Don Manuel Milá y Fontanals creó la escuela de la erudición clásica en la España del siglo XIX e inicios del siglo XX, con Marcelino Menéndez Pelayo y Ramón Menéndez Pidal. Henríquez Ureña se benefició grandemente de esta herencia, al ser parte del Centro de Estudios Históricos que dirigió el gran humanista español Menéndez Pidal, quien prologó su libro La Versificación Irregular en la Poesía Castellana, publicado íntegramente en la Revista de Filología Española en 1920.
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El Renacimiento: Interpretación moderna del mundo clásico griego
El renacimiento fue el movimiento cultural europeo que, teniendo como telón de fondo las cruzadas, el surgimiento del capitalismo comercial, el resurgimiento de las ciudades y las exploraciones geográficas de África, América y Oceanía, se planteó como tarea urgente una vuelta creativa a la antigüedad clásica de Grecia y Roma para recuperar de ella el hálito de perfección, paganismo, humanismo, libertad, armonía y belleza que la sacralización absoluta de la vida cotidiana había desterrado por más de siete siglos durante casi todo el periodo del medioevo.
A partir de los siglos XIII y XIV, los intelectuales italianos Dante Alighieri, Francisco Petrarca y Giovanni Boccacio, asumen una actitud crítica hacia la divinización de todos los espacios de su época y se plantean, cada uno a su manera y en función de sus propios medios formativos, comunicativos y literarios, una vuelta a la tradición clásica grecolatina para darle un sentido humano, libertario y de perfección a sus creaciones artísticas y literarias.
del renacimiento italiano.
Sin embargo, es entre los siglos XV y XVI con los artistas italianos Leonardo da Vinci, Miguel Ángel Buonarroti, Rafael Sanzio, Botticelli, Donatello, Donato Bramante, Filippo Brunelleschi, Pablo Veronés, Jacopo Robusti (El Tintoretto) y Tiziano Vecellio, así como con el greco-español Doménikos Theotokópoulos (El Greco) y el alemán Alberto Durero, cuando el movimiento renacentista adquiere su máximo esplendor y proyección a lo largo y ancho de toda Europa.
Asimismo, en los ámbitos filosófico, científico, literario y humanístico se destacan figuras como el polaco Nicolás Copérnico, el holandés Erasmo de Rotterdam, los italianos Giordano Bruno, Tommaso Campanella, Nicolás Maquiavelo y Galileo Galilei; los ingleses John Locke, Tomás Moro y Francis Bacon; el francés René Descartes y el español Juan Luis Vives, entre otros, pasando varios de ellos a la condición de mártires de la literatura, la ciencia y el humanismo por la intolerancia religiosa de la iglesia católica o de las incipientes iglesias protestantes.
Erasmo de Rotterdam asume una actitud crítica frente a todos aquellos pensadores que, como Platón, entendían que solo los filósofos estaban aptos para gobernar el Estado o la República, por cuanto desdeñaban a los seres humanos comunes y sus saberes cotidianos, relacionados con la estulticia, la necedad o la locura. En ese orden Rotterdam expresa:
De cuan inútiles sean éstos en cualquier empleo de la vida puede ser testimonio el mismo Sócrates, calificado, y sin sabiduría alguna, por el oráculo de Apolo como único sabio, el cual trató de defender en público no sé qué asunto y tuvo que retirarse en medio de las mayores carcajadas de todo el mundo. Sin embargo, este hombre no desbarraba completamente, porque no quiso aceptar el título de sabio y lo reservó sólo para Dios, y porque consideró que el sabio debía abstenerse de tratar de los negocios públicos, aun cuando debiera haber aconsejado más bien que se abstenga de la sabiduría quien desee contarse en el número de los hombres. ¿Qué fue si no la sabiduría lo que le llevó a ser acusado y a tener que beber la cicuta? Pues mientras filosofaba sobre las nubes y las ideas, y medía las patas de una pulga e investigaba el zumbido de un mosquito, no aprendía aquellas cosas que tocan a la vida normal. Acudió a defender al maestro en el juicio cuando le peligraba la cabeza, su discípulo Platón, abogado tan ilustre que, desconcertado por el estrépito de la plebe, apenas si pudo concluir el primer párrafo…Después de todo esto se celebra aún, ¡alabado sea Dios!, aquella famosa frase de Platón: «Las repúblicas serían felices si gobernasen los filósofos o filosofasen los gobernantes». Sin embargo, si consultáis a los historiadores, veréis que no ha habido príncipes más pestíferos para el Estado que cuando el poder ha caído en manos de algún filosofastro o aficionado a las letras. Creo que de ello ofrecen bastante prueba los Catones, de quienes el uno alborotó la tranquilidad del Estado con sus insensatas denuncias, y el otro reivindicó con sabiduría tan desmesurada la libertad del pueblo romano, que la arruinó hasta los cimientos.
