476) Cada día reconfirmo mi herencia del Eclesiastés. Es decir que soy hijo legítimo del pesimismo, del desengaño, de la falta de fe en el hombre y en un buen destino para la aventura humana. Sin embargo– y quizás paradójicamente– este estado de “conciencia” no deja de llevarme a reafirmar el valor de la vida, a defenderla a pesar de sus miserias. ¿Por qué? No puedo explicarlo del todo bien; tal vez sea por puro desacuerdo.

477) Qué compleja es la humanidad. Pensar que el odio no es solo el alimento del oprimido, del relegado, del puesto de lado.

478) Puedo perdonar muchas cosas, pero confieso que me resulta extremadamente difícil perdonar a todo aquel que se ha prestado a atentar contra mi libertad, en cualquier sentido. Ya lo he dicho por ahí: la libertad tal vez sea el único bien por el que se vale toda lucha.

479) He intentado volver a poner mis manos y mis ojos sobre algunos viejos textos míos y siento que es como insistir en imprimirle aliento a algo ya muerto, o querer aplicar soluciones médicas a criaturas que es mejor dejarla dormir el sueño sin retorno de la muerte.

480) La escritura de Borges gravita casi permanentemente en mí. Casi no hay un solo día, sobre todo los lunes en la mañana, en que no piense en estos versos de él: “Dame, Señor, coraje y alegría para escalar la cumbre de este día”. Y en algunos pequeños arrebatos de bienestar, sintiendo el agrado de estar rodeado de cosas sencillas, pienso en estos otros versos del maestro: “Quiero volver a las comunes cosas/ Al agua/ Al pan/ Un cántaro/ Una rosa”. O en momentos de pesadumbres: “No espere que el rigor de tu camino/ Que tercamente se bifurca en otro/ Que tercamente se bifurca en otro/ Tenga fin/ Es de hiero tu camino, como tu juez”.

481) Escribo entre dolencias, pero escribo. De forma proverbial o sentenciosa, pero escribo. Algo alejado del poema anhelando o de la historia soñada, pero escribo. Como ejercicios de fragmentados despedazamientos, pero escribo. Escribo porque es la única forma de entrar en mi camino, la única manera de poder desbrozar la vía de entrada hacia mí mismo. Escribo porque sé que de no hacerlo andaría descarriado, perdido.

482) Estoy perdido para la esperanza común, para la comunión con una sociedad que me inspira más desencanto y ansiedad que expectativas de alegría y satisfacciones. Asistir al derrumbe de las cosas que más quiero. Ver cuán en vano han sido el amor, la entrega y el cuidado. Comprobar que si bien el odio no construye nada que no sea más odio, el amor muchas veces construye un odio mayor que el mismo odio.

Saber todo esto es sencillamente devastador para el alma. Y saber que es inútil el auxilio de “Dios”, o el acudir al rosario, al encendido de velones, a la cadena de oraciones, a la lectura de la Biblia, a la prédica de los sofistas hipócritas en el templo o en discursos escandalizadores en la televisión o en la plaza pública. Sin embargo, como lo he dicho varias veces, resistiré. No por fe ni esperanza, sino por desafío a esta “realidad” caótica, insatisfactoria.

483) Si no fuera por la belleza de su decir, que frecuentemente abraza la poesía. Si no fuese por las galas de la sabiduría que suele desplegar en abundancia, ¿cómo soportar el delirio de persecución de un salmista bíblico pidiendo a su despiadado dios que destruya a sus enemigos, que arrase con sus adversarios? Si no fuera por la misma razón, ¿cómo soportaría yo al profeta Isaías amenazando a su pueblo de pecadores con la ira y la venganza de su dios, señalando que Jehová, su amado dios, está altamente enojado por la vida de perdición que lleva su pueblo, y que si éste no se arrepiente de sus pecados y se doblega ante el Señor, éste lo borrará sin misericordia?

