– A Gustavo Biaggi,
hermano de fe y conciencia,
por sembrar la pregunta justa
y recordarme que la palabra cultura, también es patria.-
Hay una línea invisible que parte la isla en dos. No es solo un trazo geográfico; es una herida abierta, una cicatriz que sangra en silencio. La frontera que nos divide no es únicamente física: es también simbólica. Un muro de prejuicios, un eco de invasiones, una desconfianza que se hereda más de lo que se razona.
Vivimos en una isla donde coexisten dos pueblos distintos: Haití y República Dominicana, hijos de la misma tierra, criados en historias opuestas. Uno lucha por sobrevivir a su tragedia; el otro, por sostener su identidad. Y aunque la amenaza parece externa, la verdadera batalla ocurre dentro: estamos perdiendo nuestra alma por descuido, no solamente por invasión.
No hay cañones ni tropas, pero sí una ocupación silenciosa que debe ser regulada, como lo hacen todas las naciones. Vendedores, parturientas, jornaleros, lenguas mezcladas, himnos que ya no se cantan. Lo que antes era cruce, ahora es entrega. Y lo más grave: parece que no nos damos cuenta. Porque no es solo Haití quien amenaza nuestra soberanía. Somos nosotros quienes hemos dejado de cuidarla.
La historia ha dado señales. Juan Bosch, con su mirada sabia, entendía que sin cultura no hay nación. Joaquín Balaguer, desde otro ángulo, temía la disolución de lo dominicano en una convivencia sin identidad. Pedro Henríquez Ureña nos advirtió del Caribe frágil que somos, y Manuel Núñez ha sido claro: el conflicto es cultural antes que económico.
No basta con repetir el himno. La cultura no se recita únicamente: se cultiva, se celebra, se vive con pasión. Si hoy sentimos que algo se deshace, es porque hemos dejado de sembrar cultura en nuestras casas, en las aulas, en las provincias, en los parques, en los barrios. Hemos invertido en asfalto, no en identidad.
Y un país sin cultura es un país sin defensas.
¿Qué nos queda?
Nos queda lo más poderoso: lo que nos hace únicos.
Nos queda nuestra lengua, tan creativa que cada día inventa palabras con sabor.
Nos queda el merengue, que no se baila: se habita.
Nos queda la bachata, que dice lo que la política calla.
Nos queda la Virgen de la Altagracia, que nos mira desde la basílica.
Nos queda el escudo con la Biblia abierta: palabra viva, raíz común.
Nos queda la memoria de Duarte, Sánchez, Mella, Luperón, Rosa Duarte, las Mirabal, Salomé Ureña, Ercilia Pepín.
Nos queda el sazón, el cuento, la carcajada, la picardía noble del barrio, el niño que sueña en dominicano.
Pero también hay culpas.
Mientras reclamamos respeto, descuidamos nuestra casa.
Los jóvenes ya no juegan a la plaquita ni saben de dónde viene el sancocho.
Los refranes se pierden.
La tambora se cambia por reguetón importado.
Los libros duermen mientras las pantallas dictan quiénes debemos ser.
No es Haití quien nos borra. Somos nosotros quienes dejamos de nombrarnos.
¿O qué seremos si perdemos la lengua, los gestos, los cuentos?
¿Dónde quedará el merengue de calle, la risa dominicana, el saludo que revive: “¿Cómo tú tá?”?
Esto no es un llamado al odio.
Es un grito de amor a lo que somos.
No se trata de excluir, sino de afirmar.
De volver a enseñar quiénes somos antes de que nos olvidemos.
De sembrar cultura como quien siembra vida: en los parques, en las aulas, en los altares, en todas partes donde estén los dominicanos.
Ahora bien: también sabemos, con sensatez, que el fortalecimiento de la cultura por sí solo no resuelve un problema tan complejo como el que tenemos con nuestros vecinos haitianos. No basta con cantar el himno ni bailar merengue para corregir el desorden que impera en la frontera y en la migración. La defensa cultural es esencial, sí, pero no sustituye la necesidad urgente de desmontar el entramado mafioso, corrupto, inmoral y criminal que opera en torno al tráfico y la deportación de ciudadanos haitianos.
Ese negocio —porque lo es— se ha convertido en un mercado negro amparado por redes que cruzan la política, el poder militar, el crimen y ciertos sectores empresariales. Mientras se criminaliza al pobre jornalero que cruza por necesidad, se protege al gran operador que se enriquece con la ilegalidad sistemática. No se puede hablar de soberanía sin enfrentar esa estructura podrida desde sus cimientos.
Hace unas semanas, el presidente Luis Abinader reunió a los expresidentes de la República y firmaron una proclama sobre la defensa de la soberanía. El gesto fue simbólicamente potente: unir voces históricamente divididas en torno a una causa común. Pero hay que decirlo con claridad: una foto no resuelve un problema estructural. No basta con proclamarse defensores de la patria mientras, al mismo tiempo, se tolera —o se negocia con— el entramado mafioso que administra el desorden migratorio en la frontera.
La unidad nacional no puede ser solo un acto escenográfico para la opinión pública. Debe traducirse en acciones firmes contra la corrupción en los cuerpos castrenses, en la migración ilegal organizada, en los intereses empresariales que lucran con la vulnerabilidad de los más pobres. De lo contrario, la proclama se vuelve un papel mojado, y el pueblo termina más confundido que fortalecido.
La frontera más profunda no está en Dajabón ni en Elías Piña.
La verdadera frontera —la última— es la cultura
Y no se defiende con soldados, sino con poetas, maestras, gestores culturales, músicos, teatristas, madres y padres que enseñan a orar en español, y abuelas que cuentan historias bajo la mata de mango en los patios y callejones.
Si perdemos esa frontera, no nos salvará ningún muro, ni discursos, y mucho menos lo que se dice en el salón del Congreso.
Pero mientras haya un verso que nos nombre, una canción que nos baile, una madre que diga “oremos”, un niño que cante el himno con alegría y una niña que pinte su rostro tricolor, todavía hay patria.
Y mientras haya alguien que defienda lo dominicano con el alma —no contra nadie, sino a favor de nosotros—, no habrá invasión pacífica ni silenciosa que pueda borrarnos.
Porque un país no se pierde cuando entra el otro.
Se pierde cuando deja de invertir en cultura.
Y entonces, ya nadie recuerda quién es.
Y eso, todavía, no ha pasado.
Y mientras tú leas esto y te duela, aún estamos a tiempo.
Compartir esta nota