Es comprensible la crítica mordaz que hizo el renacentista y gran humanista Rotterdam a los sabios de todas las épocas y a las propuestas que habían postulado pensadores como Sócrates, Platón, Marco Tulio Cicerón y otros de que el Estado debía ser dirigido por los filósofos y los sabios, para en su lugar exaltar la estulticia, la ignorancia, la necedad, la locura o la estupidez de las personas, de quienes dice que los grandes cambios políticos y militares proceden fundamentalmente de ellos. La elevación de la estulticia o la necedad a su máximo nivel encuentra en Rotterdam a uno de sus más dignos representantes, al defender esta característica como propia de la naturaleza del ser humano común:
Pero me parece oír protestar a los filósofos. «Es deplorable esto de vivir dominado por la Estulticia — dicen— y, por ende, errar, engañarse, ignorar». Pero esto es propio del hombre, y no veo por qué se le ha de llamar deplorable, cuando así nacisteis, así os criasteis, así os educasteis y tal es la común suerte de todos. No tiene nada de deplorable lo que pertenece a la propia naturaleza, a no ser, quizá, que se considere que hay que compadecer al hombre porque no puede volar como las aves, ni andar a cuatro patas como los demás animales, ni está armado de cuernos como el toro. Del mismo modo se podría calificar de desdichado a un hermosísimo caballo porque no ha aprendido gramática ni come tortas; o de infeliz a un toro porque no es apto para el gimnasio. Así, pues, tal como el caballo imperito en gramática no es desgraciado, así no es infeliz tampoco el estulto, porque el serlo es coherente con su naturaleza.[2]
Esta es la manifestación más evidente de la defensa del ser humano en general o de los hombres comunes que hizo Rotterdam frente a aquellos pensadores que se consideraban impolutos o los únicos predestinados para ejercer la sabiduría y gobernar en representación del conjunto de la humanidad. Esa actitud crítica no la dirige exclusivamente a los filósofos y sabios, sino que, a pesar de profesar la cristiandad por su condición de sacerdote, igualmente la orientó hacia a todos los purpurados, sin importar su elevada investidura, como fueron los casos de obispos, cardenales y el sumo pontífice de la Iglesia Católica, el Papa.
Esto demuestra que para Rotterdam lo más importante era el ser humano. Esta es la actitud del nuevo humanista que emerge tras un largo periodo oscurantista, donde solo los sabios y los predestinados eran los únicos que tenían derecho a opinar y a hablar en nombre de Dios. Por eso su libro Elogio de la Locura o Encomio de la Estulticia, que dedicó a su gran amigo Tomás Moro -autor de Utopía-, estuvo entre los textos incluidos en el famoso Índice de Libros Prohibidos, que, acuñado por el Tribunal de la Santa Inquisición, fue promulgado por primera vez a petición del Concilio de Trento por el Papa Pío IV el 24 de marzo de 1564 e impreso en la ciudad de Venecia por Paolo Manuzio en ese año.
Henríquez Ureña reconoce los inmensos aportes que hizo el renacimiento a la humanidad, pero al mismo tiempo asume una actitud crítica hacia este cuando le reprocha que su intento por recuperar la antigüedad clásica se quedó corto, al no plantearse la reconstrucción crítica del espíritu antiguo, sino que solo utilizó de forma fragmentaria materiales constructivos que para nada correspondían a la significación que antes se les había dado. En ese orden Henríquez Ureña se queja del renacimiento, al señalarle que a pesar del:
(…) retorno a las ilimitadas perspectivas de empresa intelectual de los griegos, no pudo darnos la reconstitución crítica del espíritu antiguo. Fue época de creación y de invención, y hubo de utilizar los restos del mundo clásico, que acababa de descubrir, como materiales constructivos, sin cuidarse de si la destinación que les daba correspondía a la significación que antes tuvieran. La antigüedad fue, pues, estímulo incalculablemente fértil para la cultura europea que arranca de la Italia del siglo XV; pero se la interpretó siempre desde el punto de vista moderno: rara vez se buscó o alcanzó el punto de vista antiguo.
Henríquez Ureña asume una clara perspectiva crítica cuando le reclama al movimiento cultural e intelectual renacentista sus aportes limitados en el ámbito de las humanidades, al no generar entre los ciudadanos de entonces un espíritu creativo, emprendedor, de libre pensamiento y al mismo tiempo moralizante, que tuviera al ser humano como centro de todas sus reflexiones y producciones filosóficas, científicas, artísticas y literarias.
