El país que no se pinta, pero se siente, duele y resiste. Lejos del lente turístico.
Mientras el mundo conoce nuestras playas, pocos descubren nuestro verdadero rostro: un país con historia, alma y herencia espiritual. ¿Hasta cuándo vamos a esconder lo que nos hace únicos?
Más allá del coco en la mano, de la postal de arena blanca y sonrisas fotogénicas, existe un país profundo que no aparece en los folletos ni en las redes sociales. Un país con cicatrices y alma. Este escrito es un llamado urgente a mirar más allá del decorado hotelero, a descubrir la República Dominicana real: compleja, viva, histórica, espiritual. Un país que merece ser conocido y contado con orgullo y dignidad, no solo ofrecido como sol y playa.
Lo que el turista no ve
El turista aterriza, se broncea, bebe ron y cerveza, baila merengue y bachata, se toma un agua de coco y se va —casi siempre— sin saber dónde estuvo.
Ignora que ha pisado la tierra de nuestros indígenas taínos, de nuestros libertadores Duarte y Luperón, de las heroínas Hermanas Mirabal, iconos del feminismo en el mundo debido a su lucha ferviente contra la dictadura de Trujillo que acabó arrebatándoles la vida. Camina sobre la memoria viva de quienes defendieron la libertad y soñaron un país más justo. .
Desconoce que esta es también la patria de Juan Marichal y de Juan Luis Guerra, que han hecho historia con una pelota o una canción, llevando en alto el nombre del país y el alma de nosotros sus compatriotas.
No sabe que cada rincón guarda historias intensas, contradictorias, como las de quienes han marcado nuestra identidad con luces, sombras y esperanza.
Nos hemos vendido como un paraíso fácil: sol eterno, sonrisa servicial, playas sin memoria. Y sí, todo eso existe. Pero no lo es todo. Falta aún mucho más.
“Hay un país en el mundo…” —escribió Pedro Mir—. Ese país profundo, herido, alegre y luminoso a la vez, casi nunca se muestra. Tampoco el país que inspiró La fiesta del Chivo de Vargas Llosa: un lugar donde la historia sangra bajo el barniz del turismo.
Paraíso sin alma
Hemos hecho del turismo una industria rentable, la columna vertebral de nuestra economía, pero desconectada de nuestros verdaderos valores como nación.
Ofrecemos cuerpos, paisajes, servicios… pero no ofrecemos el alma del país. El turista vive encapsulado en hoteles, consume lo exótico, se va sin rozar la sustancia que nos define como dominicanos.
No escucha la historia viva del merengue o la bachata nacida entre cañaverales y campos. No baila con un perico ripiao real, con acordeón, güira y tambora. Rara vez pisa la Ciudad Colonial para descubrir no solo monumentos, sino también memorias intensas. No entra a un teatro donde se cuente quiénes somos. No visita el Museo del Merengue ni el de la Bachata… porque simplemente no existen. Ningún ministro de Cultura o de Turismo ha tenido la visión o el coraje de crearlos.
“En total, en 2024 llegaron 8,535,742 turistas vía aérea y 2,656,305 a través de cruceros, alcanzando así la histórica cifra de 11,192,047 visitantes”, detalló el ministro de Turismo.
¿Cuántos recorrieron la Ciudad Colonial más allá de una foto?
¿Cuántos pisaron un museo, escucharon una historia dominicana o vieron un espectáculo artístico que contara quiénes somos?
Lo invisible que nos sostiene
Nuestra espiritualidad no es decorado, ni postal ni spot de TV: es raíz viva. Es una herida abierta, pero también promesa. Es la fe que camina, reza, sueña, ora y se levanta.
Hay rutas invisibles que nos sostienen como pueblo. Caminos que no están asfaltados, pero laten bajo nuestros pies. Uno de ellos es el Camino Altagraciano. Cada 21 de enero, y en muchas otras fechas, cientos de dominicanos —jóvenes, ancianos, familias enteras— caminan con los pies heridos y el corazón encendido hacia la Basílica de Higüey. Van cargando promesas, lágrimas, agradecimientos, ruegos.
