Una cola de gente nos siguió hasta la casa, una marea de rostros apagados que se arrastraban lentamente, como si el peso de la muerte hubiera caído sobre cada uno de ellos. La lluvia, que había comenzado a caer de manera intermitente desde que salimos del cementerio, había cesado por un momento, pero el aire estaba pesado, cargado de humedad, como si la tierra misma llorara junto a nosotros. Cuando llegamos, las voces de las mujeres llenaban la casa. Mi tía Martha, con su rostro redondo y serio, se encontraba con mi madre en la habitación, susurrando palabras que no entendí. Algunas mujeres ancianas, de cuerpos encorvados por el tiempo, se habían agachado frente a un altar improvisado en una esquina del salón.
El altar estaba hecho de lo que encontraron: una mesa de madera cubierta con un pañuelo blanco, algunas flores secas que mi madre había guardado durante años, y un par de velones que arrojaban luces temblorosas, como si el mismo fuego temiera alumbrar demasiado. Todas recitaban oraciones en voz baja, el murmullo del Padre Nuestro y el Ave María llenaban el aire, como si su repetición pudiera traer de vuelta lo que ya se había ido. Rezaban por el alma de mi padre, pero también por algo más, algo que no comprendía. Quizás por nosotros, los que quedábamos, o tal vez, como si con cada palabra pudieran evitar que la tristeza se adueñara completamente de sus corazones.
Mis hermanos, ambos, se sentaban en la entrada de la casona, uno con la mirada fija en el suelo, el otro mirando las gotas que resbalaban por la ventana. Las personas los miraban con una mezcla de respeto y pena. Algunos, los más ancianos, se acercaban lentamente, y con dedos arrugados, tocaban sus hombros. No hablaban, pero el gesto de sus manos era un saludo, como si intentaran transmitir algo que las palabras no podían. Yo observaba desde la mecedora trenzada que había sido de mi difunto padre. Esa silla, que había crecido junto a él, ahora se sentía vacía, pero no lo estaba. Estaba llena de los recuerdos de sus silencios, de sus movimientos lentos y de su presencia que, a pesar de todo, nunca se desvanecía del todo. El asiento era rígido, como todo lo que había sido suyo, como todo lo que ya no volvería a ser igual.
Algunas personas trataban de acercarse, pero con una sola mirada les indicaba que no era necesario. Ellos comprendían el mensaje y se desviaban como tortugas mitológicas, sin hacer ruido, dirigiéndose hacia donde mi madre lloraba junto al altar de mi padre. No la veía bien, su rostro estaba cubierto por las manos, y a través de los dedos, sus ojos brillaban con lágrimas que nunca imaginé que brotarían de esa manera. La veía temblar, y por un momento, no supe si ella estaba llorando por él o por todo lo que significaba su ausencia.
Las ancianas seguían rezando, cantando suavemente, dando las gracias por los que quedaban y por el que se había ido. Y mientras las voces de las mujeres se desvanecían en la oscuridad de la casa, dejé que mi vista volara hacia el cielo manchado, de un gris plomizo que cubría el día, apoderándose de todo.
Los primeros goterones de lluvia, pesados y verdes, comenzaron a caer de nuevo, arrastrando consigo la tristeza del momento. Cerré los ojos por un segundo, dejando que el aire húmedo de la tarde comenzara a llenar mis pulmones, llenándome de un peso que no sabía si debía soportar.
Fue en ese instante cuando un hombre, joven, de unos veinte años, se acercó sin que lo notara. Al principio, su sombra se proyectó sobre mí, y cuando volví la vista hacia él, ya estaba demasiado cerca. Me miraba con una expresión grave, pero sus ojos, llenos de una especie de nostalgia, me hicieron sentir incómodo.
—Tu padre fue un gran hombre, como él ya no quedan—me dijo, con una voz grave que se arrastraba en el aire.
Lo observé mientras me inclinaba ligeramente, tratando de acomodarme en la mecedora. No dije nada, no tenía palabras para responder, y él continuó como si el silencio no importara.
—Sabes, niño, mi padre murió hace un año; fue muy amigo de tu padre. Ambos pelearon juntos en la misma revolución que liberó al país de la tiranía de Andrés López Salazar. Se llamaba Jacinto Montiel.
Lo escuchaba sin comprender del todo lo que me decía. Jacinto Montiel. Mi padrino. Mi mente comenzó a vagar, intentando juntar los pedazos de una historia que nunca me había contado mi padre, pero algo en sus palabras me resultaba ajeno: revolución.