Ahora bien, esa actitud crítica en modo alguno significaba que Henríquez Ureña dejara de reconocer los grandes aportes que el renacimiento hizo a la humanidad, en cuanto a la utilización de múltiples y nuevos recursos relacionados con la forma, lo que le dio un gran impulso al desarrollo del arte, la literatura, la ciencia, la filosofía y a la cultura en todas sus dimensiones, horizontes y perspectivas.
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Movimiento Intelectual Alemán: El nuevo humanismo que exalta la cultura clásica griega
A finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX en Alemania se desarrolló un poderoso movimiento de renovación intelectual que postuló un nuevo humanismo que exaltaba la cultura clásica griega y latina, al tiempo que realizaba grandes aportes a la cultura universal con sus inigualables producciones científicas, literarias, artísticas, musicales y filosóficas.
En aquel movimiento intelectual descollaron figuras estelares como Immanuel Kant, Friedrich Hegel, Friedrich Schiller, Friedrich Schelling, Johann Glottieb Fichte, Johann Wolfgang Goethe, Georg Philipp Friedrich Freiherr von Hardenberg (Novalis), Friedrich Schlegel, August Wilhelm Schlegel, Ernest Theodor Amadeus Hoffman, Friedrich Hölderlin, Christoph Willibald Gluck, Joseph Haydn, Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven, Heinrich Heine, Johann Joachim Winckelmann y Ludwig Feuerbach, entre otros importantes eruditos de la época adscritos a diferentes corrientes y movimientos, como el romanticismo, la ilustración y el neoclasicismo greco-latino.
La referencia que hace Kant a la filosofía griega está orientada fundamentalmente a considerar en el ámbito de la metafísica los objetos de los conocimientos racionales y el origen de los conocimientos racionales puros. Al referirse a los objetos de los conocimientos racionales, toma como ejemplo el sensualismo de Epicuro, que establece que solo en los objetos de los sentidos se encuentra la realidad efectiva, en contraposición al intelectualismo de Platón, que considera que solo el entendimiento conoce lo verdadero. De igual modo, cuando se refiere al origen de los conocimientos racionales puros, hace mención del empirismo de Aristóteles, el cual considera que se derivan esencialmente de la experiencia, mientras que el noologismo o idealismo de Platón, ve sus fundamentos en la razón. En ese sentido establece que el más fiel seguidor moderno de Aristóteles fue John Locke y que el más fiel continuador de Platón fue Godofredo Leibniz, si se exceptúa el misticismo con que este adorna su filosofía racionalista metafísica.
Las diferencias existentes entre los diferentes tipos de metafísicas en la antigua Grecia y su relación con las filosofías sensualistas, empiristas y racionalistas de la época moderna, las expresó Kant en su obra Los progresos de la Metafísica desde Leibniz y Wolff, escrita en 1804, en los términos siguientes:
No voy ahora a distinguir las épocas en las que ocurrió esta o aquella mudanza en la metafísica, sino que voy a presentar, en un bosquejo somero, solamente la diversidad de la idea, que dio ocasión a las principales revoluciones… 1) En lo que respecta al objeto de todos nuestros conocimientos racionales, algunos fueron filósofos sensualistas solamente; otros, solamente filósofos intelectualistas. Puede llamarse a Epicuro el más importante filósofo de la sensibilidad, [y] a Platón [el más importante filósofo] de lo intelectual. Pero esta diferencia de las escuelas, por sutil que sea, había comenzado ya en los tiempos más tempranos, y se ha mantenido ininterrumpidamente por largo tiempo. Los de la primera [escuela] afirmaban que sólo en los objetos de los sentidos hay realidad efectiva, y que todo lo demás es imaginación; los de la segunda [escuela] decían, por el contrario: en los sentidos no hay nada más que apariencia ilusoria, sólo el entendimiento conoce lo verdadero. No por eso denegaron los primeros precisamente su realidad a los conceptos del entendimiento; pero ésta era, según ellos, sólo lógica, mientras que para los otros [era] mística. Aquéllos admitieron conceptos intelectuales, pero supusieron objetos solamente sensibles. Éstos exigían que los objetos verdaderos fueran meramente inteligibles, y sostuvieron una intuición[efectuada] por el entendimiento puro, no acompañado por los sentidos, y, según la opinión de ellos, sólo confundido. 