Siempre ha llamado mi atención el hecho de que un simple accidente, un acontecimiento casual, pueda llevarnos a descubrir algo que en muchas ocasiones está presente y al mismo tiempo oculto en la superficie misma de las cosas. Puede suceder y así ocurre en no pocas ocasiones, que un golpe fortuito nos revele inesperadamente un detalle inadvertido que nunca pudimos ver. Un gran hallazgo es fruto, a menudo, de un acontecimiento imprevisto.

Debo a Eduardo Galeano el haber encontrado por primera vez una referencia a las minas de Potosí. Fue, lo recuerdo bien, en Las venas abiertas de América Latina, un texto fundamental para explicar la asimetría en el desarrollo de los pueblos de América frente a las metrópolis que los colonizaron. Narrado el mencionado texto con una extraordinaria belleza literaria que a veces distraía el ojo, lograba al mismo tiempo sumergirte en él y llevar a cabo el recorrido por sus páginas en medio del sudor y de las lágrimas que ocultaba el interior de las conquistas.

Cuenta la leyenda que todo comenzó de manera casual, cuando un pastor llamado Diego Huallpa acampó una noche fría en mitad de la nada y prendió una fogata para protegerse de las bajas temperaturas. Cuando despertó a la mañana siguiente descubrió inesperadamente, entre los rescoldos de la hoguera nocturna, unos hilillos brillantes de plata que desataron el hambre de los colonizadores por el oro y la plata del Cerro de Potosí. Algo parecido sucede con los escritores excelentes. Un hilillo de plata resplandece tras sus letras en las noches más oscuras. Un destello entre la abundante paja que ofrecen muchos de esos autores que, superpuestos unos sobre otros, logran ocultar la auténtica dimensión de un hallazgo que espera brillar, en lo alto del cerro, para quien pueda encontrarlo y percibir su valor.

Personalmente, fui desde la adolescencia un gran lector de cartas y memorias. Me siento cómodo cuando me aventuro en su lectura. Me encanta descubrir esas pequeñas intimidades que describen su carácter privado y el hecho de saber que no fueron escritas con la intención de salir a la luz pública. Eso me convierte en asiduo voyeur de sencillas misivas, en apariencia triviales, en las que algunos de los que practican este oficio revelan con sinceridad y enorme pasión a veces, los más recónditos secretos de su alma, como hicieran Franz Kafka en sus Cartas a Milena y Juan Rulfo en Cartas a Clara. Encuentro que hay en ellas más literatura que en los textos escritos por muchos autores con la firme pretensión de legar algo imperecedero al mundo.

Esa búsqueda, incesante por mi parte, de nuevas cartas y memorias no se detiene únicamente en escritores de factura universal, sino que abarca también el estrecho marco de nuestra isla y supone una constante práctica en mí. Debo decir, sin embargo, que no me es fácil hallar lo que busco. Hasta ayer tan solo había dado con algún que otro escrito de dichas características. Si bien es cierto que podemos encontrar en algunos casos una prosa bien cuidada que relata con acierto episodios de la vida cotidiana de nuestras pequeñas comunidades, a menudo encuentro otros muchos que no logran trascender lo meramente pintoresco y folklórico de un lugar. Quizás —reflexiono— todo ello se deba a esa delgada línea que delimita la frontera entre contar un hecho en apariencia sencillo y lograr elevarlo de nivel, de modo que su lectura alcance ese deleite, atemporal y universal, que tan solo proporcionan las cosas auténticas y bien hechas. Y eso fue, precisamente, lo que me sucedió al leer por primera vez las narraciones de don Tiberio Castellanos.

He de confesar que, hasta hace muy poco, no conocía las letras de don Tiberio. En realidad, solo tenía un vago recuerdo de su persona. Su imagen se aproxima ahora hasta mí desde mis años de juventud, cuando visitaba con bastante asiduidad la Biblioteca Nacional.  Dos eran las razones que me acercaban a tan magno edificio. La primera era ascender a la segunda planta para leer y disfrutar a muchos de mis autores favoritos, como Truman Capote o Jorge Luis Borges. La segunda, y no menos importante para mí en aquellos momentos, tenía que ver con mi pasión por la persona que registraba en un cuaderno a los visitantes de la institución que accedían a la siguiente planta. Aquella inteligente y voluptuosa joven me arrastraba a frecuentar con inusitado entusiasmo ese espacio dedicado a los libros. Fue por aquel entonces y también en dicha institución donde conocí a don Tiberio. De él tan solo logré saber que era caballero de vestir impecable y que ocupaba en la biblioteca algún cargo que yo desconocía. En mi imaginario, no obstante, siempre le otorgué la dirección de aquel lugar.

Puestos en confidencias he de señalar que soy proclive a dejarme impresionar por historias bien contadas. Tal vez porque en el fondo acepto, sin oponer resistencia, deslizarme suavemente y sin temor por ríos transparentes; ríos que hacen su recorrido sin provocar miedo sino calma cuando miramos discurrir sus aguas desde la orilla a pesar de no saber nadar y así me sucedió con las «descargas» de don Tiberio. Con ingenuidad seguí el curso de su hermoso riachuelo, aún sin darme cuenta de que estaba navegando en aguas profundas.

