A veces, la función de los escritores es bajar al fango con la esperanza de encontrar belleza, y casi siempre regresar con una flor podrida entre las manos. ¿Pero quién dice que no hay belleza en eso que fallece?

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Leí la novela Princesa del Capotillo de Luis R. Santos en Madrid. En ese tiempo que me dio por ser escritor. Quise entender cómo se estaba escribiendo la dominicanidad. Me puse a buscar libros de escritores dominicanos en las librerías y bibliotecas madrileñas. Qué iluso. Entonces, le envié una lista de libros de narrativa a Justo Cruz. En uno de sus viajes de estudios Justo se apareció con una maleta llena de libros de escritores contemporáneos.

Luis y yo «nos conocimos» en una Feria internacional del libro. Él era el conferencista, no recuerdo el tema o el título de la conferencia, pero sí recuerdo que vestía con el porte de quien sabe que lo van a ver y a escuchar, y por qué no, a admirar. Hablaba con la seguridad de los escritores que también han sido maestros, gestores, figuras públicas. Dijo algo que aún me retumba:

—Para conocer a un escritor basta con leer un solo libro suyo.

Es posible que él no lo recuerde.

Yo lo recuerdo.

Levanté la mano, así, todo Tello irreverente como es uno a veces.

—Disculpa, pero no estoy de acuerdo.

La gente me miró. Algunos se enfadaron. ¿Quién era este tipo para contradecirle?

—¿Y si el libro que leímos no fue el mejor? Creo que para trazar el mapa de un escritor hay que escudriñar varias de sus obras. A veces uno no encuentra al escritor hasta el segundo o tercer libro. O, incluso, hasta que se muda de ciudad.

Él, no disimuló la molestia. Me impuso una respuesta y abortó el debate, como debe hacer un buen disertador.

Yo me fui pensando: ¿y si tiene razón?

Pero no. Ya había leído un libro suyo: Princesa de Capotillo. Y en mi adentro me decía que tenía que leer otro más.

Pasaron los años. La vida me regresó a Santo Domingo, la ciudad que el autor retrata. Y aquí leí Memoria de un hombre solo. Otra historia. Otro tono. Otra textura. Otro todo. Era una voz, la que se imponía. Todo estaba dicho. Las escenas eran evocadas, no vividas. Lo que uno leía era el sedimento de la experiencia, no su fuego directo. Aunque me pareció una obra mejor lograda. Pensé que se trataba de una novela posterior a Princesa de Capotillo, pero no. Había como nueve años de diferencias y también de estilo.

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Entonces me encontré con mi propio prejuicio: yo, que creo en el oficio como herramienta de mejora, me había convencido de que el escritor necesariamente va afinando el instrumento. Y, sin embargo, aquí estaba, ante una novela anterior —Memoria de un hombre solo— que, aunque menos escénica, me resultaba más madura. Entonces, decidí escribir esto. Quizás para responderle o responderme. O tal vez, y mucho mejor, para complacer esa pasión pública de reflexionar sobre el arte de narrar ficciones. Entonces cayó a mis manos otra novela del autor: En el umbral del infierno.

Volví a preguntarme: ¿Puede un solo libro decirlo todo de un autor?

Luis R. Santos «dice» que sí.

Sigo diciendo que no.

Me gusta pensar que los buenos escritores no solo mejoran con las páginas leídas y escritas. Que el oficio, como la carpintería o la medicina, no te hace perfecto, pero sí te hace más consciente de lo que eliges hacer. Ambas hablan de un escritor que no le teme al cambio de registro ni a la densidad de la introspección. Y si he aprendido algo del oficio, es esto: la práctica no siempre embellece, pero sí profundiza. Escribir, como operar a un paciente, como enseñar, como amar, requiere de repeticiones, errores, y sobre todo de riesgo. Hay libros que se bastan a sí mismos, sí. Pero también hay escritores que, para ser entendidos, hay que leerlos más de una vez, en distintos momentos. En distintas ciudades. En distintas versiones de uno mismo. Y ese tipo de escritor no se encuentra en un solo libro. A veces hay que leerle dos o tres… o cinco.

Luis R. Santos trabaja con personajes vencidos. No derrotados heroicamente, sino arrastrados por la vida, por el deseo, por las malas decisiones. Hombres rotos, fracasados, perseguidos por el pasado, por el deseo, por la culpa. Son figuras oscuras, marcadas por el resentimiento, por el miedo, por la desesperanza. En cada una de estas novelas, el autor se reafirma en su interés por contar lo que muchos prefieren callar.

Luis R. Santos es un narrador que se mueve con naturalidad entre mundos marginales. En La princesa de Capotillo sitúa su historia en el barrio, un escenario donde conviven la pobreza, la violencia y la ternura. El deseo se vuelve obsesión. Un hombre no acepta el «no» de una mujer. La acosa, la presiona, se impone. Es un retrato brutal del machismo cotidiano que se esconde en los gestos más comunes. En Memoria de un hombre solo, asciende socialmente a un entorno de clase media alta, ingenieros y empresarios, pero no abandona la oscuridad: están presentes la adicción, la venta de drogas, las mafias, la ruina moral de los casinos. El protagonista está hundido en las apuestas. Pierde a su madre, a su hija, y a su esposa la descuida hasta que se convierte en un eco mudo, en una presencia fantasma. Y en En el umbral del infierno, Luis no solo pone a sus personajes en la cárcel La Victoria —uno de los espacios más infames del sistema carcelario dominicano—, los entierra en su propia historia, en el infierno, los castiga con un país que no perdona. Es la narrativa del fracaso, del encierro, del país abajo que devora a los suyos.