2) En lo que respecta al origen de los conocimientos racionales puros, si son derivados de la experiencia, o si, independientemente de ésta, tienen la fuente de ellos en la razón. Aristóteles puede ser considerado el jefe de los empiristas, y Platón el de los noologistas. Locke, que en tiempos más recientes siguió al primero, y Leibniz, que siguió al último (aunque a bastante distancia del sistema místico de él), no pudieron tampoco, en este debate, llegar a ninguna decisión. Epicuro procedió, al menos, mucho más consecuentemente según su sistema sensualista (pues nunca fue, con sus conclusiones, más allá de los límites de la experiencia) que Aristóteles y Locke (principalmente el último), quien, después de haber derivado de la experiencia todos los conceptos y principios, va tan lejos en el uso de ellos, que afirma que se puede demostrar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma (aunque ambos objetos están por completo fuera de los límites de la experiencia posible) con tanta evidencia como cualquier teorema matemático
Ahora bien, quien ofreció un panorama completo de la sociedad griega, de sus orígenes espirituales orientales, de la negación consciente de su génesis y de su originalidad como pueblo, fue Hegel en sus Lecciones de Historia de la Filosofía I, publicada por primera vez por Karl Ludwig Michelet en 1833, cuando procedió a enunciar explícitamente:
Pero lo que nos familiariza con los griegos es la conciencia de que supieron hacer de su mundo una verdadera patria; el espíritu común hacia la patria en que se vive es lo que nos hace sentirnos unidos a ellos. Así como en la vida corriente ocurre que nos sintamos a gusto entre las gentes y las familias que viven contentas y satisfechas en su casa, sin querer salir de ella y buscar nuevos horizontes, así nos sentimos a gusto con los griegos. Es cierto que tomaron los rudimentos sustanciales de su religión, de su cultura, de su convivencia social, en mayor o menor medida, del Asia, de Siria y de Egipto; pero supieron anular de tal modo lo que había de extraño en estos orígenes, lo transformaron, elaboraron e invirtieron, haciendo de ello algo distinto a lo que era, de tal modo, que lo que nosotros, al igual que ellos mismos, apreciamos, reconocemos y amamos en eso es, esencialmente, lo suyo propio. Por eso, en la historia de la vida griega, por mucho que en ella nos remontemos y debamos remontarnos, podríamos perfectamente prescindir de esta marcha hacia atrás para descubrir dentro de su propio mundo y modo de ser y de vivir los comienzos, los gérmenes y la trayectoria de la ciencia y el arte hasta llegar a su florecimiento, lo mismo que las fuentes de su decadencia, sin salir para nada de su órbita propia. En efecto, su desarrollo espiritual sólo utiliza lo recibido, lo extraño, a manera de materia y de impulso; los griegos jamás pierden la conciencia de actuar, en ello, como hombres libres. La forma que saben imprimir al fundamento ajeno es ese peculiar aliento espiritual que da el espíritu de la libertad y la belleza, el cual, si bien de una parte puede ser tomado como forma, de otra parte, es, de hecho, lo sustancial supremo.
Hegel se adentró en el análisis de las características esenciales del pueblo griego que le llevaron a configurarse como nación, a pesar de su dispersión geográfica, entre los que destacó la definición de su perfil identitario, su manera original y única de ser, pensar, reflexionar y actuar, así como la estructuración de una serie de elementos que posibilitaron su nacimiento o renacimiento espiritual:
Pero los griegos no sólo supieron crearse, así, lo sustancial de su cultura y acomodarse a gusto en su existencia, sino que supieron, además, honrar su renacimiento espiritual, que fue su verdadero nacimiento. Relegaron al fondo, como por ingratitud, el origen extranjero de su cultura propia, lo sepultaron tal vez entre las sombras de los misterios que mantenían en secreto ante ellos mismos. No sólo supieron ser ellos mismos, usar y disfrutar lo que hicieron por sí mismos de lo recibido de otros, sino que hicieron de esta intimidad, de toda su existencia, la base y el origen de lo que llegaron a ser, y lo hicieron así de un modo consciente, con gratitud y alegría y no sólo para llegar a ser eso y para usar y disfrutar de este modo de ser. Pues su espíritu, como nacido de un renacimiento espiritual, consiste precisamente en ser lo que son, lo suyo, y en vivir dentro de ello como dentro de sí. Conciben su propia existencia como algo aparte, como un objeto que se engendra, como un ser para sí y que adquiere en ello su bondad y su razón de ser; y, de este modo, se hacen una historia de todo lo que han sido y han poseído.
