España apenas se despereza de la trágica pesadilla de la guerra. Sobre la devastación física y humana, sobre las ruinas dolorosas, se instalan el hambre, la represión y la muerte; como trasunto de la contienda civil, todavía demasiado cercana, una posguerra que parece no terminar nunca. Los españoles, una vez más, habían sido protagonistas de un enfrentamiento fratricida.
Hace mucho que el español
muere de anónimo y cordura,
o en locuras desgarradoras
entre hermanos: cuando acuchilla
pellejos de vino derrama
sangre fraterna.
JOSÉ HIERRO, «RÉQUIEM» (CUANTO SÉ DE MÍ, 1957)
Versos y fotografías nos acercan a la vida de una España que a duras penas sobrevive a la posguerra. El fotógrafo estadounidense Eugene Smith viaja a la Extremadura rural que ve acercarse la mitad del siglo XX y retrata las condiciones de vida del pequeño pueblo extremeño de Deleitosa, anclado en la más profunda miseria, en un ensayo fotográfico titulado Spanish Village. Deleitosa se convierte en la metonimia de la España rural, que malvive agonizante en pueblos de calles polvorientas, mal comunicados, sin energía eléctrica, sin presente y casi sin futuro. El cineasta oscense Carlos Saura retrata también en las caras de los españoles de los 50 la melancolía y la dureza de una posguerra infinita. Las fotografías, como gotas de realidad en blanco y negro, revelan la vida suspendida en el tiempo.
La exposición Ser Oscar de la Renta se mantiene en las páginas de Internet del Centro León. Acento reproduce este ensayo con autorización del Centro León.
Una España eminentemente agrícola y ganadera que, sin embargo, se moría de hambre, protagoniza un largo éxodo hacia las grandes ciudades, especialmente hacia Madrid y Barcelona, en busca de trabajo y esperanza. Su migración transforma inexorablemente el perfil humano, geográfico y económico de las ciudades que los ven llegar. Madrid experimenta un crecimiento urbano y demográfico sin precedentes, desordenado y ajeno a cualquier intento de planificación. Entre 1940 y 1950 la población madrileña se incrementa en más de medio millón de habitantes, lo que suponía un tercio de su población. Son los sectores de la periferia urbana los que acogen el aluvión migratorio en poblaciones extensas de construcciones ilegales y precarias que, a pesar de todo, representan para la mayoría una mejora, aunque incierta, en comparación con la dureza de las condiciones vitales que se habían dejado atrás.
El hambre y la escasez, todavía al acecho, se dan cita en las largas colas de mujeres y niños y en las cartillas individuales de racionamiento que controlan férreamente el acceso de la población a los productos de primera necesidad, pero también son el caldo de cultivo para el estraperlo y el contrabando, para la corrupción y el abuso. Al racionamiento de alimentos (100 gr de arroz, 250 gr de pan negro, un cuarto de litro de aceite, o un pedazo de jabón a la semana) se sumaban las restricciones de agua y energía eléctrica. Las consecuencias de este régimen para la vida diaria y para la salud de la población son incalculables.
La clase media española, diezmada por la guerra, el exilio y la represión, ha perdido la esperanza. Antonio Buero Vallejo, quien había estudiado en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y acababa de salir de prisión, estrena en 1949 el drama Historia de una escalera, espejo de la desesperanza provocada por la culpa y el miedo de la posguerra:
¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días, y los años…, sin que nada cambie. […] Hemos crecido sin darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera, […] una escalera que no conduce a ningún sitio.
Dos acontecimientos diplomáticos marcan el comienzo de la década de los 50: el nuevo Concordato con la Santa Sede y los Pactos de Madrid con el gobierno de los Estados Unidos, presidido por Dwight Eisenhower. La ayuda económica, negociada a cambio de la instalación de cuatro grandes bases militares norteamericanas en España, supuso la llegada a lo largo de la década de créditos destinados al consumo de productos norteamericanos e, internacionalmente, implicó una titubeante apertura económica y el principio del fin del aislamiento del gobierno dictatorial de Francisco Franco.