La lluvia arrecia, y el hombre me mira con unos ojos manchados y duros, como si su rostro estuviera marcado por demasiadas batallas. Luego, sin esperar una respuesta, se dio la vuelta y se perdió entre la multitud que seguía llegando. Mis hermanos seguían sentados en la entrada, mirando las gotas que se deslizaban por las paredes de la casa. Adentro, las mujeres continuaban cantando, algunas con los ojos cerrados, como si las palabras de la oración pudieran elevarse hacia algún lugar lejano.
Miré hacia el patio, donde la mata de guayaba que mi padre había cuidado con tanto esmero no daba frutos. Los pocos que habían caído, ahora estaban podridos, devorados por los insectos que se arrastraban por el suelo, invisibles pero presentes. El aire frío, arrastrado por la lluvia recurrente de mayo, me golpeó el rostro. De algún modo, me sentí más vacío que nunca.
Fue entonces cuando vi llegar a unos hombres con trajes militares. Se colocaron en fila en la entrada de la propiedad, de pie, con las manos firmemente sujetando sus fusiles. No eran muchos, pero su presencia era imponente. Luego, un hombre gordo, con cara de cerdo, caminó entre las dos filas. Se quitó el sombrero, y con un paño blanco, comenzó a pasárselo por la frente. La lluvia había cesado, pero su rostro seguía mojado, marcado por gotas grandes que caían lentamente. Caminaba entre los charcos con un aire de superioridad, saltando de uno a otro sin prestarle atención a la tierra embarrada bajo sus botas. Mi tía Martha, al verlo, caminó rápidamente hacia él con una sonrisa de admiración.
—Gobernador, gracias por venir. Es un gran honor —dijo con una voz suave y reverente.
Él, con los ojos ocultos tras unos lentes enormes, tan grandes que parecían una extensión de su rostro, la miró mientras se inclinaba ligeramente para tomar su mano.
—Hermosa dama, el honor es mío —respondió, con una voz profunda que parecía llena de autoridad.
Mi tía lo condujo hacia dentro de la casona, y yo me quedé parado, viendo cómo su figura se alejaba hacia el umbral de la puerta. En el patio, las gallinas escarbaban el fango, buscando lombrices, ignorando el alboroto que se hacía dentro de la casa. De repente, el ruido de todos cesó, y solamente se escuchó el llanto tembloroso de mi madre a través de las paredes. La curiosidad me devoró. ¿Quién era realmente ese hombre? ¿Qué hacía allí? ¿Qué tenía que ver con mi padre?
Me levanté lentamente de la mecedora, y caminé hacia la esquina de la casa, con la esperanza de ver más. Mis hermanos me miraron y me llamaron, pero los ignoré y seguí caminando hacia la puerta. Al entrar, vi al hombre gordo, el Gobernador, abrazando a mi madre. Ella lo miraba, y su cabeza descansaba en su hombro, como si buscara consuelo, como si ese hombre fuera capaz de ofrecerle algo que yo no podía. Ellos se separaron un poco, y el Gobernador, con una voz firme y profunda, dijo:
—Porfiria, su esposo fue un gran patriota. Será recordado por siempre.
Mi madre lo miraba, y yo podía ver cómo trataba de contener las lágrimas, secándose los ojos con una toallita de papel. El hombre continuó, sin detenerse:
—Quiero que sepa que el presidente ha declarado siete días de luto nacional, y le envía a decir que lamenta no poder estar aquí, pues está delicado de salud. Yo he declarado el dos de abril como día festivo en honor al natalicio de su difunto esposo. También le comunico que no tiene que preocuparse por la educación y manutención de sus hijos; se le seguirá pagando la pensión de su difunto esposo, con un aumento significativo.
Mi madre lo escuchaba, con los ojos brillando, y entre sollozos, dijo algo que no logré entender. Todos en la sala guardaron silencio, absorbiendo cada palabra, pero mis pensamientos volaban hacia otra parte. Quería saber más, pero en ese momento, mi hermano menor, Tomás, me arrastró hacia atrás.
—¿Acaso no escuchaste que te llamamos? —dijo con el rostro fruncido.
Le respondí sin mucho interés, aún absorbido por lo que acababa de presenciar:
—Sí… Escuché.
Tomás me miró con una expresión de molestia y luego, mirando a Pedro que ya se encontraba inmerso en sus propios pensamientos, comentó en voz baja:
—Fíjate, este anda en el limbo. Está bien, vete, solo quería preguntarte si quieres ir con nosotros al columpio.
—No. Vayan ustedes—respondí, sintiéndome más distante de ellos que nunca.
