En el verano de 2023, millones de peces murieron en las orillas y aguas de mares, ríos, lagos y presas alrededor del mundo, incluyendo lugares como Alemania, Argentina, Ecuador, España, Texas, Polonia, Paraguay y República Dominicana. Este año se registró como el más cálido desde 1880, según los registros mundiales de temperaturas.

Fuimos testigos de esta devastadora situación al visitar la presa de Hatillo en la zona norte de la República Dominicana. Miles de animales envenenados y asfixiados buscaban vida en la orilla agreste de la presa dominicana. La basura industrial y doméstica dañan el ambiente, generando una crisis ambiental para el futuro de la humanidad. Los expertos no logran ponerse de acuerdo sobre las causas, planteadas según los intereses de cada industria o empresa.

Conscientes de que no somos ambientalista y de que como artistas no tenemos respuestas, pero sí de que tenemos la capacidad de reflexionar, compartir, visibilizar, concientizar y preguntar, nos preguntamos: ¿Qué provoca estas muertes? ¿Cómo podemos cambiar o mejorar la situación? ¿Cuál es la relación entre esta crisis ambiental y el arte? ¿Dónde están los artistas cuando se mueren los peces? ¿Seguiremos haciendo artes en salas blancas mientras el país se pudre en Tecnopor?

La visita a la presa no era una visita cualquiera. Era el cumpleaños de mi hermano y en las fiestas de Pichardo se vacila bien goza, pero ese mayo, el calor era denso y hay veces que sudado no se goza. Entonces, salí a dar una vuelta a ver si las aguas de la presa me aliviaban, aunque sea la vista.

Lo que encontré fue algo dantesco:

El agua olía a encierro y a luto colectivo.

Peces muertos por doquier.

Cientos.

Miles.

Millones, quizás.

Flotaban panza arriba, como si se hubieran rendido. A lo lejos, una botella plástica de Planeta Azul daba vueltas lentas sobre su propio eje. Parecía haberse tragado un pez podrido. Y en la orilla, entre los plásticos, vi restos de muñecas, chanclas rotas, galones de aceite, guacales astillados. Era una instalación de la tragedia ambiental. Y siempre que pienso en instalaciones artísticas pienso en el artista Tony Capellán. La presa entera se me reveló como una de sus piezas.

Como Mar Caribe, pero sin museo.

Como Flotando, pero sin galería ni curador.

Como si el país entero hubiera montado una exposición sobre ruina, negligencia y olvido.

Lo vi caminar por la orilla, recogiendo restos de una patria en descomposición. Capellán instalando mientras los peces se preñaban de microplásticos y danzaban al ritmo del viento de Cotuí. Peces muertos, arte vivo: la estética del derrumbe dominicano. Y me vi detrás de él, con el Samsung sin batería, con gorra, lentes de sol, sin agua para beber y sin fotos, detrás del artista como un aprendiz torpe de chamán del desastre.

El Arte Povera surgió en una Europa también rota, aplastada. En Italia, artistas como Mario Merz y Jannis Kounellis desafiaron el mercado del arte usando materiales pobres, vulgares, recogidos. Reivindicaron lo precario como gesto político, estético y existencial. Arte hecho con lo que había. Con lo que quedaba. El término se utilizó por primera vez en 1967. Cuando el crítico y curador de arte, Germano Celant, tomó el término del teatro pobre de Jerzy Grotowski para nombrar a la primera exposición de los artistas italianos que venían produciendo sus obras, influenciados, quizás, por artistas como Marcel Duchamp, que utilizaron objetos comunes y descartados que recogían de la vida diaria como herramientas para romper con lo establecido. Ese mismo año, Celant publica en la revista Flash Art el artículo Arte Povera: apuntes para una guerrilla, que funciona como manifiesto del movimiento. Anna María Guasch en su libro El arte del siglo XX en sus exposiciones, plantea que es un arte que se gestó en Europa y que, por su defensa de los valores marginales y pobres, así como de lo sensorial, lo lírico, lo subjetivo, lo poético y lo paradoxal fue calificado de “povera”.