La vida recupera, vacilante, el pulso cotidiano con el fin del racionamiento en 1952. Así lo supo ver también a través de su cámara la fotógrafa austríaca Inge Morath, primera mujer miembro de la agencia Magnum, quien en 1955 publicó el libro Guerra a la tristeza, que la censura prohibió en España. La clase media se recupera tímidamente. La alta burguesía, la aristocracia, el cuerpo diplomático se benefician de esta recuperación económica gradual. Algunas zonas de Madrid, también; la ausencia de planeamiento urbano de los barrios marginales contrasta con los planes urbanísticos del centro, que van dando forma a las aspiraciones de convertir la capital de España en una capital europea.
En el verano de 1956 un palacete señorial madrileño es el escenario perfecto para la presentación en sociedad de la hija del embajador norteamericano en España. Las fotografías de Nina Lee para Life se superponen a aquellas de Deleitosa. En ellas vemos a un jovencísimo Oscar de la Renta dando los últimos toques al tul blanco del vestido de su clienta, rodeado de señoras de la alta sociedad madrileña.
Este Madrid ya no es el que recorríamos en La colmena, de Camilo José Cela. Sus calles y sus gentes empiezan a transformarse, y con ellas se renueva la creación cultural, que rebasa inevitablemente la capacidad de la censura. Vicente Aleixandre, anfitrión de los poetas del 27 antes de la guerra, sigue convocando en su casa de Velintonia 3 a las nuevas generaciones literarias. Francisco Umbral la recuerda como «ese chalecito íntimo, lírico y burgués por el que pasaron varias generaciones de poetas». La creación brota en el Madrid del medio siglo; además de Buero, Hierro o el propio Aleixandre, publican Ángel González, Ana María Matute, Josefina e Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio, Claudio Rodríguez, y tantos otros. Las traducciones de autores extranjeros, para unos pocos, y el cine, para casi todos, abren algunas ventanas por la que se acierta a atisbar una realidad diferente.
Una realidad diferente, como la que se vivía en el París que había sido testigo de la publicación de El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, en 1949; el mismo al que había arribado Julio Cortázar en 1951 para inmortalizarlo como protagonista de su «contranovela» Rayuela, mientras reabre sus puertas, que habían cerrado los nazis, Shakespeare & Company, la legendaria librería del Barrio Latino. En 1956 Ernest Hemingway, asiduo de sus estanterías cargadas de viejos y nuevos libros, recupera unos baúles olvidados en el sótano del hotel Ritz con cuadernos sobre sus vivencias parisinas de los años 20, que serán el germen de su obra póstuma París era una fiesta. Y la capital francesa volvía a serlo. Había superado el trauma de la guerra, y la ocupación gracias a la reconstrucción económica, apuntalada por las subvenciones del plan Marshall estadounidense, en la que tuvo un papel muy especial la industria de la moda. París se reinventó como ciudad imán capaz de convocar, atraída por su halo de bohemia y de libertad recién recuperada, a una generación de artistas procedentes de todo el mundo y de todos los ámbitos. Con ellos llevaron sus orígenes, sus historias personales y su capacidad creativa. En los cafés de París coincidieron con Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre o Albert Camus, premio Nobel en 1957, para plantear y replantearse el sentido de la libertad y de la responsabilidad personal.
Literatura y fotografía nos bocetan el París que afrontaba la segunda mitad del siglo XX. La revista Life le encargó al fotógrafo Robert Doisneau expresar en una imagen la recuperación del espíritu parisino. El resultado fue Le baiser de l’Hôtel de Ville; una pareja de jóvenes que se besa en los labios mientras el mundo se difumina a su alrededor basta como metáfora en blanco y negro del poder de la vida sobre la indignidad y la muerte.
Cuando Oscar de la Renta dejó Madrid para incorporarse al taller parisino de Antonio del Castillo, además de su historia personal, llevaba en su imaginación, como él mismo reconocía, las gentes, el paisaje y la vida de España, no en blanco y negro, sino grabados a fuerza de luz y color. Él y todos los artistas que recalaron en la ciudad del Sena en los años 1950 fueron los verdaderos artífices de que enraizara el sentimiento que hizo de París la capital europea de la cultura y el arte. París seguía siendo, como afirmaba Gertrude Stein, la ciudad en la que había que estar.
Marzo, 2019.