Me retiré lentamente y, al entrar nuevamente a la casona, vi al hombre gordo salir, escoltado por mi tía Martha. Me quedé inmóvil en el umbral, observando la figura de ese hombre, cuyos lentes de fondo de botella parecían envolver su rostro en una sombra impenetrable. Mi mente seguía dando vueltas, preguntándome cómo encajaba en todo esto. ¿Qué tenía que ver él con mi padre? ¿Qué conexión tan extraña los unía?
Cuando el hombre pasó junto a mí, se detuvo un momento, se había dado cuenta de mi presencia. Su mirada estaba tan cargada de algo que no pude descifrar, y luego volvió su atención hacia mi tía.
—Martha, ¿este es uno de los hijos del general? —preguntó, como si no fuera más que una formalidad.
—Sí…—respondió mi tía mientras me observaba detenidamente, como si tratara de comprender algo en mi expresión.
—¡Ah! Es todo un hombre —comentó el sujeto con una sonrisa que parecía más una mueca.
—Es el mayor de los tres; los otros son aquellos dos de allá—explicó mi tía, señalando hacia la entrada, donde mis hermanos jugaban en el columpio, ya aparentemente distantes de todo lo que sucedía dentro de la casa.
El hombre asintió con la cabeza, como si hubiera recibido toda la información que necesitaba, y no volvió a decir nada. Con un gesto de despedida, caminó hacia la salida, acompañado de mi tía, quien no dejaba de sonreír con ese aire de adoración hacia el Gobernador.
Me quedé en el mismo lugar, inmóvil, pensando en todo lo que acababa de escuchar y ver. Algo en el ambiente había cambiado. La presencia de ese hombre había dejado una marca, una huella que me rondaba. Lo sentí en el aire, algo inexplicable y pesado, como si el pasado de mi padre estuviera tomando forma frente a mis ojos. Mi mente trataba de comprender qué estaba pasando, qué conexión había entre mi padre, este hombre gordo y el mundo que mi madre y tía parecían conocer tan bien, pero que a mí se me escapaba.
En el patio, las gallinas seguían escarbando, indiferentes al drama humano que se desarrollaba en la casa. La lluvia había cesado, pero las nubes seguían amenazantes, dejando el aire aún cargado y húmedo. No podía evitar pensar en cómo las cosas seguían moviéndose, como si nada hubiera cambiado, pero en mi interior todo estaba alterado. Ese hombre, con su aire de superioridad, su rostro oculto tras esos enormes lentes era la manifestación palpable de algo que no lograba comprender completamente. ¿Qué significaba para mi familia? ¿Por qué estaba allí?
Mi mente volvía una y otra vez a lo mismo: mi padre, el hombre que todos en el pueblo llamaban “general”, había sido mucho más que el hombre que yo había conocido en casa. Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar, pero no lo suficiente como para revelar toda la imagen. No entendía por qué mi madre se había dejado consolar por él, ni qué le había sucedido a mi padre realmente. La historia que me había contado de pequeño, de un hombre severo y silencioso, parecía desvanecerse frente a la realidad que se desplegaba ante mí.
Decidí salir al patio, alejarme de la casa por un momento, tomar aire fresco y aclarar mis pensamientos. Mis hermanos ya no jugaban en el columpio; ahora se encontraban en el jardín, mirando los árboles que se mecen con el viento. La figura de Tomás, siempre tan inquieto, me parecía más distante, y Pedro, seguía con la mirada perdida, absorto en algo que solo él comprendía.
Me senté en un banco de madera en el jardín, mirando hacia la distancia, tratando de entender el significado de todo lo que había sucedido. Las aves volaban de un lado a otro, indiferentes, y los árboles seguían sus movimientos suaves al ritmo del viento. Pero dentro de mí, la inquietud seguía creciendo, como una sombra que no podía disiparse.
El recuerdo de las palabras del hombre, su mirada dura, su forma de hablar de mi padre, se mantenía en mi mente. Algo no estaba bien. Algo que hasta ahora me había sido oculto se estaba revelando poco a poco, y no sabía si estaba preparado para enfrentarlo. Los ecos de la revolución, las luchas, los sacrificios, que brevemente escuché del joven aquel… Todo eso comenzaba a tomar una forma mucho más grande de lo que jamás imaginé. Mi padre, el hombre que conocí, había sido parte de algo mucho más grande, y ahora, en su ausencia, todo eso parecía cobrar vida.
Lo único que sabía, mientras el viento se enredaba en mis cabellos y el día se desvanecía lentamente, era que esa casa, ese lugar que siempre había conocido como seguro, ya no era lo mismo. El vacío que había dejado mi padre no era solo un espacio físico; era la puerta a una serie de secretos y realidades que, de algún modo, debía comenzar a descubrir.
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