A mi madre, Josefina, la mujer que me dio la vida y cruzó mares por amor; a mis hermanas, Rita y Yolanda, madres excelentes que honran con su vida el legado de madre; a las mujeres que ennoblecieron mi camino como esposo; a la tía Charo, que me acogió con ternura; a doña Cecilia, madre de mis hermanos, que me brindó amor y protección y a mis hijas, Mariel y Dara, en quienes florecerá el milagro de ser madre.

El amor de una madre no solo se mide por lo que da, sino por lo que calla, por lo que guarda, por lo que soporta en nombre de quienes ama.

En cada rincón de nuestra tierra late un corazón incansable: el de la madre dominicana.

No siempre celebradas, pero siempre presentes.

Protegen, sostienen, callan.

Este mes, más allá de flores y homenajes, contemos también sus historias invisibles: esos sacrificios silenciosos que sostienen familias enteras y cimientan el porvenir de la nación.

Madres que protegen hasta el final

Desde las barriadas más humildes hasta los salones de mármol, hay madres que, cuando un hijo se pierde, no sueltan su mano.

Cuando la vergüenza pública los alcanza, no hacen cálculos de reputación ni de dolor: simplemente aman.

En la puerta de un destacamento, en las salas de espera de una cárcel, en los pasillos de un tribunal, su figura es inamovible.

Recogen los pedazos de un hijo que aún no entiende la magnitud de su error, lavan su ropa sucia, pagan abogados que no pueden costear, lloran a escondidas para sonreír al amanecer.

Ellas, sin pedir aplausos, sostienen lo poco humano que queda en este mundo.
Madres que cruzan mares

Pero no todas las batallas se libran en casa. Algunas madres llevan su amor más allá del mar.

Son las que un día hicieron la maleta en silencio y partieron lejos, no por ambición, sino por amor. Se fueron a limpiar casas ajenas, a cuidar hijos de otros, a cargar cuerpos que no eran suyos, mientras los suyos crecían en la distancia.

Algunas, en la soledad más amarga, cambiaron su dignidad por el porvenir de los suyos. Cada remesa, cada casita levantada, cada plato caliente tiene detrás lágrimas tragadas y renuncias invisibles.

¿Quién llora por ellas cuando envejecen lejos, cuando su nombre se olvida en la tierra que juraron salvar?

Madres que crían solas

Otras libran su guerra sin más escudo que su fe terca en la vida.
Son las madres solteras que, solas frente al mundo, levantan hijos a fuerza de coraje y amor.

No fue siempre elección: a veces fue abandono, tragedia o simplemente la vida, que no pregunta. Trabajan dos y tres jornadas, y aun así planchan uniformes de madrugada, enseñan valores, siembran esperanza.

Son arquitectas silenciosas de generaciones íntegras.

Si hoy muchos hombres y mujeres de bien caminan por nuestras calles, es porque alguna madre sola se negó a rendirse cuando era más fácil abandonar.

Madres que callan en la abundancia

En otros escenarios también hay batallas silenciosas.

Son las madres que, en los salones perfumados de la alta sociedad, aprendieron a callar sus propios sueños.

Se casaron no siempre por amor, sino por estrategia, para sostener familias enteras.

Toleran infidelidades públicas, humillaciones privadas, soledades doradas. Visten de seda, pero por dentro caminan descalzas sobre brasas. A cambio, aseguran educación, estabilidad y futuro para los suyos.

Su sacrificio, aunque menos visible, es tan hondo como el de cualquier otra madre.

Madres del espíritu y del deber

También están las otras madres: las que no dieron a luz, pero han criado generaciones enteras con devoción y servicio.

Son las religiosas que, en hospitales, conventos y escuelas, entregan su vida entera para formar, sanar y acompañar.

Madres del alma, muchas veces anónimas, que curan sin descanso, educan sin tregua y oran por los hijos que no parieron, pero a quienes aman con una ternura sin condición.