En este mismo texto se sugiere que el artista povera es un nuevo artista implicado políticamente y, a la vez, a un tipo de arte basado en el empleo de materiales ordinarios, naturales y con una variedad de disciplinas estéticas que incluían escultura, la instalación, performance y el ensamblaje.

En Hatillo, sin embargo, no hay voluntad artística. No hay discurso curatorial. Solo hay evidencia. Minas de oro y ferroníquel que sangran químicos. Comunidades sin agua potable, sin recogida de basura ni asfalto, con pobreza. Bolsas plásticas que sobreviven más que los peces y que nosotros. Un Estado que no cuida, que no regula, que no supervisa, que no limpia, que abre la mano, que coge a escondida y que no mira. Y, sin embargo, uno mira y ve. Y al ver, comprende que ese paisaje es el espejo de nosotros mismos.

El agua estaba verde.

Densa.

Los pescadores bajaban de la embarcación resignados. Decían que ya no hay lo que había. Que los peces no picaban. Que algo en el fondo se había podrido. Uno de ellos me contó que ese verano eran noticia, pero que después de la fiebre y las comisiones todo se olvidaba como otros tantos olvidos. Que nadie investiga de verdad. Que los noticieros grabaron, los funcionarios posaron y se fueron a buscar los likes en redes. Que todo seguirá igual.

O peor.

Quiérase o no, la política influye mucho en la producción artística. Los años 60 fueron años de insatisfacción y ruptura. Esas insatisfacciones llevaron a muchos artistas a cuestionar las normas, lo establecido, a buscar formas nuevas y diferentes de crear y mostrar su compromiso social y político. Así como también a romper con el pasado, con el presente. A rechazar las condiciones mercantiles que marcaban la época.

Mientras Clement Greenberg insistía en que la pintura debía eliminar el ilusionismo y todo contenido narrativo o simbólico, otros artistas en Europa y América Latina iban en dirección contraria. Reivindicaban lo sensorial, lo pobre, lo cargado de historia. El Arte Povera no huía del mundo, lo absorbía. Eran arte con memoria, con protesta, con olor a mar, a basura y a muerte.

Como parte de esas rupturas, surgen también las instalaciones como técnicas artísticas que transforman el espacio y la experiencia del espectador. Obras que no solo ocupan un lugar, sino que nos interpelan desde lo sensorial, lo simbólico y lo político. Podemos decir que las instalaciones son obras creadas para transformar un espacio específico y ofrecer experiencias inmersivas al espectador de manera activa, con materiales de diversas gamas, incluyendo tecnología avanzada, efímeras y de tiempo limitado.

Hay que señalar cuatro hechos fundamentales en la historia reciente de la República Dominicana: el ajusticiamiento de Trujillo en 1961, el derrocamiento de Juan Bosch en 1963, la guerra civil y la posterior intervención militar de Estados Unidos en 1965. Ese clima convulso y represivo empujó a los artistas a recurrir al simbolismo como forma de esquivar la censura y el control político, interrumpiendo —o al menos desviando— el flujo de influencias artísticas que ya fermentaban en otras partes del mundo.

Muchas de las rupturas estéticas de los años 60 llegaron al país con retraso, como ecos que cruzaron el mar tarde y cansados. Fue apenas en los años 80 cuando comenzaron a surgir propuestas que rompían con lo establecido: nuevos materiales, formatos, soportes y lenguajes artísticos que dialogaban con lo precario, lo natural, lo político. Es en ese contexto donde emergen figuras como Tony Capellán, con obras complejas y profundamente conectadas con la realidad dominicana. Sus instalaciones Flotando y Mar Caribe parecen organizadas con precisión casi litúrgica, como si cada objeto buscara reconstruir los fragmentos de una historia rota. Arqueologías del abandono. Povera con ron y sargazo.

Pienso en Tony.

Pero no en el hermano de la vida y de las fiestas de mayo, sino el de las instalaciones. En cómo recogería estos restos. En cómo los lavaría, los organizaría, los transformaría en mensaje. Pero aquí no hay mensaje.

Hay muerte.

Silencio.

