En la vida y la obra de Oscar Arístides Renta Fiallo (1932-2014) conmemoramos la epopeya individual de un gran triunfador. Gloriamos a un hombre que hizo justo lo que le gustaba y con ello llegó a la cima más alta alcanzable en su campo a la vez de acumular fortuna y hacerse acreedor de la mayor admiración mundial. Galardonado por gobiernos varios, recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes y la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil en España, la condecoración de Légion d’honneur en grado de Commandeur en Francia y muchos honores en la República Dominicana, incluyendo el nombramiento de embajador itinerante del país. Forjó amistades duraderas con gente de las más encumbradas esferas sociales y enorgulleció a los dos suelos que gustosos lo llamaron ciudadano: su tierra natal dominicana y la norteamericana, su patria adoptiva. Para realizarse al máximo puso a funcionar de manera efectiva una combinación sin par de condiciones, a saber, talento artístico, sagacidad empresarial, esmerado refinamiento, magnetismo personal, buena suerte y una cosmovisión escindida de los conflictos sociales de su tiempo.
La exposición Ser Oscar de la Renta se mantiene en las páginas de Internet del Centro León. Acento reproduce este ensayo con autorización del Centro León.
Nació y se crio en una sociedad gobernada por la maléfica dictadura trujillista, un régimen reacio a todo juicio crítico en la ciudadanía. Quizás porque su familia se componía igual de partidarios que desafectos del dictador, Oscar supo navegar sin percance el statu quo reinante durante su niñez y juventud. Sabía que había en su país un «Estado policial», pero la realidad social de entonces aflora poco entre sus remembranzas (Mower 2002: 15). Su memoria se inclina más por recuerdos como el de sus años de monaguillo en la vieja iglesia Nuestra Señora de las Mercedes y la estadía allí del dramaturgo español Tirso de Molina, aunque confundiéndolo con «Lope de Vega» (Mower 16). Oscar gustaba de evocar épocas que ilustran la importancia histórica de Santo Domingo, la cual él describió como «la capital de la primera isla en ser colonizada por Cristóbal Colón en 1492», valorando el detalle como «algo que nos enorgullece». En esa valoración del pasado reflejaba la educación vigente durante el trujillato, la que enseñaba al estudiantado a verse como descendiente de los conquistadores en desmedro de los aborígenes y de la gente traída de África a carburar la economía colonial (Mower 12).
Oscar vivió rodeado del cariño de su madre y hermanas con el apoyo consentidor de su padre. Su vocación precoz por la expresión visual atrajo la atención del cura andaluz de su parroquia, quien le aconsejó cultivar su vocación y lo ayudó a ingresar a la Escuela Nacional de Bellas Artes de Santo Domingo en el 1946 con apenas 14 años. En Bellas Artes se rozó con artistas venidos de una trayectoria distinguida: el pintor José Gausachs, el muralista José Vela Zanetti y el dibujante y escultor Manolo Pascual, entre otros, la mayoría españoles, a quienes Oscar recordaba como «maestros extraordinarios» (Mower 16). Ellos vivían en el país «debido a la Guerra Civil Española, cuando tanta gente creativa tuvo que emigrar», anota Oscar, sin glosar aquel funesto golpe militar ultraderechista que derrocó al gobierno democrático e impuso la dictadura franquista, un régimen tan opresor y violento como el trujillista.
A esa España de donde había huido tanto talento por desavenencia con la dictadura, fue Oscar en el 1952 a cristalizar el suyo como estudiante de pintura de la renombrada Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid. Allí el joven se interesó en la elegancia de los sectores pudientes, a los que pudo acercarse gracias a que los 125 dólares que recibía de su padre cada mes le daban para llevar la vida de un «señorito» en la capital ibérica. Da crédito a un amigo suyo llamado Fernando Valdemar, hijo de una familia principal española, que lo «enseñó a vestir». El cultivo de la elegancia se haría la práctica de Oscar por toda la vida, ganándole un lugar en el listado anual de la revista Vanity Fair que en el 1973 lo elevó al «Salón de la Fama de los Hombres Mejor Vestidos del Mundo».
