No se alejen de la línea, se le escuchó decir al hombre alto, vestido con uniforme verde olivo, gorra en la cabeza, en cuya mitad de frente, pese a lo temprano del día, brotaban gotas de un sudor que también se extendía por debajo de su ropa impecable sumida a la desesperanza de contaminarse por alguna transpiración. Este accidente particular que, de manera transitoria, operaba en esa figura musculosa e imponente, permitía la entrada a una humedad condensada en un espacio hermético, enterrando como clavos mal tallados ante el uniforme del sujeto, unas manchas redondeadas y oblicuas en la superficie de su ropa, notorias, específicamente, en el centro de las axilas. Aquel olor que despedía su sudor contradecía todo lo que, en ese momento, él, representaba.

Puestos mis ojos en su ego, aquel hombre, maniatado al uniforme, poseía una apariencia que emulaba a esos hombres medievales de personalidades solemnes, venidos de una era de restauración y pudor. Portaba, una de sus manos, de uñas meticulosamente arregladas, dos folios encadenados a una gomilla en la que figuraban nombres, y unos expedientes, según se nos reveló, daban parte del historial médico de cada uno de los presentes.

En una de sus hombreras, la insignia que le acreditaba rango de teniente coronel brillaba de manera discreta mostrando símbolos del escudo y la bandera, y en honor a este artilugio parecía muy concentrado y exageradamente erguido con la organización de aquella fila atendiendo a una de sus órdenes, bajo la atenuante de que la resistencia mide la fuerza verdadera del hombre.

Mientras en lo alto de una pared color ladrillo posaba despreocupada la figura de un reloj de manecillas dentro de un cajón de madera, que levantaría aquel toque de queda inmisericorde a las tres de la tarde, donde todos los de esa fila apenas respirábamos, me concentraba en cada movimiento ejecutado por esta autoridad inmutable con aura de hielo.

Se le veía, al teniente coronel, pasear de un lado a otro con ojos aterciopelados, iracundos, contradictoriamente quietos puestos en aquel que osara desafiarlo. Y justo al momento en que el reloj pautara la hora señalada de cumplir con el reto, abandonaríamos la rigidez en función de ganar minutos para alcanzar fuerzas en actividades posteriores.

Ese día se divisaba, en el ambiente nublado, ojeroso, un aire salido de aquellas cavernas dantescas, desde donde moran criaturas espeluznantes. Aire que ululaba en el viejo edificio que albergaba la sede central del Ejército Nacional que marchitó, de alguna forma, rostros frescos de chicuelos con caras de ensueños impactados por la manera tan encomiable y operativa de la unidad encargada en admitir a quienes deseaban hacer carrera militar.

Previo a la prueba de la fila, las voces, algo confundidas, dependiendo de la gravedad de sus tonos a la hora de sortear los primeros lugares en esa línea trazada por el teniente coronel, donde todos, en ardid de alguna ventana abierta, buscábamos mejor ventilación, se mezclaron, las voces, con el molesto chirrido de un abanico de techo en el que se desprendían tirillas algodonadas  que formaban parte de una madeja de filtraciones igual a barbas largas,  que ondeaban suspendidas  en ese espacio saturado por humanos. Más adelante, una puerta contigua que abrían y cerraban dos mujeres, también con insignias del ejército, hacían la función de mecanografiar, sobre una maquina escribidora, páginas en blanco, que luego se convertían en documentos firmados por tres oficiales en una improvisada oficina, rodeada de cuatro guardias con uniformes ranas.

Ilustración Ana Almonte.

Del otro lado en que se suscitaba aquella reunión  de oficiales, en un ala  de la explanada, fuera de la principal instalación, justo en el perímetro donde la yerba sin podar se hacía más verde, más alta, otro grupo de jóvenes, a quienes difusamente veíamos tras el cristal que contempla una pared transparente, divisoria en un campus de concentración, flexionaban sus piernas a modo de ejercitarse en la espera de que un comandante, apellido Gutiétres, les diera bienvenida en nombre de la institución.

Al  otro extremo del edificio donde, días antes, se nos sometió a varias pruebas de laboratorio, uno de los aspirantes, a quien se le elogiaba por su buen estado de salud, según el resultado de la analítica sanguínea, tal vez por la forma en que debíamos soportar quedarnos quietos, sin mover un solo ápice de nuestros cuerpos, contradictoriamente  cayó en la fila por alguna baja de azúcar, produciendo un estruendo que impactó  a un suelo de mosaicos en tonalidades  negras y grises, piso que tal vez portaba ese color por el sucio terroso acumulado y disperso en sus bordes. El joven, que ocupaba el centro de la fila, al momento de desplomarse, yacía ausente ante la vista indiferente de todos los que permanecíamos quietos esperando, por lo menos yo, la orden del teniente coronel para romper línea e ir en su auxilio. Sin embargo, el teniente coronel se mantenía ausente y presente a la vez. El muchacho, desde una distancia prudente: pálido, raramente sosegado dentro de su trance inconsciente, en el que fluía despacio un hilillo de sangre por entre las fosas de su nariz, no pudo menos que contagiarme aquella parcial parálisis sintomática, como si la vida, en cuestión de segundos, habría escapado de un cuerpo expuesto.