Un silencio que se parece demasiado al que queda en las ciudades tras los derrumbes. Esa tristeza colectiva que no se nombra pero que se arrastra. Ese duelo urbano que también flota. La escena dantesca de peces asfixiados en la orilla, de luces apagadas de golpe, de voces ahogadas, encuentra un eco brutal en la presa. Allí también hay cuerpos.

También hay ausencia.

Muerte.

Pero no son solo peces.

Es la vida humana.

Es el planeta que colapsa y lo hace con el mismo espanto silencioso de una discoteca que se desploma una madrugada cualquiera.

No hay que decirlo.

Se siente.

Lo sentimos con dolor.

Se mezcla en el aire con el olor del agua, del plástico caliente, del mosquito estancado.

Fue en 1990, con Mitología y Ritos, que Tony Capellán mostró por primera vez una exposición de instalaciones. La primera presentada por un artista dominicano en el Museo de Arte Moderno. Catorce instalaciones donde abordaba las mitologías ancestrales. Luego, en 1996, expuso Mar Caribe. Una obra de diversos materiales y de dimensiones variables; compuesta por una alfombra de unas 500 chanclas de tonalidades que van desde el verde claro al azul oscuro, alambre de púas que nos remite a las dolorosas y trágicas huellas de la esclavitud y la pobreza que transitan por el mar como memoria del dolor. Alambres que segregan, separan y desgarran. Además, asientos de inodoros rotos, cestas, juguetes y desechos de industria médica, organizados por colores en el suelo para enfatizar la contaminación en los lugares bordeados por el río y que desembocan en el mar. Según la sala, Capellán adecuaba sus piezas, que en un momento podían ser de forma rectangular y en otras circulares.

En la exposición Flotando, expuesta en el Centro Cultural de España en 2013, Capellán utiliza frutas de plástico, restos de tubos, pedazos de plásticos, cuerdas, carros de juguetes, torsos de muñecas para crear sus instalaciones y como pruebas vivenciales de unos seres empobrecidos a través de siglos, que ven sus vidas marginadas arrastradas por las crecidas del río hacia un mar colocado en el mismo trayecto del sol. Vale citar al artista para comprender su sensibilidad: Lo duro de la obra es la condición de campesinos sin tierra que emigran a la ciudad, que todo ha sido tomado por la propiedad privada, que lo han centrado con estos alambres… La ciudad está atravesada por el río Ozama, ese río está habitado en sus orillas por muchas personas marginadas y cuando sube el agua o llueve este se mete en la casa de ellos y se lleva todo lo que ellos tienen. Yo lo recojo después en la playa.

Tony Capellán reclama un Hatillo nuevo donde recoger lo pobre, nos deja un lenguaje. Nos dijo: miren, junten lo que otros botan.

Hagan memoria con lo mínimo.

No esperen permiso.

No esperen aplauso.

Usen lo roto.

Lo que duele.

Lo que queda.

A pesar de que algunas de las características del Arte Povera son aplicables a otros artistas dominicanos como Silvano Lora, Jorge Severino y/o Soucy de Pellerano, es, a nuestro entender, Tony Capellán el mejor representante dominicano de los artistas poveras.

Hatillo habla.

Ya denuncia, tal Capellán, tal Povera.

Y lo que dice es claro: por nosotros muere el pez. Por ustedes, por mí.

El yo.

Y no solo el pez. También el arte, la esperanza, la ciudad y el ser que fuimos.

Tal vez lo que falta no es una obra nueva. Tal vez lo que falta es un duelo colectivo.

Una forma de mirar.

De recordar.

De no volver a tirar lo mismo al agua. Porque todo flota.

La basura.

Los cuerpos.

Los silencios.

Y tarde o temprano, todo regresa a la orilla.

Como la patria flotando boca arriba.

Vladimir Tatis Pérez

Vladimir Tatis Pérez, nacido en Santo Domingo, Distrito Nacional en el año 1968, es escritor de novelas y cuentos, además de dramaturgo y ensayista. Estudió publicidad en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) e hizo en Madrid, España, un curso de administración de empresas culturales. Autor de la novela "Mátalo", y de los libros de cuentos "La herida de Eva" y "De castigo en la azotea".

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