Para subir sus ingresos comenzó a vender bosquejos de ropa a revistas y escuelas de modas, chiripeo que reorientaría su relación con el arte visual, abriéndole nueva ruta a su imaginación. En él habría de primar el reto del predio efímero de la pasarela cuyo éxito se confirma en la colección diseñada para cada temporada de rigor y no el del cuadro que aspira a colgar en una sala de museo por generaciones o por siglos. Apostando a ese futuro más corto y lucrativo, Oscar se hizo aprendiz en el taller del más destacado modisto español de alta costura (haute couture) Cristóbal Balenciaga y se entregó de lleno a las modas. A los 24 años, le tocó diseñarle el traje de presentación en sociedad a la hija del embajador norteamericano en España, encargo que llevó su trabajo a la primera plana de la revista Life (junio de 1956).
Su carrera entonces formaría una cadena de acertadas movidas que ampliarían sus confines cada vez. Pasa a París, capital de las modas, donde se afilia a la firma de alta costura Lanvin como ayudante del modisto Antonio del Castillo, quien lo emplea sin saberlo inexperto en las destrezas que el puesto requiere. Al final Oscar sale airoso. Con el realce de venir de una firma parisina prestigiosa, en el 1963 llega a Nueva York, uniéndose a la compañía de Elizabeth Arden. Allí dura dos años, hasta vincularse como diseñador y socio a la firma Seventh Avenue de Jane Derby y adquiere la empresa al morir la diseñadora en 1965. En el 1966 se casa con Françoise de Langlade, la directora de la revista Vogue (edición francesa), quien venía de dos nupcias previas, era 11 años mayor que él y tenía fama por su buen gusto, pericia decorativa y talento de anfitriona. El rango social de la gente con quien Françoise se codeaba lo indica el grupo que convocó su fiesta de despedida en París al disponerse ella a partir hacia Nueva York para casarse con Oscar: la baronesa Marie-Hélène de Rothschild, el duque y la duquesa de Windsor y el primer ministro francés Georges Pompidou, entre otros (Benavent 2018; Mower 52; «Françoise de la Rente»). En Nueva York Françoise se une al equipo estadounidense de Vogue y se concentra en promover a su esposo.
Mutual perfecta, la pareja protagoniza la jovialidad en una geografía social que abarca de Nueva York a París, extendiéndose luego a La Romana. En esa ciudad dominicana radicaba el emporio azucarero norteamericano de la Gulf & Western dirigido por Charles Bluhdorn, quien se había lanzado a construir el resort de Casa de Campo, empleando a Oscar, su amigo, como decorador del espacio. Con un paisaje edénico en el fondo, la iniciativa albergó campos de golf, villas privadas y centros de recreo que brindaban igual a turistas que a residentes un «paraíso recobrado» y una exquisita «suspensión dominicana de la realidad» (Campbell 1971; Treaster 1986). Françoise y Oscar figuraron entre los primeros residentes de ese ámbito paradisíaco. Desde que en 1972 diseñaron allí su Casa de Madera, inspirándose en motivos arquitectónicos tailandeses y filipinos, se dedicaron a cultivar un oasis social que los ricos y famosos frecuentarían con agrado. En su biografía de Oscar, Sarah Mower ha descrito la idílica propiedad de Casa de Campo como «un patio de juegos para los ricos, el aire a menudo zumbando con el ruido de jets privados trayendo visitantes» de varios países (Mower 122). La ubicuidad de la pareja en los círculos sociales contribuyó a la gran celebridad que obtuvo Oscar, dándole papel protagónico dentro de esa primera generación de diseñadores que derivaron su nombradía ya no solo del estrellato de los clientes que lucían trajes suyos sino también del cultivo individual de su propio estrellato (Mower 71; Horyn y Nemy 2014).