Como se habrá visto, Hegel hace una descripción pormenorizada, genial y única de la historia intelectual del pueblo griego, el cual, tal como propuso Henríquez Ureña, supo beber de todas las fuentes extrañas y al mismo tiempo fue capaz de beber de todos los ríos nativos, para ir definiendo paso a paso su propia identidad y así alcanzar los más elevados estándares de desarrollo espiritual, político y social. No conforme con esos trazos magistrales en torno al proceder del pueblo griego, Hegel se explaya en explicar los elementos más específicos de la vida de este conglomerado humano, destacando entre ellos uno que le distingue de una manera muy peculiar: su filosofía. Veamos:
Los griegos no se representan a su modo solamente el nacimiento del mundo, es decir, de los dioses y de los hombres, de la tierra, del cielo, de los vientos, de las montañas y los ríos, sino el de todos y cada uno de los aspectos de su propia existencia, cómo adquirieron el fuego y los sacrificios que ello les costó, la siembra, la agricultura, el olivo, el caballo, el matrimonio, la propiedad, las leyes, las artes, el culto religioso, las ciencias, las ciudades, los linajes de los príncipes, etc.; de todo ello se representan imaginativamente el origen en graciosas historias, de cómo se convirtió históricamente en obra y mérito suyo, según este aspecto externo. En esta misma intimidad existente y, más precisamente, en el espíritu de la intimidad, en este espíritu de una vida representada cabe, con arreglo a su existencia física, civil, jurídica, moral y política, en este carácter de la libre y bella historicidad, según la cual lo que los griegos son existe también en ellos como Mnemosine, reside también el germen de la libertad pensante y, con ello, la necesidad de que naciera en el seno de este pueblo la filosofía. Así como los griegos viven a gusto en su mundo, la filosofía es, precisamente, esto mismo, pues no consiste sino en que el hombre viva a gusto en su espíritu, se sienta en él como en la intimidad. Y, del mismo modo que nosotros nos encontramos, en general, a gusto entre los griegos, tenemos necesariamente que sentirnos a gusto, especialmente, en su filosofía, pero no como entre ellos, pues la filosofía se siente precisamente en ella misma como en su casa, y de lo que aquí se trata es del pensamiento, de lo que tenemos de más propio, de más nuestro y libre de toda particularidad. La trayectoria y el despliegue del pensamiento se manifiestan en los griegos partiendo de sus elementos protoriginarios; y, para comprender su filosofía, podemos permanecer dentro de ellos mismos, sin necesidad de buscar ninguna otra clase de motivos externos.
Ahora bien, Hegel procede a mostrar los vínculos históricos y las diferencias marcadas que existen entre la sustancialidad oriental y la sustancialidad griega de la unidad del espíritu y la naturaleza. En el caso de los orientales se fueron al extremo opuesto de la subjetividad abstracta, al formalismo abstracto o vacuo, pues al tratar de abstraerse de la naturaleza subsumieron al espíritu en ella, otorgándole una mayor preponderancia a la intuición, mientras que los griegos se mantuvieron en el punto medio de las dos posiciones extremas, de la que siempre hablaba Aristóteles en gran parte de sus escritos, al hacerse conscientes de que tenían como base o fundamento la unidad sustancial de naturaleza y espíritu, pero donde el espíritu se hace consciente de sus límites, de que tiene aún por contenido, esencia y sustrato aquella primera unidad, pero donde también es capaz de reconocer su libertad como sujeto, es decir, donde la espiritualidad se constituye en el sujeto dominante o predominante en esa unidad. Así lo plantea Hegel en las siguientes ideas reflexivas:
Pero es necesario que nos detengamos a puntualizar su carácter y su punto de vista. Los griegos parten de una premisa histórica, por la misma razón por la que han brotado de sí mismos; y esta premisa histórica, concebida a través del pensamiento, es la de la sustancialidad oriental de la unidad natural del espíritu y la naturaleza. Lo que ocurre es que el brotar de sí mismo es el extremo opuesto de la subjetividad abstracta, cuando ésta es todavía una fórmula vacua o, mejor dicho, convertida en vacua; es el formalismo puro, el principio abstracto del mundo moderno. Los griegos ocupan el bello punto intermedio entre ambas posiciones extremas, que es el centro de la belleza por ser, al mismo tiempo, algo natural y algo espiritual, pero de tal modo que la espiritualidad es y sigue siendo, en él, el sujeto dominante, determinante. El espíritu, sumido en la naturaleza, forma una unidad sustancial con ella y —siendo como es conciencia— es predominantemente intuición: como conciencia subjetiva, indudablemente, formadora, pero desmedida. Los griegos tenían como base, como esencia, la unidad sustancial de naturaleza y espíritu; y, teniendo y sabiendo esto como objeto, pero sin desaparecer en él, sino penetrando dentro de sí mismos, no llegaron a caer, volviendo atrás, en el extremo de la subjetividad formal, sino que formaban una unidad consigo mismos: por tanto, como sujeto libre que, teniendo todavía por contenido, esencia y sustrato aquella primera unidad, constituía su objeto de la belleza. La fase de la conciencia griega es la fase de la belleza. La belleza es, en efecto, el ideal, el pensamiento que brota del espíritu; pero de tal modo que la individualidad espiritual no es aún para sí, como subjetividad abstracta llamada a desarrollar en sí misma su existencia hacia el mundo del pensamiento.