A ellas también debemos gratitud: su entrega fortalece los cimientos espirituales y morales de nuestros hijos.

Madres de la patria, madres del alma

El amor de una madre dominicana no se agota en el abrazo ni en la olla puesta a fuego lento. Es un amor que enseña a leer en la penumbra, que alfabetiza en los campos, que borda una bandera o que muere fusilada con el nombre de su patria en los labios.

Es un amor rebelde, formador, cultivador, político.

Madres han sido las que parieron hijos, y también las que parieron escuelas, versos, ideas y luchas.

Salomé Ureña de Henríquez, madre del alma nacional, levantó con su poesía y su cátedra un sueño de educación para la mujer.

Andrea Evangelina Rodríguez Perozo, pionera en la medicina y la palabra, nos enseñó que sanar el cuerpo y dignificar a la mujer puede ser un mismo acto de valentía.

Hilma Contreras, primera galardonada con el Premio Nacional de Literatura, nos mostró que la palabra también puede ser patria.

Nombrarse es dar cuerpo a la historia: Emilia Pereyra, Ángela Hernández, Martha Rivera-Garrido, Jeannette Miller, Soledad Álvarez —madres del pensamiento y la creación, del libro que resiste, de la mujer que piensa y actúa.

Educadoras como Ercilia Pepín, Rita Infante, Altagracia y Justina Perelló, Eugenia Dechamps, Clementina Jiménez y Matilde Grullón hicieron del aula un territorio de independencia.

Y en la escena, en la voz viva que sembró emoción en generaciones, Monina Sola y Lucía Castillo —madres del teatro y de la palabra encarnada— nos legaron un arte que también educa, conmueve y transforma.

Están las otras, las que el mármol olvida pero la memoria convoca: María Trinidad Sánchez, bordadora de libertad; Concepción Bona, creadora de símbolos; Juana Saltitopa, fuerza viva en los combates; Rosa Duarte, hermana del ideal; Manuela Díez, madre del patriota y de la causa; María Baltasara de los Reyes, mujer de coraje en 1844.
Rosa Smester desafió la ocupación estadounidense con el arma de su ética.

Abigail Mejía diseñó planes de alfabetización para obreras cuando nadie hablaba de feminismo con ese nombre.

Tomasina Cabral, Fe Violeta Ortega, Flérida Nolasco, Dulce Tejada, Josefina Padilla, Gladys Gutiérrez: luchadoras todas, maestras todas, madres todas.

Carmen Mazara, en las cárceles del país, no solo llevó consuelo: sostuvo con coraje y fe a los hijos políticos de la democracia en los momentos más oscuros de nuestra historia reciente.

En cada una, la maternidad se multiplica: no solo la del hijo de su vientre, sino la del pueblo que se hereda en la conciencia.

Honrar a las madres dominicanas es también honrar a estas mujeres.

Porque el amor que sostiene una familia también puede sostener una nación.

Verlas de verdad

Distintas en apariencia, pero iguales en esencia, las madres dominicanas aman más allá de sí mismas.

Desde la pobreza que arrastra hasta la opulencia que sofoca, su amor las convierte en mártires anónimas. Y también en arquitectas de lo colectivo, en memoria encarnada, en conciencia viva de lo que somos como país.

Hoy no basta con un ramo de flores ni un poema apresurado.

Hoy debemos verlas.

Entender su sacrificio.

Honrar su legado silencioso.

Porque mientras sigan calladas, seguirán sosteniendo la vida misma.

¡Feliz Día de las Madres!

A todas las mujeres dominicanas que, con su amor callado y su sacrificio diario, construyen el futuro de nuestras familias y de nuestra nación.

Danilo Ginebra

Danilo Ginebra. Director de teatro, publicista y gestor cultural, reconocido por su innovación y compromiso con los valores patrióticos y sociales. Su dedicación al arte, la publicidad y la política refleja su incansable esfuerzo por el bienestar colectivo. Se distingue por su trato afable y su solidaridad.

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