La narrativa tiene diferentes vertientes; es como exponer los sucesos ante distintos jueces. Uno de ellos permite al expositor expandirse tanto como considere necesario, explicando y describiendo en detalle, utilizando ejemplos para llegar al final y convencer a este juez, que representa la ciudad de las novelas.
Otro es más impaciente y solo permite narrar algunos hechos directamente relacionados con el caso, sin digresiones que puedan confundir la historia. A él le gusta decir: «Ve al grano». Este juez representa la ciudad de los cuentos.
En otra sala de esa ciudad se encuentra un juez que solo necesita escuchar lo mínimo posible, lo estrictamente necesario para sacar conclusiones. Esa es la sala de los cuentos cortos. Y en una sala más se halla un juez que prefiere que, sin muchas explicaciones, le dejen entrever las cosas. No quiere nada directo; le gusta la ironía, los giros, los cambios, el humor y las interpretaciones. Además, impone severas restricciones: no quiere muchas palabras ni argumentos, pues él mismo se encarga de sacar sus propias conclusiones. Aquí el minimalismo toma su máxima expresión. Este juez representa a los microcuentos.
En estas ciudades, los jueces fueron impuestos porque han estudiado y analizado esos procesos durante muchos años y ya actúan como guías o disposiciones, de donde extraen sus propias conclusiones.
El microcuento o microrrelato, aunque a veces tiene la misma brevedad que un aforismo, una reflexión, un chiste o un refrán, es muy diferente de estos, ya que mantiene la estructura de un cuento.
Raymond Carver, escritor y poeta estadounidense —considerado uno de los principales cuentistas del siglo XX y de la literatura norteamericana— usaba en sus cuentos cortos el minimalismo y «el realismo sucio». Aun así, dijo: “Pienso que es bueno que en un relato haya un leve aire de amenaza… Debe haber tensión, una sensación de que algo es inminente”.
Esto indica que el cuento debe tener tensión que atraiga al lector y lo lleve a un final, ya sea esperado o no. Aunque, como hemos comentado en otros artículos, los maestros del cuento tienen ideas distintas sobre el tipo de final. Sin embargo, no es un secreto que esos finales hilarantes, contradictorios, reflexivos o con moraleja suelen tener mayor impacto en el lector.
Muchas veces, las etapas estructurales del microcuento no son fácilmente distinguibles —aunque sí deben estar presentes—, e incluso puede parecer que algunas no existen. No obstante, si se analiza con atención, se pueden encontrar el inicio, el desarrollo y el desenlace, ya sea mostrados, insinuados o sugeridos.
Uno de los microcuentos más famosos fue escrito por el guatemalteco Augusto Monterroso:
«Cuando desperté, aún el dinosaurio estaba allí»
Quien no lo analiza, no lo entenderá. Si se estudia desde su esencia, pertenece al subgénero fantástico. Aquí hay un desenlace claro, pero el inicio y el desarrollo quedan a la imaginación del lector: están sobreentendidos.
Si despertó y dice que aún el dinosaurio estaba allí, es porque ya lo había visto antes: ese sería el inicio. El desarrollo se puede inferir: ¿qué pasó antes? ¿Por qué se durmió? ¿Se desmayó al verlo? ¿Corrió y se cayó? ¿El dinosaurio lo golpeó? Todo esto hace más interesante el microcuento. El final está en la última frase: “aún el dinosaurio estaba allí”.
Alguien podría decir que el inicio es “cuando desperté”, el desarrollo: “aún el dinosaurio”, y el final: “estaba allí”. Sin embargo, me inclino por la estructura anterior.
Este cuento también admite múltiples interpretaciones: políticas, sociales, psicológicas. El lector tiene la libertad de reconstruirlo según su perspectiva. En este sentido, el microcuento puede asemejarse a la pintura: cada observador puede encontrarle un significado distinto.
Uno de los aspectos más preponderantes del microcuento es que estimula el pensamiento analítico y crítico, ya que obliga al lector a interpretar y descubrir la “verdad” o el mensaje oculto en tan pocas palabras.
Si analizamos otro microcuento famoso, escrito por Ernest Hemingway:
«Se venden: zapatos de bebé, sin usar»
Aquí, el inicio podría ser: “Se venden”. El desarrollo: “zapatos de bebé”, que en esas tres palabras ya encierra una historia implícita. Y el desenlace es: “sin usar”. Ahí radican todas las posibles interpretaciones.
Este final es impactante porque sugiere lo que pudo haber pasado: ¿Murió el niño? ¿Las circunstancias económicas obligaron a vender los zapatos antes de usarlos? ¿Fue una compra anticipada para un bebé que nunca nació? ¿Hubo un problema psicológico detrás? Cada lector puede llegar a conclusiones diferentes.
Hemingway aplicó en este cuento su famosa teoría del iceberg: solo se muestra lo mínimo, mientras que lo más importante queda sumergido, insinuado, sin ser explícitamente contado.
En los microrrelatos no hay una extensión máxima establecida. Sin embargo, aunque no existen límites estrictos, lo esencial es que sea un cuento breve, muy breve. Algunos autores fijan un máximo de 200 palabras, otros 150, y algunos bajan hasta 7 palabras. Hasta ahora, el más corto conocido es: “Cuando desperté, el dinosaurio aún estaba allí”.
Algunos escritores sostienen que el microrrelato no debería tratar temas comunes. Mi criterio es que todo depende de cómo se traten. Si bien hay temas manidos que pueden perjudicar la calidad del microcuento, también es cierto que hay temas populares que son fuente de sabiduría y cultura de los pueblos, y su inclusión puede enriquecer tanto la narrativa como fortalecer valores culturales.
Como hemos visto, el microrrelato se caracteriza por su minimalismo. No es necesario incluir demasiados detalles ni descripciones de personajes, a menos que estos sean fundamentales para la historia. El lector debe descubrir por sí mismo las intenciones del autor o, al menos, llegar a sus propias conclusiones al redescubrir la trama oculta en cada uno de ellos.
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