En la vida pública dominicana —y no solo en ella— abundan los líderes y dirigentes que promueven ideas con entusiasmo, pero se niegan a escuchar las voces que podrían mejorarlas. Es una paradoja frecuente: quienes más poder tienen para transformar la realidad son, a menudo, quienes menos dispuestos están a revisar sus propias certezas.
A este fenómeno podríamos llamarle síndrome del oráculo sordo para referirnos al patrón de comportamiento que lleva a ciertos dirigentes o instituciones a creer que ya poseen todas las respuestas y, por tanto, a cerrar sus oídos a la crítica o a la evidencia. Se manifiesta cuando el líder o funcionario se encierra en la convicción de que su visión basta, de que todo lo demás distrae o retrasa la acción. El resultado no es solo la pobreza del debate, sino la esterilidad de las políticas públicas: proyectos concebidos sin contraste, decisiones tomadas sin evidencia y reformas que fracasan porque se diseñaron a espaldas de quienes debían implementarlas. En ningún ámbito este síndrome se expresa con mayor frecuencia ni produce efectos más dañinos que en el de las políticas y reformas educativas, donde las decisiones adoptadas sin diálogo ni evidencia terminan afectando a generaciones enteras. Dada la complejidad del sistema educativo y su impacto en todas las esferas de la vida social, este es un campo que solo puede abordarse con éxito mediante el concurso de todos los actores implicados. De ahí la necesidad de promover un clima sostenido de diálogo, colaboración y compromisos sociales permanentes.
Como he planteado en otras ocasiones, siguiendo a Habermas, la política y la gestión pública deberían ser espacios de deliberación y aprendizaje colectivo. Pero en sistemas fuertemente jerarquizados —como los que predominan en América Latina— el poder produce un efecto de aislamiento cognitivo: cuanto más alto el cargo, más estrecho el círculo de diálogo. La obediencia se confunde con consenso, y la discreción con sabiduría.
A esto se le ha llamado cerradura cognitiva del poder, para referirse a la tendencia de algunas personas a buscar certezas rápidas y evitar la ambigüedad. Quienes tienen una alta necesidad de cierre cognitivo prefieren entornos previsibles, se resisten al cambio y rechazan perspectivas que desafían sus convicciones. Cuando esta disposición se combina con el ejercicio del poder, surge un modo de pensamiento que se blinda frente a la duda y se rodea de ecos complacientes. A ello se suma el sesgo de confirmación, esa inclinación a buscar e interpretar la información que confirma nuestras creencias previas y a ignorar lo que las contradice. El resultado es un círculo de autovalidación donde el conocimiento se encapsula, las decisiones se repiten y los errores se heredan. Así, las instituciones dejan de aprender, y con ello pierden su capacidad de transformarse y corregirse.
Cuando ambos fenómenos coinciden, el poder se vuelve incapaz de aprender. El médico y político británico David Owen (2007) denominó a este fenómeno síndrome de Hubris: una forma moderna de intoxicación por poder, equivalente a la hybrisgriega —la desmesura del héroe que ignora sus límites y termina castigado por su soberbia—. En el plano institucional, esa ceguera se traduce en decisiones erráticas y proyectos condenados al fracaso.
Los griegos entendieron que la ceguera del poder no es un error técnico, sino una tragedia moral e intelectual. En Edipo Rey, Sófocles retrata a un gobernante convencido de su propia lucidez. Cuando el adivino Tiresias le advierte la verdad, Edipo lo expulsa. Su desgracia comienza no cuando se equivoca, sino cuando decide no escuchar. Como recuerda el helenista Jean-Pierre Vernant (1981), la tragedia griega muestra la desmesura del saber que ignora sus límites: el poder que se cree dueño de la verdad y rechaza la palabra del otro termina por destruirse a sí mismo.
En Antígona, Creonte repite el mismo patrón: se cree guardián del orden y desprecia la voz ajena, incluso la de su hijo. Su obstinación destruye todo lo que pretendía proteger. Ambas tragedias revelan una verdad universal: el poder que no escucha termina por volverse contra sí mismo.
Platón lo expresó de otra manera con el mito de la caverna: quien rehúsa mirar fuera de las sombras se condena a confundir apariencias con realidad. Esa es la condición del poder cerrado: ver solo lo que confirma su propio reflejo.
En el siglo XXI, los “Creontes” modernos no visten togas ni coronas, pero repiten la misma conducta. Ignoran datos, desoyen advertencias, descartan la evidencia que contradice su narrativa. Se rodean de aplausos y llaman “diálogo” a la reunión donde solo ellos hablan.
El problema no radica únicamente en las personas, sino en las estructuras institucionales que las moldean. Las administraciones públicas de tradición burocrática o centralizada desalientan la deliberación real. Las jerarquías rígidas premian la prudencia y castigan el disenso. Los espacios de consulta se convierten en rituales vacíos: se invita a “escuchar”, pero las decisiones ya están tomadas.
El poder se blinda con un lenguaje tecnocrático o mesiánico, que nadie debe cuestionar. Mientras tanto, las universidades, los técnicos o los ciudadanos que aportan críticas son vistos como obstáculos.