La muerte de Françoise en el 1983 quitó un soporte vital a Oscar, quien pasó por un período de profundo desconsuelo, pudiéndolo sobrellevar gracias al apoyo de amistades cercanas, en especial Annette Engelhard, una mujer nacida en Francia de padres alemanes con herencia judía que se conocía en la alta sociedad por su filantropía y exquisito sentido de la elegancia. Después de divorciarse ella de su primer esposo en 1986, surgió entre ellos un sentimiento amoroso y en el 1989 se casaron. Dada la admiración que había sentido por Françoise, Annette asumió sin aparente conflicto la función de apoyo a Oscar que su predecesora había realizado con gran resultado. Annette transmitió a su nuevo esposo su intensa pasión por la jardinería, la cual practicarían juntos a menudo en su mansión de Kent, Connecticut, y en su festiva villa en el resort de Punta Cana, Higüey, adonde el modisto había trasladado su oasis social y abierto negocios nuevos después de 20 años en Casa de Campo (Medford 2012). Valorando sus logros, Oscar ha dicho, «he sido tan y tan feliz en mi vida», felicidad por la cual atinó a dar su debido crédito a Françoise y Annette: «Lo más importante que me ha pasado es que me he casado con dos mujeres muy extraordinarias» (Mower 66).
Un recuento mínimo de los éxitos de Oscar deberá incluir su Coty Award (premio de la crítica de las modas en los Estados Unidos) en el 1967 y en el 1968, además de su Coty especial «Salón de la Fama» en 1973. Presidente dos veces de CDFA (Consejo de Diseñadores de Modas de América), fue premiado por esta institución en 1989 por su obra en conjunto, como diseñador del año en el 2000 y el 2007 y por toda su carrera en el 2006 con la distinción del «Parsons Award» (CFDA, «Members: Oscar de la Renta»). Añádanse las credenciales de haber diseñado trajes para las primeras damas Jackie Kennedy, Betty Ford, Nancy Reagan, Laura Bush, Hillary Clinton y Michelle Obama, esta última luciendo un vestido suyo en un evento convocado por la Casa Blanca para promover el campo de las modas entre alumnos de secundaria ante un público que incluía a otros modistos famosos (Friedman 2014). La Biblioteca Presidencial William J. Clinton en el 2013 abrió al público la exposición «Oscar de la Renta: Ícono Americano», una muestra de los trajes diseñados por el modisto para figuras «influyentes en el arbitraje estilístico, desde primeras damas hasta las más deslumbrantes estrellas de Hollywood». La muestra buscaba «trazar la genial carrera» de Oscar y con ello «celebrar el arte de la moda americana» (www.clintonlibrary.gov; www.clintonfoundation.org). En su artículo retrospectivo en torno a la obra del diseñador, Lopa Mohanty, crítica de cine y estilo de vida, igual que la Fundación Clinton, representa la exitosa carrera de Oscar como motivo de orgullo estadounidense. En el título de su escrito Mohanty lo denomina de manera explícita «prodigio estadounidense de las modas» (Mohanty 2016).
