Oír Oscar de la Renta generalmente evoca imágenes del artista, el ícono internacional de la moda.  Para mí, su nombre trae con él toda esa magnificencia que lo distinguió en el mundo, allá fuera, pero también tanto más, recuerdos que guardo como pinceladas de su espíritu.

Nos legó el ejemplo de su humanidad, generoso con su tiempo cuando seguro, sobre todo en la época de su mayor efervescencia profesional, no le sobraba. De la misma forma compartía su cariño. En los momentos en que mi hermano menor estuvo tan enfermo en Nueva York, se volcó en atenciones y compañía. Visitaba todas las noches el hospital, llevando no sólo su sonrisa, sino todos los antojos que un niño de 12 años pudiera tener, desde un arroz con habichuelas que le recordara a su hogar, hasta sentarse horas muertas a jugar partidas de parchís.

La exposición Ser Oscar de la Renta se mantiene en las páginas de Internet del Centro León. Acento reproduce este ensayo con autorización del Centro León.

Oscar fue un ser especial, y no recuerdo nunca el no haberlo conocido, nuestras raíces firmemente arraigadas en la Calle el Conde. Recuerdo a mi madre contar como, durante su primer trabajo de jovencita en la Panamerican Airways, le vendió a su querido amigo el pasaje de ida a España. Recordaba como desde entonces la ilusión de esta nueva etapa se le reflejaba en los ojos y en su sonrisa sincera. Desde siempre estábamos pendientes de sus recorridos por el mundo: que si estaba en la Academia de San Fernando, que si se había cambiado a diseño de modas. Ya trasladado a Nueva York, nos veíamos en cada viaje y nos relataba sus proyectos.  Sintiéndose inmensamente apoyado por tantas personas, estaba deseoso de reciprocar esa ayuda. Desde muy temprano trazó como meta ayudar a jóvenes talentos.

 

Visitábamos mucho su casa, donde no faltaban también invitados interesantísimos, y pasamos fines de semana en su refugio en el campo, hablando de jardines y de naturaleza, de ciclos, de etapas. Siendo una niña de 13 años, sentía como se me estaba abriendo un mundo frente a mis ojos.

Ya de adulta, el Oscar que conozco y recuerdo es el Oscar casero. El de desayunar arepas y el de dibujar juntos. Tenía un verdadero don para el dibujo. Siempre estaba pendiente en lo cotidiano a ayudar y a complacer. Cada vez que mi madre actuaba en una obra de teatro, llegaban los vestidos, los collares, las pelucas… ¡Se emocionaba con cada puesta en escena! Pasado el tiempo, me ayudó y acompañó en una de las etapas más difíciles de mi vida, de nuevo volvió a ser nuestro compañero y apoyo constante.

En mi vida profesional, sus consejos fueron sinceros y alentadores. Aprendí mucho de su trazo y de su gusto por las líneas sencillamente impactantes. Compartimos mucho en Santo Domingo, me encantaba recibirlo en mi casa colonial, caminar la Zona buscando la perfecta casa para él, luego comer cocina criolla en el patio interior y hablar y hablar. Tenía diversidad de facetas, siendo calculador en sus diseños pero relajado en su vida diaria, ¡y dominicano como el que más!

Oscar fue un prescriptor de estilo en todos los sentidos. Confesaba que además de la moda, el diseño de interiores era una verdadera vocación, y a lo largo de su carrera diseñó para su hogar, casas y hoteles. Cada una de sus casas personales, en Nueva York, Punta Cana y Connecticut tenían un sello. Se percibía que eran todas igual de queridas por su dueño, repletas de recuerdos. Amaba los colores frescos y naturales, desde el rojizo de la caoba hasta la intensidad del coral y el brillo del oro. Las combinaciones que creaba eran únicas, como igual se reflejaba en sus trajes y en las telas para interiores que diseñaba. Compartíamos el amor por los batiks y los Ikats, por su gran diversidad de colorido y la mezcla de materiales, algodón con seda, con lana y hasta con terciopelo. De hecho, para su primera residencia de Casa de Campo le sirvió como inspiración una pequeña casa en Tailandia del conocido diseñador Jim Thompson.

Fue un embajador para nuestro país, con su ejemplo alzando el nombre, pero también nuestra cultura y arquitectura. Su casa de Punta Cana, completamente forrada en coralina, la construyó evocando nuestra Ciudad Colonial. Fue inspirada también en las plantaciones del sur de los Estados Unidos y del Caribe. Su gusto y su interés por los interiores, la arquitectura, y los jardines, se veía reflejada en sus bellísimos vestidos. En realidad, durante gran parte de su vida, existía entre dos mundos, dominicano y neoyorquino, pero también entre dos ramas del diseño. Sus vestidos y accesorios, mobiliario y textiles, estaban en diálogo constante. El impacto que creaba en la pasarela con sus conocidos vuelos, lo creaba también con las líneas de un altísimo librero neoclásico coronado con orquídeas y jarrones chinos contra una pared de coralina.

Oscar es como un jardín bien diseñado: simetría y clasicismo, combinado con su naturalidad y su corazón espontáneo. Sembraba no sólo sus jardines, sino sembraba en todo, en la niñez, en la educación, en su país, en sus amigos. Nunca se olvidó de ellos, ni ellos de él. Solía decirle que era un titán de la vida, hasta el último momento queriéndole sacar el jugo, y siempre agradecido de lo que ésta le había brindado.  Sabía que tenía mucho por qué vivir, mucho que dar, y así nos lo demostró.

 

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