Que la sospecha en su desenlace final, aunque buscaba librarse de envejecer, haya tocado la puerta de “la soberbia millonaria”, Dunda Dabrowski, durante sus ya desgastados y temporales pasos sobre la arcilla; su agitada conciencia y remordimientos por el suicidio de su hija Irina; y su antaño desfogue de vívida lascivia que había experimentado con “su antiguo amante y mejor amigo”, Iván Turguení, cuya identidad se había disipado por su letal apego emocional a la señora, constituyen toda una urgente y expiatoria triada en su atardecer de águila caída tras los afanes del poder y de la fama.

Y es que, en “Ruidos de silencios”, capítulo de la novela Luces de Alfareros, de la autora Ana Almonte, hasta la complacencia por el arte, con el retiro de la inescrutable efigie de La Lamia y diversas pinturas famosas de uno de los pisos de la torre colosal habitada por Dabrowski junto al señor Turguení, había penetrado en la cuenta regresiva que, sin el tiempo de la prisa, los sentidos le detraen trascendencia, malográndola. Empero, la acaudalada señora, bajo análisis y regular evaluación médica, se mantenía alerta, de “buen ánimo”, obstinada, “en plena faena”, con su vastísimo emporio, contabilizando “pérdidas y ganancias”, si bien acorralada por los sufrimientos y la piedad inevitable de los años. De modo que, confrontando su intenso drama, agotamiento, que progresaba en forma irreversible, la señora Dabrowski empezaba a recorrer, ante los emisarios de una muerte que se presentía próxima, el esotérico mundo en pos de penetrar “el secreto de la larga vida”, en potestad, a través de un texto sacro, el Canon Pali, de la legendaria Eillen Chang, última soberana china, renombrada La inmortal por su longevidad extensa, ciento setenta años, y por la que Dunda hubo de emprender, metida en otras culturas y civilizaciones del pasado, un prolongado y arriesgado recorrido hasta el sepulcro, sito en un monasterio budista de la dinastía Xía, de la famosa emperatriz. Ahora bien, ¿de qué sirvió el propósito, sobrevenido a la Dabrowski, arrebujada en su codicia terrenal, de cumplimentar, venerar, los restos milenarios de una criatura arcana como la mítica Chang? Quizás, para su propio reverbero, manifiesto, fijo en el frontispicio mismo del templo, en la partida de un dragón, “el poder, la nobleza, la fuerza, la sabiduría”, pero igualmente revelado en la contrapartida de una espada, la ruina, el desengaño y el deceso, en franca transacción de los opuestos, apuntándole a la sierpe.

Así, “atrapado en…[su] cuerpo desde hace años”, el sacerdote responsable del santuario, donde perduraban, “protegidas del mundo occidental”, las susodichas escrituras del “Libro de la vida”, asume, frente a su encuentro con la empresaria peregrina, los mismos altibajos, en su “viaje final”, que acarrean, desde que el mundo es mundo, “el ser humano se agota”, los factores del tiempo, el poder y la condición humana que de igual manera padecía la señora Dabrowski en el atardecer, palpable y recóndito, del fardo inane de sus días. ¿De qué le valió, entonces, para preservar su facha ante sucesos contingentes, “externos”, ostensibles, o “accidentes”, contratiempos, tener en aquella guía “el secreto de la larga vida”, o el néctar que la eximiera de envejecer y la librara de la muerte? El hecho de que las “líneas de [su] destino” y su linaje estuviesen registradas, prior a su existencia, en las sagradas escrituras del Canon Pali, ¿timo del libre albedrío?, hubo de fundar una fuerte advertencia de sus límites en el signo presagiado, impuesto, inevitable y trágico que, en su punto fundacional de quiebre, habría de impactar, de manera ominosa, en el remate de su hija Irina, “¿qué es mi vida? Mi hija muerta, el ser que más he amado por encima de mí misma, ya no existe, la mate por mi dejadez”. Además, el auto exilio, extrañamiento, cebándose en su nieta, Dalsy Dabrowski, en una isla de aborígenes, renunciando, para mutar a otra forma de existir, a la salvaguardia económica de su abuela, la señora Dabrowski, quien, aun así, saturada de golpes y catástrofes, había pedido, previamente, a su vasallo Turguení, mientras éste bruñía, en la colección estética de la dama, la talla de La Lamia, que si ella sucumbiera por algún revés, él supiera qué hacer con el Canon Pali, persuadida, la diva, de que ese volumen aguardaba el misterio perdurable de sus pasos por este mundo de la arcilla. En efecto, a lo largo de los años, Dunda Dabrowski, presuntuosa, había “succion[ado] parte de las características proyectadas en aquel personaje de leyenda”, símbolo mitológico, inescrutable y de malaventuras.
“En adelante y en contraparte, iría por el mundo haciéndose pasar por humana desatando la furia, celos, frustración de hombres que no la podían poseer, provocándoles, con su seductora belleza, la muerte o locura toda vez que dejaba al descubierto su real naturaleza”.