Gregario y dueño de un temperamento alegre y retozón, Oscar no titubeaba ante referencias al cruce político implícito en su larga relación con la Casa Blanca estuviese ésta comandada por liberales o conservadores, y hasta se jactaba de haber votado por los esposos de las primeras damas que habían lucido sus vestidos. Afirmaba el privilegio que sentía de «haber podido vestir a esas mujeres extraordinarias», añadiendo que «la moda es apolítica y sin partidismos» («Oscar de la Renta: An American Icon» 2013). Orientado por lo que suena como una visión estrecha de lo político, Oscar al parecer no entendió que lo político subyace en las relaciones de poder que se dan estructuralmente en la sociedad. No vio la implicación política de su campo, la alta costura, en la que él comenzó y a la cual regresaría con frecuencia durante su carrera a la vez de practicar el género sartorial más lucrativo del prêt-à-porter o ready-to-wear. Ser couturier implica comprometerse con gente de las clases pudientes como clientela. El rango de la gente rica y poderosa que iba periódicamente en sus jets privados a pasar tiempo con él en Casa de Campo o Punta Cana da clara fe de ello. Ello no le pasó desapercibido a un escritor dominicano que en el 1996 asistía a uno de los eventos de la «Semana Dominicana en los Estados Unidos», una iniciativa anual coordinada por la Cámara de Comercio Americana en la República Dominicana (AMCHAM-DR) que consiste en un programa de actividades llevado a cabo en varias ciudades norteamericanas con miras a fortalecer los lazos comerciales y culturales entre los dos países. Ese año la AMCHAM-DR le había conferido un papel protagónico a Oscar, quien, a su vez, obtuvo la participación de su amigo Henry Kissinger, el exsecretario de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos, como orador en una cena ofrecida en las instalaciones de la New York Historical Society. En sus palabras Kissinger enfatizó su amistad con Oscar y su familiaridad con la República Dominicana, citando sus numerosas visitas al país. El escritor antes mencionado, sentado en la audiencia a la diestra del autor de estas páginas, había evitado saludar al orador durante el coctel y ahora susurraba su repudio al personaje. Decía lo mal que le caía la cercanía de alguien que consideraba responsable de bombardeos genocidas efectuados por la fuerza aérea norteamericana contra la gente que ocupaba el territorio neutral de Camboya durante la Guerra de Vietnam y del derrocamiento y asesinato del presidente legal de Chile Salvador Allende que dio cabida a la cruenta tiranía de Augusto Pinochet en el 1973 (The Trials of Henry Kissinger). Para dicho compatriota eran claras las implicaciones políticas y morales de fraternizar con Kissinger, aparte de parecerle deshonesto que el orador se atribuyera familiaridad con el territorio dominicano aun siendo numerosas sus visitas, puesto que las mismas se limitaban al predio solariego de la villa de Oscar, adonde su avión aterrizaba y permanecía hasta el momento de despegar de nuevo rumbo a su vida en el mundo real.
La noticia del deceso del destacado modisto en octubre de 2014 causó lamentaciones en ambos lados del mar. En su tierra natal el Presidente declaró un duelo oficial y lo alabó por haber puesto «en alto el nombre de la República Dominicana», haber sido «un gran defensor de los intereses» del país, además de haber servido al país con su «carisma y compromiso social» evidentes en «obras que cambiaron la vida de miles de niños dominicanos» (Jiménez 2014). En los Estados Unidos los panegíricos en su nombre se valieron del gentilicio «americano» como sinónimo de «estadounidense» al rendir tributo al finado. Un corresponsal hispano, escribiendo desde Washington, DC, evocó la afiliación de Oscar con la firma de haute couture de Pierre Balmain en París de 1993 a 2002 y lo llamó «el primer modisto estadounidense que trabajó para una casa francesa de alta costura» (Pardo 2014). Al año después de su muerte, el Instituto Postal Dominicano en colaboración con la asociación profesional de la industria de las modas en el país (DominicanaModa) y la Comisión Oficial Filatélica dieron a conocer la emisión de un sello que rendía tributo a Oscar. En el lanzamiento de la estampilla conmemorativa, Modesto Guzmán, Director General del Instituto Postal, se refirió a diseñador llamándole «el inmortal de la moda dominicana» (Lara 2015). Por su parte, el columnista y editor cultural Luis Beiro saludó la emisión del sello y caracterizó al modisto como alguien a quien «con legítimo orgullo» puede llamarse «el más internacional de los dominicanos» (Beiro 2015). Del otro lado del mar, cuando la oficialidad del país adoptivo de Oscar procedió a honrar su vida y su obra, también mediante la emisión de sellos postales, el énfasis nacional varió notablemente. Al develar la serie de sellos con que el gobierno le rendía tributo al modisto, Janice Walker, la vicepresidenta del Servicio Postal de los Estados Unidos, indicó que «estas bellas estampillas» ilustraban «el estilo refinado y la mano diestra» con que Oscar «ayudó a cubrir la brecha entre modistos americanos y franceses en el liderazgo estilístico de las modas femeninas» («Postal Service Honors Fashion Icon» 2017).