Al hacer un análisis del contexto cultural e intelectual que vivió Alemania entre los siglos XVIII y XIX, el humanista Henríquez Ureña habla de la gran transformación que significó para ese país un movimiento innovador en las esferas de la filosofía, el arte y la historia, donde la noción de humanismo que, en el renacimiento, era sumamente limitada, ahora adquiere una perspectiva integral, ya que adoptó una mirada crítica en torno a la antigüedad, por cuanto no asumió la cultura clásica como ornamento sino como fundamento sólido de la formación intelectual y moral que primaría a partir de entonces:
Y llegó al cabo, con el segundo gran movimiento de renovación intelectual de los tiempos modernos, el dirigido por Alemania a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. De ese período, que abre una era nueva en filosofía y en arte, y que funda el criterio histórico de nuestros días, data la interpretación crítica de la antigüedad. La designación de ‘humanidades’, que en el Renacimiento tuvo carácter limitativo, adquiere ahora sentido amplísimo. El ‘nuevo humanismo’ exalta la cultura clásica, no como adorno artístico, sino como base de formación intelectual y moral.
Asimismo, Henríquez Ureña destaca los grandes beneficios que obtuvieron las letras españolas de ese trascendente y fructífero movimiento de renovación intelectual alemán, pues de allí salieron los métodos que contribuirían a renovar la erudición española, después de dos centurias de labor difícil e incoherente, cuando fueron introducidos por don Manuel Milá y Fontanals y luego los propagó don Marcelino Menéndez Pelayo y su destacada escuela, de la cual Ramón Menéndez y Pidal fue, sin lugar a dudas, su más aventajado discípulo.
Al referirse al periodo de influencia alemana en la obra de Manuel Milá Fontanals, el hispanista alemán Juretschke Meyer destaca el vínculo que tuvo este autor catalán con el clasicismo y el romanticismo, desde su primer artículo escrito en 1836, que llevaba exactamente ese nombre, hasta los días postreros de su vida, en los siguientes términos:
El conjunto del edificio estético, levantado en la época clásico-romántica, se ofrecía a Milá como una y la misma cosa, abarcando a Schiller y a los Schlegel, y muy singularmente a August Wilhelm interpretado por A. Manzoni, otro gran maestro del catalán. Milá vivía en este mundo desde hacía ya tiempo, como nos lo revela su artículo juvenil de 1836 titulado Clasicismo y romanticismo. En este breve raciocinio ya aceptó la diferenciación fundamental, introducida paulatinamente por Lessing, Herder y Schiller, y expuesta de modo sistemático por A. W. Schlegel en su Curso de literatura dramática. Recordemos el comienzo del párrafo final de Milá: "Hemos considerado tres especies de poesía: la falsamente llamada clásica, la clásica y la romántica. Puede llamarse a la primera, juego de palabras; a la segunda, poesía de los sentidos, y a la tercera, poesía del espíritu. Olvidada enteramente la primera, reine la romántica, siendo la segunda un recuerdo de la bella antigüedad, el canto del viajero a las ruinas de Grecia y Roma." El estudioso de temas de literatura comparada suele ignorar la postura de Milá, porque siendo siempre la misma no se presenta, en cambio, de la misma manera, es decir, con la misma terminología. Siguiendo a Lista, a Friedrich Schlegel y a no pocos críticos ingleses, Milá renunció al uso de la palabra "romántico", por su sentido ambiguo, y empleó en su lugar la voz ‘’romancesco" o "moderno". Al proceder así elige, además, dentro del romanticismo la vertiente histórica y conservadora, dándole preferencia sobre la del Stum und Drang y la del romanticismo francés de Hugo y Dumas, elección, por otra parte, de tanta significación para el propio Milá.