En realidad, pieza cautivadora de la que Iván, apasionado, “conmovido”, ante la “posición estática y lasciva” de tanta belleza, no intuía por qué la señora Dabrowski, a quien estaba subyugado, quería liberarse, “desprenderse”, ¿abdicación de su pasado?, de la legendaria, brutal y “seductora diosa”, ¿su propia e intricada mímesis?, en contraposición a la mítica Eillen Chang, su otra cornucopia. Discanto, finalmente, que así mismo se aniquila a la espera, inapelable, de la parca que proclama los dolores inevitables y la disolución inexorable como nuestro último y trágico destino. Pruebas que a Turguení, en su viacrucis vital, venían pisándole los talones, atrapado, desde mozo, allá, en la ciudad rusa de Sérgiyev, asediado por la “sonrisa enigmática y, a veces, pícara” de aquella joven, Dunda Dabrowski, ahora envejecida, “encanecida”, a quien Iván rememora como un excepcional espectro, o fuego fatuo, persiguiéndola, “¿Qué tanto me miras?, “No te miro…, te sueño”, tras sus huellas, codiciándola, en tanto miraba caer su adolescencia, tal las hojas en el otoño, sobre el escenario y auxilio de sus brazos enardecidos, aguardando a que Dunda, “reía a carcajadas”, transfigurada en una deidad, “de bronce, más que la Lamía”, nunca madurara al pie de sus mórbidos apegos, empantanados y eternos.
“Inspeccionaba la almohada donde yacía su cabeza pequeña, que se cubría de otro color tras alguna ventana semiabierta en días de verano, cuando la luz plateada de la luna dejaba ante el asombro de sus ojos un efecto cegador, que la fulminaba por completo hasta hacerla de bronce, más que la Lamía, como una extraña aparición, esa que sus ojos veían transformada en deidad”.
El atronador fervor y morbosa admiración de Turguení por la que sería la empresaria más exitosa de Usamérica, Dunda Dabrowski, luego de que ambos se desplazaran de Moscú, lo convirtió en la “sombra” de esa mujer avasallante, inflexible, sañuda y decidida, terminante, pero “suya en la vejez” aunque jamás envejeciera por su entregada castidad, y en su esclavo, “sirviente” vitalicio, preferible, en su obsesión lujuriosa, “le pertenecía por entero”, aun a costa de doblegar su voluntad y juicio. Incluso, una vez pensó estar enamorado, prendado, desaguando su frenesí con otra a la que Dunda, su expresión congelada, lujo y vanidad empuñados, sorprendió copulando en el interior de la cabaña que le había donado a su siervo, limosna disfrazada de altruismo, con su posesión de carne y huesos que la señora, contumaz, manejaba a su antojo, así pues, como si fuera él, Iván, desvaneciéndose en un suspiro, un objeto burdo, “eres de mi propiedad”, pegándole con los puños y, “hasta casi llorar”, encarándolo por el error cometido, corroborándole, “desbordada de pasión”, su existencia vulnerable, “así como son míos mis apartamentos, tiendas, cuadros, automóviles y todo cuanto poseo”. No bastó que atravesara las incógnitas fronteras trazada por su dueña, “si quisiera, acabaría contigo ahora mismo. ¿Quién te crees que eres para desafiarme?”, “Acaba conmigo entonces…ahora mismo solo soy un hombre enamorado que nunca ha sido correspondido”, a pesar de que Dunda en la cara le estrujaba su “derecho a una vida”. Sin embargo, luego de los dialógicos y corporales lances, más pudo la imaginaria y atractiva gravedad de la mujer que cualquier endiosamiento íntimo, “la debilidad por ella era más fuerte que su cordura”. Así que pasado un año ocultado, Turguení, pretendiendo, pero en vano, preterirla, ya de vuelta, el ángel de sus ensueños lo acoge, “Iván, prepara el desayuno”, ordenándole, sin ton ni son, tal como si nada hubiese ocurrido, no obstante de la “perturbada conciencia” y el “desmoronado” coraje de la dama, reiterando, angustiada: “Iván, ¿qué hago con este sufrimiento? ¿Qué es mi vida? Mi hija muerta…”. Culminación de sus múltiples avatares que, “desmejorada y entregada a la bebida”, la obligaba a abandonar los consejos que le aportara el tonsurado chino. Nunca superó el suicidio de su vástago, no sin los ruegos de Iván Turguení, palpándole con lisura, en el regazo de sus piernas, la prolongada cabellera de la mujer que un día fue: “Como todo ser humano, debe aprender a sobrellevar sus desgracias por muy pesadas que aparezcan”. Dunda Dabrowski lloró hasta la nueva alborada. Se mantuvo, eso sí, firme, apegada a sus teneres, perseverando a que su nieta, Dalsy Dabrowski, regresara para entregarle su vigoroso imperio antemano de que partiera del mundo de los vivos. Mientras que Turguení, su identidad comprometida, acusaba, entre “Ruidos de silencios”, un pernicioso y profundo vínculo afectivo. De ahí que, como escudero fiel, en caso de que Dunda Dabrowski, su idolatrada y mejor amiga, muriera primero, antes que él, Iván Turguení, redimido, desistiría de ser.
Compartir esta nota