El periodista de modas André Leon Talley, un afroamericano amigo íntimo de Oscar, lo describe en su panegírico como «un gran hombre, un gran diseñador americano, y todo el tiempo un ganador, que atravesó el universo de las modas de Madrid a París a Nueva York, conduciendo su vida por senderos de júbilo» (Talley 2015: 13). Por su parte, la directora de Vogue Anna Wintour, su gran admiradora, colaboradora y amiga declaró que «a Oscar le encantaba ser americano y ser un modisto americano» (Wintour 2015: 8). En el servicio funeral privado convocado para despedir al diseñador en la Iglesia San Ignacio de Loyola en Manhattan abundó gente con nombres como Henry Kissinger, Michael Bloomberg, Laura Bush, Ralph Lauren, Julio Iglesias y Barbara Walters, dicha concurrencia seguramente representando el tipo de comunidad con la que Oscar más se sentía como en casa (Talley 32; Gurfein 2014; Burke y Otis 2014).
Clive Gillison, director ejecutivo y artístico de Carnegie Hall, teatro y sala de conciertos en cuya junta de síndicos Oscar sirvió por muchos años, ha evocado su generosidad como «patrocinador de las artes y en particular de Carnegie Hall» («Oscar de la Renta Carnegie Hall» 2014). Se sabe de otras instituciones de arte y cultura que también gozaron de su respaldo, tales como la Ópera Metropolitana de Nueva York, el Instituto Español Reina Sofía, el Canal Trece/WNET (televisora neoyorquina de la cadena educativa PBS) y Americas Society. Además, apoyó dos iniciativas de mejoramiento social: New Yorkers for Children (NYFC) y Hogar del Niño. La primera es un proyecto neoyorquino consagrado a promover la superación de niñas y niños de hogares de crianza y la otra, a la cual él se unió por petición de su amiga Xiomara Menéndez en La Romana, sirve a una población necesitada que va desde criaturas recién nacidas hasta jóvenes de 18 años con miras a equiparlos para la vida adulta. Estas iniciativas difieren en la forma de vislumbrar la superación del estudiantado y la respectiva prescripción curricular. Hogar del Niño le requiere a cada estudiante «graduarse con un título técnico» que le permita «encontrar trabajo» al final del «bachillerato» («Hogar del Nino»). NYFC, por su parte, le deja abiertas las opciones, alentando en cada joven el interés en la educación universitaria si así lo desea. A menudo se invoca Hogar del Niño para ilustrar la sensibilidad social de Oscar. Es prácticamente lo primero que se le oye mencionar a la familia Clinton (el expresidente y la ex primera Dama) al hablar de las virtudes del gran modisto. También él daba fe de su apego a dicho proyecto, el cual le había brindado el contexto que lo llevó a conocer al bebé que haría su hijo adoptivo, Moisés. Oscar ha musitado sobre su papel en la recaudación de fondos, refiriéndose a sus amigos estadounidenses «muy generosos» que «vienen a la casa y me dan cheques» (Mower 129-130). En vista de su transnacionalidad, valdría preguntarse si él llegó a plantearse la lógica dual de su obra de mejoramiento social, es decir, el contraste intrigante entre las formas de ambos proyectos imaginarse el futuro de su alumnado humilde. Pues el neoyorquino le brinda un horizonte ilimitado de superación mientras que el romanense le circunscribe el ámbito de aspiración al límite del empleo menor a que puede optar quien apenas posea un diploma de escuela secundaria vocacional.