Ese acto de fe podría convertirse en uno de los grandes destinos espirituales del Caribe. No solo para los turistas, sino para nosotros mismos, como pueblo que busca sentido, raíz, memoria.
¿Y si lo cuidamos, lo dignificamos, lo compartimos?
¿Y si creamos estaciones, señalización, espacios de descanso, apoyo comunitario?
¿Y si le damos la misma importancia que otros países dan a sus rutas sagradas?
España tiene el Camino de Santiago. México, la peregrinación a la Virgen de Guadalupe. Nosotros tenemos una ruta viva que atraviesa el Este con oración y esperanza, y aún no la miramos con la reverencia que merece.
Nuestro escudo lo dice: Dios, Patria y Libertad. Pero caminamos como si hubiéramos olvidado el primero.
Es hora de mirar el alma del país con amor, con visión, con políticas que integren turismo y fe, cultura y espiritualidad, economía y comunidad.
Porque no hay desarrollo sin memoria. No hay identidad sin alma.
¿Hasta cuándo, Señor?
¿Hasta cuándo vamos a silenciar la voz que dejaste en medio del camino?
Esa voz antigua que nos llama desde el polvo, que nos sacude con ternura, que nos pide volver a Ti.
Ese soplo tuyo que aún vive en nuestras raíces.
El béisbol: idioma silenciado
El béisbol es más que un deporte: es lenguaje, herencia, historia afectiva. Se juega antes de hablar. Se transmite como un fuego y se goza como solo nosotros sabemos hacerlo.
Desde los campos de caña hasta los estadios de Grandes Ligas, el béisbol cuenta quiénes somos. Pero no hay una Ruta del Béisbol. No hay museos nacionales. No hay homenaje permanente a Marichal, Pedro Martínez, Vladimir Guerrero, David Ortiz y tantos otros. ¿Por qué?
No todo se mide en medallas. También se mide en memoria, en comunidad, en orgullo.
Casi todos hemos lanzado una piedra o una tapa de botella como si fuera el mejor lanzamiento en el Estadio Quisqueya.
El béisbol, para los dominicanos, es la expresión más auténtica de su identidad: un campo donde se juegan no solo partidos, sino también sueños, historias y la esperanza de un futuro mejor.
Pero esa identidad beisbolera, aún no tiene casa.
Turismo con raíces: una deuda pendiente
El turismo cultural no es folclor de escaparate. Es desarrollo con dignidad.
Es conectar el pilar que sostiene la economía nacional con lo nuestro. Lo local con lo universal.
Otros países ya lo entendieron.
El turismo “todo incluido” ha funcionado y seguirá funcionando. Pero estamos en un mundo que evoluciona, y así también el turismo. Cada vez más personas buscan experiencias que conecten con el alma de los pueblos, que toquen sus raíces, que escuchen sus historias.
Evolucionar y ofrecer alternativas que revelen nuestra identidad más profunda no es renunciar al turismo tradicional: es enriquecerlo, es diferenciarnos del resto del Caribe.
Aún mostramos nuestra identidad nacional con máscaras cómodas y repetidas, reflejo de una comprensión superficial. Pero el verdadero reto —y compromiso— es reconocer su complejidad, valorarla en toda su riqueza y mostrarla con autenticidad al mundo, con estrategia, belleza y decisión política.
No es sólo tarea de Turismo ni de Cultura
Este llamado no es sólo para los ministerios. Es para el Presidente.
Porque sin voluntad política real, seguiremos reduciendo nuestra nación a una sonrisa de catálogo.
El alma no puede esperar
¿Hasta cuándo vamos a esconder lo que nos hace únicos?
La República Dominicana no es sólo un destino.
Es la primada de América.
Y también es un país con alma.
Y esa alma merece ser contada, vivida, compartida.
No mañana.
No después.
Ahora.
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