Una vez que recorro con enorme placer los rincones de su excelente prosa, asaltan mi mente algunas consideraciones acerca de las características que adornan las plumas de los grandes escritores, precisamente los que más admiro. La primera es esa facilidad con la que nos atrapan y nos conducen, sin estridencia ninguna, por los senderos que ellos eligen; su modestia al narrar y esa extraña y exquisita manera de simular que el hecho de escribir es una labor de fácil acceso para todo aquel que se lance en dicha aventura. Por cierto, nada más falso. Otro detalle que llamó poderosamente mi atención fue el modo atemperado y amable con el que se afana en destilar el licor de su prosa con el fin de embriagarnos en pequeños sorbos. Esa manera de escribir sencilla y pura me recuerda las palabras de Jorge Luis Borges cuando afirma que en sus comienzos todo escritor tiende a ser barroco, quizás por vanidad, hasta que descubre al fin «la modesta y secreta complejidad». Ésta, a diferencia de la primera, se empeña en narrar, no en impresionar al lector.

Buena parte de este concepto, que con tanto acierto señalara Borges, es lo que descubrí en la prosa de don Tiberio. Quizás porque el tiempo que esperó para deleitarnos con sus escritos le permitió asumir la esencia de la literatura y no perderse en las procelosas aguas de lo superfluo. No existe en él ni un ápice de esa intención de nuevo escritor por buscar un desmesurado reconocimiento. Sus escritos son como pequeños maceteros cuajados de flores y colocados en armoniosa compostura en el alféizar de una ventana, para deleite de aquellos transeúntes que, tranquilos, deambulan frente a su casa.

El primer texto de don Tiberio que llegó a mis manos me cuenta de sus vivencias en el Pimentel de su infancia y relata los cambios ocurridos en su entorno con añoranza y esa delicada frescura que le es propia. Veamos: «Mi patria era una tierra con charcos y lagunas y pájaros del agua: garzas, gallaretas, yaguasas y zaramagullones. Era la tierra mojada por el Cuaba, el Yuna y el Camú… y después la sabana. La sabana con sus pajonales, sus montecitos de hicacos, sus vacas, su dilatado horizonte, el caballo al galope y un verbo ya casi olvidado: sabanear».

Esa entrada tan gráfica nos instala inmediatamente en una comarca a principios del siglo pasado donde todo está por descubrirse. Es un pueblo virgen, sin cableado eléctrico. Si fuéramos a tener una imagen bíblica, el mundo aun estaba por hacerse en manos de Dios. Es así como don Tiberio nos va dando el despertar de una comunidad a lo nuevo, a lo que acaba de llegar: «El tren pasaba por el medio del pueblo con su humo de carbón, su soplido de vapor de agua, sus negros maquinistas de nombres ingleses y sus pasajeros cosmopolitas que los muchachos del pueblo íbamos a vistillar».

Hasta aquí don Tiberio nos lleva de la mano a esa infancia del asombro. Su narración sigue tomando vuelo y uno se deja atrapar por sus pupilas que nos cuentan: «Cuando tuve edad para sentarme de noche en la acera de la esquina a cherchar con mis amiguitos, ya estaba allí el farol con su luz de carburo. No sé cuándo llegó. Posiblemente, con los primeros trenes. Cada noche, temprano, un empleado municipal venía con el agua y las piedras de carburo, y dejaba encendido el farol. Todavía recuerdo su continuo chisporroteo. Después, bastante después, vino la electricidad. Pero, a decir verdad, esta nunca vino para quedarse».

Luego de este viaje en tren y la llegada del farol con luz de carburo don Tiberio nos hace un recuento de personajes y de lugares emblemáticos de Pimentel, como los clubes y teatros en el que la juventud de entonces compartía de un modo ameno en comunidad. Mi extrañeza en todo momento es que su prosa no cae en una añoranza dulzona y melancólica. Todo nos es contado por una pluma lo suficientemente madura como para no dejarse seducir por la emoción folclórica con que narran muchas veces los nostálgicos impenitentes.

Sus «descargas» son verdaderas joyas del buen decir. La sutileza y la ironía se confunden armónicamente en muchos de sus textos con la maestría que dan los años en el oficio, además del talento natural que viene en su envoltura. Particularmente para mí, tras el hallazgo de su prosa, nada tengo que envidiar al pastor que en los cerros de Potosí vio esos hilillos de metales nobles entre las cenizas. Desde el día en que me fueron presentados sus escritos me lancé por sus páginas como uno de aquellos colonizadores buscadores de tesoros.

Una de las cosas que más me sorprenden de la literatura es el tiempo que se toma en descubrir a sus grandes escritores. Quizás, porque el ruido de las panderetas que tocan en cada época los vates de falsas estilografías ocupan con demasiada estridencia nuestra vista y nuestro oído. Pero, por suerte, el tiempo es justo y pone cada pieza en la casilla que le corresponde. Y, en el caso de don Tiberio, con estos textos reunidos en un solo volumen, el reloj inexorable de la justicia, que no se atrasa ni un minuto, se ha puesto en la hora exacta.

David Pérez Núñez

Escritor

Poeta, narrador y ensayista. El autor está situado desde siempre al margen de movimientos literarios. De difícil ubicación nunca formó parte de ningún taller de literatura y poesía, no se unió a grupos ni a corriente alguna. Independiente, escritor desde la periferia, se le puede describir como un punto tangencial en el universo de las letras de su país.

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