Anna Wintour ha descrito a Oscar con propiedad en el contexto de su oficio, diciendo: «La industria de las modas, para bien o para mal, se especializa en propagar ilusiones: de juventud, de riqueza y bienestar, y la noción de que la vida puede ser risueña y glamurosa en cada momento. El conjunto excepcional de la obra de Oscar de la Renta, en ese sentido, no es la excepción» (Wintour 2012: 7). Justo, pues, es celebrar la trayectoria impresionante de Oscar como epopeya individual. Luego vendrá la ocasión de dilucidar cuánto le pudo haber inquietado a él la presión que ejerce la sociedad patriarcal sobre el cuerpo de la mujer, quien a diario ha de lidiar con el acoso mediático que la lleva a juzgarse en contraposición con un modelo de belleza poco realista normalizado mayormente por diseñadores de modas y casas publicitarias, dictándole medidas rígidas de peso, estatura, dimensión, proporciones y rasgos faciales.
El discurso y las imágenes de anuncios con que el mercado bombardea sin cesar a la mujer convencen a investigadoras como Jean Kilbourne del matiz misógino de la unión entre la publicidad y las modas (Kilbourne 2010). Ya agencias gubernamentales en la Unión Europea han procedido a poner coto al asedio psicológico contra las mujeres, proponiendo regulaciones con miras a lograr que las industrias de la publicidad y las modas recluten modelos cuyos cuerpos se aproximen a la diversidad de formas y medidas representativas de la población femenina regular en la sociedad. La Gran Bretaña específicamente ha dispuesto la prohibición de anuncios comerciales basados en estereotipos de género (Safronova 2019). Una inquietud similar que viene al caso en este contexto es si estuvo consciente Oscar, como diseñador oriundo del Caribe multirracial, a la hora de escoger las modelos para lucir sus trajes, del legado colonial que aún hoy tiende a evaluar la belleza física de nuestra variopinta humanidad a partir de la fisonomía idealizada de la blancura como modelo normativo. Quizás baste su íntima amistad con el crítico Talley, además de su adopción de un niño de herencia afro-dominicana, para deducir que Oscar carecía de negrofobia. Con respuestas a estas preguntas sabríamos si nuestro admirado modisto, desde su posición de poder en la economía de la belleza y la «confección de ilusiones», aportó su parte a la causa necesaria de humanizar las relaciones sociales combatiendo la desigualdad racial y de géneros.
Hoy, ante el esplendor de la exposición a la que nos convoca el siempre atinado Centro Cultural Eduardo León Jimenes, poniendo énfasis en la transnacionalidad de la vida y la obra del genial modisto, baste justipreciar que se trata de una transnacionalidad resueltamente cosmopolita de esas que solo compatriotas altamente exitosos han logrado sostener. Vienen al caso nombres tales como María Montez, Porfirio Rubirosa o Pedro Henríquez Ureña (Torres-Saillant y Hernández 1998; 78-80, 106-109; Torres-Saillant 1999: 416). Se trata de individuos que por la afluencia o la genialidad en un oficio determinado logran la bienvenida hospitalaria de playas extranjeras, muchas veces sin que la sociedad de la tierra natal les retire el cariño. La fortuna o el talento los hace poco aptos para la deportación. Como individuos, habitan cada polis en el cosmos ancho que han conquistado, lo cual, en general implica distanciarse de causas comunitarias y eximirse de dar la cara ante los conflictos sociales vigentes en las partes de su geografía transnacional, incluyendo la tierra natal. En el caso de Oscar, bástenos brindar por la gran obra y la exitosa vida de un artista que, con talento, arrojo, buena suerte y ambición, supo crearse un mundo del tamaño amplio que pedía su dinámica y expansiva personalidad.
Fuente: Centro León: https://seroscar.centroleon.org.do/la-transnacionalidad-cosmopolita-de-oscar-de-la-renta-por-silvio-torres-saillant/
REFERENCIAS
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