Tras varios segundos, el teniente coronel llamó en voz alta a un agente de menor rango y le ordenó retirar al aspirante a militar, como si se tratara de descargar en un inodoro a una bola de excremento.

No se supo hasta dónde lo condujeron todo mal trecho, orinado y pegajoso que, a duras penas, arrastraba los pies, y todo ante la mudez inexpresiva de aquellos compañeros de fila, demasiado atentos de no cometer un solo error y ser descalificados si se movían para estar pendientes de las desgracias de segundos o de terceros.

Y dentro de mi condición de solicitante a pertenecer al ejército siento que no me fuera indiferente, ese día, faltando una hora para las tres de la tarde, el hecho de que me admitieran o expulsaran de aquel sitio, que nada tenía que ver conmigo.

Me confieso, a raíz de las cosas hechas y de las que aún me faltan por hacer, acaté órdenes de mi padre, quien deseaba me enrolara a la milicia para no ser expulsado de casa en momentos en que mi ánimo, o deseo de vivir se hallaba en unos senderos siniestros.

Solo tenía dieciséis años cuando recibí el ultimátum, me daba miedo vaguear por calles y convertirme en presa de delincuentes si quedaba desprotegido, y entre dientes, una vez mascullé; qué de extraordinario puede pasarle a alguien que creció sintiéndose incomprendido, maltratado dentro de un seno familiar aborrecible.

Recién me había graduado de bachiller e inmediatamente la presión de tener las cualidades necesarias como para ser militar daba vuelcos inesperados en una vida degenerada en la que no existían mejores alternativas que obedecer, o claudicar. Por ello, me enfoqué en comportarme como varón, de qué serviría tratar de explicarle a mi padre que sufría desde mi insuficiente nacimiento. Papá, duro como el hierro, no aceptaba el hecho concreto de que su primogénito fuera mujer, y por ello se derramaba en mí una sustancia viscosa de negritud a lo extenso de mi proceder, algo doloroso que sobrepasaba las barreras de los géneros. Muy adentro comprendí:  era este un sentimiento hondo que por el resto de mi vida debía de atragantarlo. Fue así como entendí lo inentendible viendo que, en mi despertar, me vestían con ropas masculinas y otorgaron nombre de varón.

En el discurrir, tallé la imagen de la pequeña en un recuerdo lejano, donde sus cabellos largos y densos, sus ojos agrandados por la nostalgia de aquello que no pudo ser, amplificaba cosas absurdas que mucho perpetraban al anhelo de aferrarse a la rosa que moría en escenarios de la conciencia. Fue cuando supe que ya no podía vivir el ayer.

Al ir creciendo, tardé meses preparándome física y mentalmente en procura de desarrollar masa muscular dada mi  frágil condición externa. Comencé a tomar jarabes y capsulas para mi transformación parcial de mujer a hombre.  Presté oídos a familiares cercanos que ya habían pasado por las grandes pruebas de hacer el temido centro en la academia del ejército y, una vez llegara el momento, sería admitido, así pondría de manifiesto, de acuerdo a las perversas leyes que marcaban la inquebrantable posición de mi padre, el juramento patrio en torno a serle fiel a un país que se me hacía, en su mayor totalidad, por el lado de los llamados cuerpos castrenses, de baja moral e indecente.

El día en que permanecimos por espacio de seis horas sin siquiera movernos en fila, otros diez jóvenes colapsaron a causa de las inclementes temperaturas.

De aquello salí airoso, logré, a las tres de la tarde, con mi notable hombría, engañar al teniente coronel, y más aún, con el transitar, lo hostigué con mi abrumadora belleza hasta convertirlo en mi amante.

Hoy que miro atrás, no sé si me arrepiento del camino que, en un principio, contra voluntad elegí.  Por fortuna o desgracia fui egoísta, codicioso desarrollando carrera militar.

A raíz de cambios suscitados con los nuevos gobiernos, obtuve ascensos, forjé mi propio escudo atento a que las manecillas del reloj arrastran las horas, arrastran las filas, arrastran el vivir, arrastran el tiempo.

Descubrí lo bueno y nefasto de la condición humana, por eso extorsioné y forniqué cuanto quise a expensas de mi gran poder.  He ahí, bebí de aquella fuente que me otorgó rango de ser arbitrario, respetado dentro de una jauría de perros deambulantes que ladran al amanecer.

EN ESTA NOTA

Ana Almonte

Escritora y periodista

Ana Almonte es escritora y periodista. Obtuvo u na licenciada en Comunicación Social en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Realizó una maestría en Ciencias humanas en la Universidad de Sevilla, España. Ha trabajado en varios medios de comunicación, entre ellos prensa escrita, televisión y revistas culturales de medios digitales como el periódico Quisqueya News, que se divulga desde Segovia, España. En la actualidad es la editora redaccional e informativa de Ocadys Entarprise, una agencia promocional de artistas internacionales de habla hispana en Estados Unidos.

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