“El arte no es halago pasajero destinado al olvido, sino esfuerzo que ayuda a la construcción espiritual del mundo.” Pedro Henríquez Ureña.
El origen de una búsqueda
Este testimonio nace de mi relación íntima con la palabra escrita, del diálogo entre idea y emoción.
Escribir ensayos, más que un oficio, ha sido para mí una búsqueda espiritual y estética: un intento de pensar con el alma, de reconciliarme con mis heridas y de hallar en la belleza una forma de verdad, donde el pensamiento finalmente respira.
Dedicado a mi amigo Alberto Perdomo, miembro del grupo El Puño y único sobreviviente de aquella hermandad creadora. Al volver a escribir y leer uno de mis ensayos, me preguntó cómo lo hago y por qué escribo ensayos.
Este texto es, en cierta forma, una respuesta a esa pregunta.
La palabra como libertad
El ensayo es, para mí, una forma de libertad: un territorio donde la mente se aventura sin mapas y la palabra encuentra su propio cauce.
No obedece a esquemas cerrados ni a la urgencia de probar nada; avanza con el pulso del asombro y la reflexión.
No escribo para enseñar ni para convencer: escribo para comprender.
A veces una idea me ronda como una sombra que pide ser escuchada. Entonces escribo, no para resolverla, sino para acompañarla.
Un estado del alma
He comprendido que el ensayo, más que un género literario, es un estado del alma: un espacio donde la razón y la emoción se encuentran sin miedo, donde las certezas se desarman y las preguntas respiran.
Del teatro heredé la tensión del conflicto dramático; del ensayo, la intimidad del pensamiento.
Hoy, al retomar la escritura tras un largo silencio, abrazo el ensayo como quien regresa a una casa distinta, pero igualmente suya.
El escenario me enseñó a escuchar a los personajes; el ensayo, a escucharme a mí mismo.
El desgarro de pensar
Escribir un ensayo me produce un desgaste emocional profundo.
No sé escribir desde la distancia: los temas me atraviesan, las palabras me desangran. Cada idea exige una entrega que me vacía y, sin embargo, me purifica.
Cuando termino un texto, dejo algo de mi alma en esas líneas, pero gano una claridad nueva: la que nace del dolor transformado en comprensión.
Porque pensar, cuando se hace con honestidad, también duele; pero ese dolor es la huella luminosa de haber sido verdaderamente consciente.
Pensar con belleza
El ensayo me permite pensar con belleza.
No me basta con entender: necesito que el pensamiento tenga ritmo, que suene a verdad y a música interior.
Cada palabra debe caer en su sitio, como hoja madura que encuentra su tierra, o como nota musical que completa una melodía secreta.
Intento cuidar el lenguaje, no como adorno, sino como respiración espiritual.
En el equilibrio entre forma y fondo encuentro algo parecido a la paz.
Los maestros que moldearon mi visión
Mi relación con el ensayo nació del encuentro con quienes hicieron del pensamiento una obra de arte.
De Borges aprendí que la inteligencia puede latir al compás de la poesía.
De Octavio Paz, que el pensamiento puede ser puente entre la palabra y el misterio.
De Eduardo Galeano, que escribir también es ternura y rebeldía.
De Mario Vargas Llosa, que la cultura y la libertad son hermanas inseparables.
Y de Pedro Henríquez Ureña, que el pensamiento tiene raíces, y que solo quien conoce su identidad puede hablar con voz propia al mundo.
Ellos me enseñaron que pensar con belleza es también una forma de amar el mundo.
Espejo del alma
Gracias a leerlos, comprendí que el ensayo es un espejo del alma, un ejercicio de conciencia y de belleza.
Cada texto es una travesía interior, una conversación con mis sombras y mis luces.
Quizá no logre aclarar el mundo, pero siempre me aclara a mí.
Por eso he abrazado el ensayo como quien vuelve al mar para escuchar su propio eco, sabiendo que toda ola que se aleja vuelve transformada.
Una forma de resistencia
El ensayo me ha enseñado a reconciliar razón y emoción, historia y conciencia, patria y alma.
Pensar no es un acto seco ni académico: es un acto de ternura.
Escribir, como amar o creer, también es una forma de resistir.
En el ensayo, la palabra se vuelve conciencia y la conciencia, belleza.
Me recuerda que el pensamiento no necesita ser frío para ser profundo, ni la belleza ligera para ser verdadera.
Al final, escribir ensayos es mi manera de no rendirme ante el ruido del mundo.
Es mi forma de creer, todavía, que la palabra puede salvarnos del olvido, aunque sea solo con un soplo de lucidez.
Cita tomada de Pedro Henríquez Ureña, “Horas de estudio” (1910), en Obras Completas, Tomo I.
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