a la conversación razonada, y las redes sociales —lejos de ser un ágora democrática— reproducen desigualdades, manipulan emociones y erosionan la confianza. La inteligencia artificial, por su parte, acelera esta dinámica al multiplicar la capacidad de generar contenidos persuasivos pero vacíos; surgiendo así, la urgencia de pensarla como bien público.

La precariedad deliberativa en la República Dominicana no se limita a la estrechez de la esfera pública ni al predominio del ruido digital. También se manifiesta en la hegemonía de la identidad política concebida como un esencialismo opresivo y violento. En lugar de estimular el pluralismo y la deliberación, se impone una visión única de lo nacional que convierte el disenso en herejía y el ejercicio de derechos en amenaza al orden social. Así lo evidencian las persecuciones desatadas por el llamado “himno nacional lésbico”, la supuesta realización de “ritos religiosos satánicos” o las reiteradas prohibiciones del gagá porque “no es dominicano”.

La deliberación democrática es el espacio donde la sociedad se piensa a sí misma, define prioridades comunes y legitima las decisiones colectivas. Sin ella, la política se convierte en una serie de imposiciones desde arriba o en un juego de percepciones manipuladas. Lo que está en juego no es solo la calidad del debate, sino la fragmentación del ‘nosotros’ político que da sustento a la legitimidad democrática.

La deliberación democrática desde un enfoque sistémico y complejo

La deliberación democrática es una función esencial del sistema político: organiza cómo se generan, circulan y transforman razones públicas en decisiones colectivas. Ocurre en múltiples espacios —parlamentos, tribunales, medios, redes, eventos públicos, comunidades locales— atravesados por asimetrías de poder, emociones, intereses y límites cognitivos. Su valor radica en traducir demandas dispersas en justificaciones públicas, reduciendo la incertidumbre y aportando legitimidad a las decisiones que nos gobiernan. Desde una mirada sistémica, actúa como un mecanismo de acoplamiento entre ciudadanía, instituciones y flujos de información, alimentando el ciclo de decisión sin abolir el conflicto político, sino canalizándolo de forma estructurada y dándole un sentido agónico en lugar de antagónico[1]. Así, deliberar en sociedades complejas significa transformar la diversidad de perspectivas, las diferencias ideológicas, en acuerdos, mediante múltiples procesos públicos con mayor transparencia y legitimidad compartida.

A grandes rasgos, la deliberación comienza con la explicitación de las diferencias ideológicas y del conflicto político, sigue con el debate enmarcado tanto por el marco normativo como por la evidencia empírica, y es mediada por los medios de comunicación —incluidas las redes sociales—, los actos públicos y los intercambios personales. Este proceso conduce a la construcción de razones públicas y, finalmente, a la toma de decisiones del sistema político, con retroalimentaciones en cada ciclo[2].

Ese proceso es también un espacio de libertad[3]. En el cruce entre instituciones, ciudadanía y medios se abre la posibilidad de introducir razones que efectivamente inciden en decisiones; esa capacidad, aunque condicionada por desigualdades y tensiones, es lo que experimentamos como soberanía popular: no una abstracción metafísica, sino una propiedad emergente de la organización deliberativa que crea márgenes reales de acción. La deliberación no solo legitima: es el lugar donde la política se vive como libertad compartida. Es además una función autorreflexiva del sistema político, es por ello, realmente que es un espacio de libertad, porque permite modificar la autoorganización del sistema político a partir de la autorreflexión discursiva.

¿Qué ha pasado con la deliberación democrática en las últimas décadas?

Comprender la deriva contemporánea exige introducir la periodización del lenguaje que reordenó la agenda pública. En los años setenta se instala la preocupación por la (in)gobernabilidad, vinculada a la “sobrecarga” de las democracias. Entre 1989 y 1992, el término gobernanza entra al corazón de la cooperación internacional (crisis de gobernanza; Governance and Development), y desde 1996–2001 se estandariza con indicadores y marcos de “buena gobernanza” y “mejor regulación”. Ese giro, reforzado por la New Public Management y el pragmatismo de la “Tercera Vía”, desplazó el foco del para qué hacia el cómo: la política comenzó a valorarse sobre todo por resultados medibles, indicadores y auditorías. En otras palabras, medios presentados como fines.