Libro de Luis R. Santos.

En cuanto a lo femenino, no es un tema central para el autor… pero ahí está. Silencioso, constante, doliente. En las tres novelas aparecen mujeres que, aunque no ocupan el centro, sostienen gran parte del drama. En La princesa de Capotillo, la mujer asediada es víctima de un deseo masculino. En En el umbral del infierno, las mujeres están hechas de resistencia y de derrota. Una madre que busca justicia para su hijo preso injustamente y descubre que la mala suerte y el poder son invencibles. Una alcaide de prisión, comprometida con los derechos humanos, que termina quitándose la vida, vencida por la corrupción. Una colombiana que maniobra sus astucias oscuras para liberar a unos traficantes. Todas tienen algo en común: luchan por salvar a los suyos y pagan un precio altísimo. Pero hay una mujer que merece atención: la mujer incondicional, aquella a la que, en Memoria de un hombre solo, el protagonista rechaza por su cuerpo fofo, por no ajustarse a sus expectativas físicas. Pero ella permanece como figura incondicional, otra forma de la negación femenina. No exige, no se queja, no huye, no fuñe. Es, tal vez, la figura más humillante del texto: la mujer que ama sin condiciones, sin voz, sin justicia. El narrador la desprecia por su cuerpo, pero se aferra a su presencia como quien necesita una última cuerda de salvación. Y ella está ahí. Callada. Salvadora.

En conjunto, las mujeres de estas tres novelas existen para que los hombres se revelen a sí mismos: como acosadores, como adictos, como hijos abandonados, como criminales, como solitarios. Son ellas —las rechazadas, las asesinadas, las silenciadas— quienes cargan con las consecuencias de los actos masculinos.

Hay otro tema que atraviesa los tres libros: la Ciudad abajo. Como escritor que también trabaja los oscuros mundos de la ciudad —esa «ciudad abajo» que define tanto a nuestras sociedades. Luis conoce bien los márgenes. En La princesa…, Capotillo es una herida abierta. En Memoria…, aunque los personajes se mueven en clases más altas, el mundo de las apuestas, las mafias y las drogas está presente. Y en En el umbral…, la cárcel La Victoria es una especie de resumen del país.

Nos obsesionan las mismas grietas.

Pero si hay algo que me ha hecho repensar la obra de Luis R. Santos es su uso de su narrador. No es lo mismo cuando muestra que cuando explica. Lo he notado con claridad en En el umbral del infierno: cuando usa narradores en tercera persona —testigos, observadores—, logra escenas potentes, visuales, dramáticas. Es cuando el lector entra de lleno en la experiencia narrada. Pero cuando pasa a la primera persona, muchas veces abandona el mostrar para decirnos, directamente, lo que el personaje piensa.  La prosa pierde misterio. Pierde tensión. Se vuelve confesión. Es un narrador que piensa más que siente. Esta oscilación entre lo mostrado y lo dicho nos habla también de un escritor que está en búsqueda, que no teme ensayar distintas voces.

Entonces, ¿puede un solo libro decirlo todo de un autor?

No.

Y ese «no» no es una decepción. Es una celebración. Es lo que hace que queramos leer el segundo, y el tercero, y seguir buscándolos. Ya no es solo que «un libro no basta», sino que cada libro ilumina una cara distinta del autor. Puede mostrar una evolución —no necesariamente lineal— sino una diversidad de registros narrativos, estilos y decisiones técnicas.

¿Qué mueve a un autor a seguir escribiendo sobre las heridas, aun sabiendo que la literatura no las cura?

No tengo la respuesta científica, pero es posible que sea la necesidad de mostrar cómo esas flores podridas insisten en aparecer en cada historia. Y en esa insistencia por narrar lo oscuro sin anestesia es donde puede hallarse su gesto más político y literario. Quizás esa flor podrida que trajo del infierno no sea solo un símbolo del fracaso humano, sino también del valor de mirar de frente lo que otros esconden. Tal vez ahí reside la verdadera belleza de Ciudad abajo.

Hoy, si me lo cruzo, le diría:

—Luis, te leí tres novelas. Y no fue por terquedad. Fue porque no me bastaste en uno. Y eso es un elogio.

Y si él me responde algo irónico, sabré que lo entendió. Porque entre escritores, y entre lectores, los elogios más sinceros son los que vienen disfrazados de disenso.

Vladimir Tatis Pérez

Vladimir Tatis Pérez, nacido en Santo Domingo, Distrito Nacional en el año 1968, es escritor de novelas y cuentos, además de dramaturgo y ensayista. Estudió publicidad en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) e hizo en Madrid, España, un curso de administración de empresas culturales. Autor de la novela "Mátalo", y de los libros de cuentos "La herida de Eva" y "De castigo en la azotea".

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