Para despejar toda duda respecto del vínculo de Milá y Fontanals con el movimiento intelectual alemán de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, Juretschke Meyer procede a establecer la relación que hubo entre su proceso formativo y la filología alemana, sobre todo en lo relativo a los estudios clásicos y la romanística, cuyos aportes les sirvieron de base para contribuir a la regeneración de la cultura de su país, tomando en cuenta la labor espectacular de los hermanos Schlegel tanto en el ámbito de la romanística filológica y literaria como el plano de las investigaciones históricas propiamente dichas. De esta manera lo expresa Juretschke Meyer:
Notable es, de todas maneras, la participación que tuvo en el desarrollo formativo de Milá la filología alemana por dos de sus realizaciones más señeras: la de los estudios clásicos y la romanística; la primera, por su tradición privilegiada en la vanguardia del saber; la segunda, por sus recientes triunfos en tierras incógnitas. Para valorar este fenómeno en su justa proporción quizá sea provechoso recordar que un eminente historiador de la cultura alemana, Rudolf Haym, el intérprete del romanticismo, de Herder y de Hegel, abrigó la esperanza de que la filología clásica pudiera ayudar sensiblemente a una regeneración de la cultura de su país, cansado de tanta aventura espiritual durante el período clásico-romántico. Y en el campo de la romanística no está de más subrayar que sus primeros representantes propiamente académicos actuaban en la creencia de descubrir la historia cultural de Europa para todo el mundo occidental, al investigar su índole popular y nacional, opinión que compartía un hombre personalmente tan modesto como lo fue el gran bibliotecario vienés Ferdinand Wolf. En las dos ramas de la filología fueron los hermanos Schlegel perspicaces y preclaros precursores; Friedrich, en las ciencias de la antigüedad, como lo demostramos al principio de este estudio; August Wilhelm, en la romanística, tanto en la especialidad filológica como en la literaria. Por ellos supo Milá primeramente de los avances espectaculares de las investigaciones históricas, al penetrar las obras de los dos hermanos en el mundo neolatino a través de numerosas traducciones, y en el caso de August Wilhelm, asimismo, por los numerosos artículos que el gran lingüista redactó en idioma francés. Milá los aprovechó tan extensa y reiteradamente porque su conocimiento limitado del alemán le obstaculizó de hecho el acceso directo a fuentes en parte más profundas y, en todo caso, más varias e igualmente caudalosas. Los Schlegel le dieron el instrumental moderno para la realización de sus proyectos profesionales. De ahí se explican las innumerables referencias a uno y a otro en la obra de Milá al margen de la discusión sobre el romanticismo.
La labor posterior que realizaron Marcelino Menéndez Pelayo y Ramón Menéndez Pidal en el ámbito de la recuperación de la producción historiográfica, cultural, científica y literaria tanto europea, española como hispanoamericana, son la muestra más evidente del gran influjo que tuvo Milá y Fontanals en la generación que le sucedió.
Menéndez Pelayo refiere los grandes aportes de Alemania a la estética a través de Kant y de los filósofos kantianos de finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, en los siguientes términos:
unque la Estética no sea exclusivamente ciencia alemana, como pregonan con su admirable y habitual modestia los críticos ultra-rhenanos, no puede negar, el más prevenido en contra de ellos, que desde los últimos años del siglo XVIII hasta el momento actual, sólo en Alemania ha alcanzado la filosofía del arte un verdadero y orgánico desarrollo; sólo allí tiene verdadera historia, entendida esta palabra en el sentido de sucesión interna y lógica de ideas y de sistemas, que se engendran los unos de los otros, no por contacto fortuito, sino por derivación espontánea. No quiere esto decir que, en Francia, en Inglaterra, y aun en Italia y España, hayan dejado de producirse ideas aisladas y aun teorías y libros de notable precio; pero no hay para qué ocultarlo: los verdaderos monumentos de la ciencia estética durante este siglo, no hay que buscarlos en inglés ni en francés ni en otra lengua que no sea la alemana. Lo que en otras naciones ha florecido, a veces con singular pujanza, es más bien la Estética aplicada, la crítica literaria y artística, en la cual, a mi ver, los franceses nada tienen que envidiar a sus vecinos. Pero los fundamentos mismos de la crítica, la teoría general del arte, y mucho más la pura filosofía de lo bello, suelen adolecer en Francia de una superficialidad notable, que los reduce a elegante discreto, y en Inglaterra de un carácter empírico y positivo, capaz de matar en germen toda Estética, aun en los pensadores que pueden calificarse de relativamente idealistas. Hay excepciones memorables, y ya las iremos conociendo; pero la regla general es la que queda consignada. No entendemos por eso menospreciar en manera alguna los trabajos de la Estética aplicada, sin la cual resultan vanos y estériles los más altos conceptos metafísicos. Pero lo cierto es que, desde Kant hasta ahora, tales conceptos se han elaborado la mayor parte en Alemania. A ella pertenece la hegemonía intelectual en este siglo, y dado que en otras ciencias haya naciones que con fundamento se la puedan disputar, no ciertamente en lo que toca a los estudios estéticos, cultivados allí con más entusiasmo y seriedad que en ninguna parte.