El resultado es un modelo de gobernanza cerrada, donde las ideas no circulan y el conocimiento se encapsula. Las decisiones se repiten, los errores se heredan. Toda institución que deja de aprender y de renovarse termina por volverse obsoleta, incapaz de responder a los desafíos cambiantes de su entorno. Como hemos repetido muchas veces, no hay aprendizaje posible sin diálogo, sin contraste de ideas ni apertura a la crítica.
La alternativa a esta patología del poder es rescatar la deliberación como forma de inteligencia colectiva. Escuchar no retrasa: afina. Incorporar críticas no debilita: fortalece. Los países que avanzan en políticas públicas sostenibles son los que combinan liderazgo con apertura, autoridad con aprendizaje.
Estudios de la OCDE y la UNESCO demuestran que los sistemas educativos más exitosos son los que toman decisiones con base en evidencia y donde los líderes crean confianza para que las ideas —incluso las disidentes— circulen libremente. Allí, el poder se concibe como función de coordinación, no como monopolio de la verdad.
Escuchar es también un acto de humildad intelectual. Ninguna política está completa sin la mirada de quienes la viven. Diseñar una reforma educativa sin dialogar con los docentes y las comunidades escolares es confundir la planificación con el aprendizaje.
Mandar no es imponer, sino persuadir mediante la razón compartida. El filósofo Jürgen Habermas lo explicó con claridad: la legitimidad de una norma depende de que pueda justificarse en un diálogo libre y razonado. Por eso, las instituciones sólidas no temen la revisión: la buscan.
En la gestión pública, esto significa crear mecanismos reales de participación y rendición de cuentas: consejos consultivos con voz efectiva, revisiones independientes de políticas, espacios de diálogo técnico, y una cultura de transparencia que invite al debate.
El funcionario que no escucha comete un doble error: ético y cognitivo. Ético, porque niega a los demás el derecho a participar en la construcción del bien común. Cognitivo, porque se priva del conocimiento que podría evitar su fracaso. El resultado: políticas desconectadas de la realidad, reformas que no reforman y planes que envejecen antes de nacer.
El “síndrome del oráculo sordo” no deja cadáveres visibles, pero sí una larga estela de daños institucionales: erosiona la confianza ciudadana, desmoraliza a los equipos técnicos, bloquea la innovación y destruye la rendición de cuentas. Cuando el pensamiento crítico se castiga y la obediencia se premia, las instituciones se vuelven frágiles, aunque aparenten solidez. La unanimidad se convierte en signo de debilidad, no de fortaleza. Los mayores fracasos de las políticas públicas nacen más del exceso de certeza que de la falta de ideas.
Superar esta enfermedad no exige grandes reformas legales, sino institucionalizar la autocrítica. Algunas medidas simples pueden marcar la diferencia: abrir la toma de decisiones a la diversidad de perspectivas, evaluar las políticas ex post, promover el disenso razonado, fomentar la transparencia activa y crear una cultura de revisión continua, donde reconocer errores sea signo de madurez, no de debilidad.
Estas prácticas convierten a la gestión pública en un proceso de aprendizaje institucional. Una política bien concebida no es la que se impone sin discusión, sino la que resiste el escrutinio del debate y mejora gracias a él.
Superar la cerradura cognitiva del poder no exige únicamente reformar estructuras o procedimientos, sino reconstruir una verdadera cultura política del conocimiento. En el ámbito educativo, esto implica sustituir la lógica de la imposición por la del aprendizaje compartido, y la del control por la del diálogo. Los sistemas que aprenden son aquellos capaces de reconocer sus errores, contrastar sus evidencias y modificar sus políticas a la luz de la realidad, no de la conveniencia. Como advierte Michael Fullan (2010), las organizaciones verdaderamente inteligentes son las que transforman la información en conocimiento y el conocimiento en acción colectiva.
La educación dominicana —por su magnitud, diversidad y complejidad— requiere precisamente lo contrario a la cerradura: una cultura política del aprendizaje, en la que los distintos niveles de gobierno y los actores del sistema asuman la humildad cognitiva como principio rector. Si el poder educativo logra convertirse en un espacio de escucha y deliberación, el país podrá evitar la ceguera de Edipo —esa tragedia moral e intelectual que se desata cuando el gobernante confunde autoridad con lucidez— y avanzar hacia una gobernanza verdaderamente inteligente, capaz de aprender de sus errores, rectificar con humildad y transformar con sabiduría.
Reaprender a escuchar es la tarea más urgente del liderazgo público contemporáneo. Escuchar no retrasa la acción: la hace más inteligente. No debilita la autoridad: la legitima. Y no divide: construye. Porque, al final, ver mejor comienza por oír mejor.
Bibliografía:
David Owen, The Hubris Syndrome: Bush, Blair and the Intoxication of Power, London, Methuen, 2007.
Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, Mito y tragedia en la Grecia antigua, Madrid, Taurus, 1981.
Michael Fullan, Motion Leadership: The Skinny on Becoming Change Savvy, Thousand Oaks, Corwin Press, 2010.
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