Este desplazamiento se acopló con el giro biopolítico descrito por Foucault: una gubernamentalidad que administra poblaciones y moldea subjetividades (omnes et singulatim), hoy acelerada por la economía política del dato. No se trata solo de fake news: las plataformas y la IA reconfiguran quién controla la atención, la visibilidad y la verificación, y con ello las condiciones materiales de la deliberación. En muchos entornos, el “bien común” se predefine como un vector estable de métricas (PIB, pobreza, esperanza de vida, popularidad, engagement), y el individuo es interpelado como empresario de sí bajo la industria de la auto-optimización. El riesgo es un gobierno automatizado: decisiones delegadas a algoritmos opacos diseñados con fines económicos o ideológicos que se presentan como “objetivos” u “óptimos”. La IA —valiosísima para servicios públicos, investigación y gestión— no delibera: modela regularidades en datos; no habita el mundo de la vida. Si sustituye el juicio político, empobrece la democracia.

Si aceptamos que la gobernanza es el cómo y la política define el para qué, el auge de la gobernanza aportó herramientas (capacidad estatal, coordinación, transparencia), pero también empobreció el debate sobre los fines cuando confundimos medio con bien público. Revertir esa deriva exige tres movimientos: (a) volver a formular fines explícitos y controversiales —los desacuerdos sustantivos que orientan la acción—; (b) usar la medición como medio, no como sustituto del juicio democrático; y (c) anclar la eficacia en criterios normativos debatidos públicamente: derechos, igualdad, justicia social, sostenibilidad. La IA y los indicadores son instrumentos al servicio de esos fines, no su reemplazo.

Deliberación y la estrecha esfera pública dominicana

El marco general que he descrito en la anterior sección se agrava donde la esfera pública es estrecha. En la República Dominicana, la concentración mediática, la dependencia del sector privado respecto del gasto público y una cultura política alérgica a la crítica comprimen la deliberación y favorecen la lógica de la gestión sin fines. Superar ese límite implica, precisamente, ensanchar la esfera pública, transparentar intereses y algoritmos, y reponer la plaza de los fines: qué tipo de desarrollo, de igualdad, de libertad y de sostenibilidad queremos.

La precariedad democrática en la República Dominicana no debe llevar a la resignación, sino a la búsqueda activa de mecanismos que amplíen la esfera pública y profundicen la deliberación. El fortalecimiento de la democracia no se logra únicamente desde las instituciones formales, sino desde prácticas ciudadanas que abran espacios de diálogo, cuestionamiento y construcción de consensos. En este sentido, el rol de los medios de comunicación y de las plataformas digitales resulta crucial: pueden convertirse en instrumentos de manipulación y desinformación, pero también en canales de articulación crítica, de pedagogía cívica y de organización social.

La acción ciudadana puede desplegarse en múltiples frentes: la creación de observatorios ciudadanos y comunitarios que vigilen la implementación de políticas públicas; la generación de foros independientes de discusión que trasciendan los límites partidistas; el impulso de iniciativas de alfabetización digital y mediática que permitan a las personas distinguir la información confiable de la propaganda; y la promoción de redes sociales que funcionen como ágoras de deliberación, no solo como espacios de eco o confrontación. Tales prácticas no requieren la venia del Estado, aunque pueden encontrar en él un aliado.

El reto consiste en que la sociedad se organice para deliberar sobre el tipo de democracia que desea y sobre el “nosotros” que quiere construir. El gobierno podrá acompañar, pero la vitalidad de la esfera pública depende, en última instancia, de que la ciudadanía y los medios asuman su responsabilidad como agentes políticos. Solo así será posible que la deliberación se transforme en un verdadero mecanismo de control, innovación y legitimidad democrática. En un próximo artículo continuaré esta reflexión en torno a la reforma del Estado y al ‘derecho a la inteligencia pública’, propuesta del Center for Public Intelligence, que apunta a crear un bien común de IA como anclaje para una política deliberativa más eficaz y una administración más eficiente y responsiva a los ciudadanos.

[1] Como señalan Mouffe y Laclau, la democracia transforma los antagonismos sociales inevitables —derivados de desigualdades y diferencias ideológicas— en conflictos agónicos. En este artículo se subraya que es la dimensión deliberativa la que posibilita esa transformación.

[2] A diferencia de la teoría de sistemas tradicional, aquí se plantea que la deliberación es una función emergente del sistema político: aunque los debates ocurren en otros subsistemas sociales, la deliberación propiamente política sucede cuando el sistema procesa esos flujos de información mediante marcos normativos y empíricos.

[3] Si bien el enfoque sistémico suele ser criticado por su funcionalismo, el planteamiento aquí no es funcionalista, al resaltar que la libertad surge gracias a la capacidad de autoobservación y al carácter cognitivo y lingüístico de los sistemas sociales, que les permite modificar sus propias estructuras en base al conocimiento y las razones públicas. En este sentido, la deliberación se convierte en la condición material de la libertad democrática, frente a la mera ejecución automática de métricas o algoritmos.

Anselmo Muñiz

Director de Estudios y Análisis Estratégicos

Director de Estudios y Análisis Estratégicos, Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Dominicana.

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