Es indudable que Milá y Fontanals creó escuela en la España del siglo XIX e inicios del siglo XX, con Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal. Henríquez Ureña se benefició grandemente de esta herencia, al ser parte del Centro de Estudios Históricos que dirigió el gran humanista español Menéndez Pidal, quien prologó su libro La Versificación Irregular en la Poesía Castellana, publicado íntegramente en la Revista de Filología Española en 1920 y expresó las siguientes palabras de elogio a la obra de este gran pensador y crítico dominicano e iberoamericano:
Al estudio de todas las épocas de esa versificación irregular ha consagrado el Sr. Henríquez Ureña el presente libro, donde ha organizado por primera vez una vasta materia que comprende desde los orígenes medievales hasta la lírica de las zarzuelas y del género chico y hasta la revolución contemporánea iniciada por Rubén Darío. Bajo el atractivo de una materia hasta hoy tan desatendida, el autor no siempre se limita a su propio campo; pero no tenemos, sino que agradecerle cuando alguna vez se deja llevar irresistiblemente fuera de la versificación para agrupar algunos asuntos de la poesía lírica, de modo que, en ocasiones, deja de hacer un estudio de formas para esbozar el de algunos temas poéticos. ¿Qué puede chocarnos algún otro desorden en el examen de tan abundantes cuestiones como de continuo sugiere el verso irregular? En este libro hallamos felizmente vencidas las principales dificultades de la sistematización de una materia hasta hoy no tratada en su conjunto. Para descubrir las breves muestras de un verso relegado a condición inferior, Henríquez Ureña ha realizado una vasta exploración bibliográfica; para comprender e interpretar formas poéticas, hasta ahora descuidadas, ha llevado su atención en direcciones nuevas y originales, ilustrando, con fortuna, los contactos y mezclas de los dos principios de versificación que luchan y conviven. En adelante, todo estudio sobre nuestra lírica ha de deber mucho a este libro de Henríquez Ureña, que recibimos con sincera gratitud.
Treinta seis años después, cuando se le rinde homenaje póstumo a Henríquez Ureña, al cumplirse los primeros diez años de su fallecimiento, en la Revista Iberoamericana Nos. 41-42, de enero-diciembre de 1956, en su condición de Director de la Real Academia Española de la Lengua, Menéndez Pidal recuerda muy gratamente los aportes del insigne pensador dominicano con las siguientes palabras, en carta del 26 de diciembre de 1956 dirigida al escritor Alfredo A. Roggiano, Director técnico de la Revista Iberoamericana:
Reciba en estas líneas mi adhesión al homenaje que la Revista Iberoamericana rinde a la memoria del gran escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña, que tanto ha hecho para ilustrar, facilitar y difundir el conocimiento de la literatura española. Mi recuerdo va con añoranza a los años en que Henríquez Ureña residió en Madrid y colaboró en el Centro de Estudios Históricos, cuando publicó en 1920 la primera edición de su eruditísimo y novedoso trabajo sobre La Versificación Irregular en la Poesía Castellana. Lo recuerdo muy especialmente porque ese estudio es la mejor muestra de las altas cualidades del autor para organizar una materia nunca estudiada en su conjunto hasta entonces y para dar luz sobre un arte no académico, pero arte hondamente sentido por la musa española.
Como se ha podido observar, Henríquez Ureña se interesó en verificar cómo el pensamiento de la antigüedad grecolatina era filtrado por la modernidad, primero de una forma un tanto deficiente y unilateral por el movimiento renacentista y luego de manera integral y consecuente por la filosofía clásica alemana. Esta se expresó más claramente a través del idealismo alemán que tuvo como máximos representantes a Immanuel Kant y Friedrich Hegel, en el romanticismo alemán que representaron de forma cimera Goethe, Heine, los hermanos Schlegel, Schiller, Schelling, Fichte, Novalis, Mozart y Beethoven, entre otros, así como en el materialismo antropológico, cuya figura más destacada lo fue Ludwig Feuerbach, quien, con su crítica antropológica de la religión, creó lo que se podría denominar el humanismo ateo contemporáneo o el ateísmo antropológico. Esos inmensos aportes, vistos de conjunto, serían las bases tanto del desarrollo ulterior de la filosofía, de la ciencia histórica, de la erudición española, así como de la creación del materialismo dialéctico e histórico que posteriormente formularían los pensadores alemanes Karl Marx y Friedrich Engels.
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