484) Ahora el dolor me acorrala por todos los flancos, como una fiera hambrienta. Y hasta ahora sólo me va quedando la palabra. Un ulular de música sepulcral danza a mi alrededor, como una enorme y negra carcajada de Dios. Por suerte aún me va quedando la palabra. Con ellas saludo mis dolencias cotidianas, suavizadas, además, por la sonrisa del Sol, la música, la danza de los pájaros, la presencia sonriente y silenciosa de las flores del patio.

485) La fe ciega y ensordece, por eso puede tener la virtud de salvar y condenar al mismo tiempo.

486) Sólo busco la paz suficiente tal vez para abrazar un tormento más digno, más elevado. Por tanto, no es la paz sin sobresaltos, sin exposición al cambio, al asombro, a la maravilla. Tampoco se trata de la paz de los días sentado, leyendo siempre un libro e intentando descifrar las claves del paisaje. Sí, algo de eso no está mal, pero me interesa ahora una paz en movimiento, con cambios de paisajes y escenarios, asumiendo riesgos y probables decepciones. Todo ello como una forma de no echarme a morir la víspera. De todas maneras, produce demasiado ansiedad y cansancio tanto esfuerzo por conseguir y mantener una forma de paz que casi linda con la muerte.

487) Algunos hablan de la bondad y la grandeza de su dios; muchos piden cadenas de oraciones al suyo para que éste propicie sanación de enfermos; otros, más de los deseables, hablan de que podemos ser felices si nos lo proponemos, que la felicidad es una opción personal; en fin. Pero yo, más bien estoy inmerso en la verdad. Ahora mantengo una conversación casi permanente con la muerte. Ella a veces parece muy fea, flaca, pálida y demacrada. Con frecuencia me aterroriza su presencia soberana. En algunas ocasiones la siento como un posible gran alivio, como un estado u opción de libertad. Ella se ha hecho merecedora de mi respeto. A diferencia del dios que hemos construido, no sé si por nobleza o cobardía, nunca nos miente. Ella, en su indudable nobleza, no nos ofrece premio o castigo cuando viene en nuestro auxilio, simplemente nos garantiza una paz absoluta en el valle de la gran nada. ¿Y puede haber algo superior que esto?

488) No pido clemencia, y espero nunca hacerlo. Sólo escribo porque tengo necesidad de testificar todo mi espanto y desencanto. Trato, por todos los modos posibles, de sobrellevar mi penitencia, mi penitencia sin Dios, de la forma más honrosa posible.

489) Ahora estoy en “mi temporada en el infierno”. Siento que la casa se derrumba, parafraseando el título de mi más reciente libro. La casa se derrumba, y quiero, por lo menos, no perder la esperanza de que cuando suceda pueda yo volverla a edificar con bases más sólidas.

490) Parece que el cuento fue algo que alguna vez ocurrió en mi vida, como dijera Borges respecto a la novela. Ahora, en términos de escritura, sólo doy tumbos en torno a una especie de monólogo trágico.

491) He vuelto a la Biblia sólo para volver a confirmar mi desaprobación de ese dios que se nos ha impuesto. Isaías, Jeremías y Ezequiel, no hacen otra cosa que apuntalar una divinidad soberbia, celosa, vanidosa y sanguinaria. No alcanzo a entender cómo un dios así pudo llegar a tener tanta aprobación y seguidores. Pero sé que todo esto tiene su explicación en la naturaleza humana. Y qué es un creyente en Dios sino un tipo que necesita creer su propia novela, que su ser está ligado a esa narrativa improbable, por imperativos de múltiples órdenes que no alcanzamos a entender.

492) En estos tiempos de prisas estresantes hay que aprender a cultivar el arte de la paciencia, la vocación de saber esperar, al menos que no estemos dispuestos a acelerar al máximo el proceso de estrellarnos contra el muro, casi siempre abrumador, de la realidad.

493) Recuerdo el día en que alguien me dijo lo que una persona le dijo a otra como forma de desearle lo peor: “Que entre abogados te vea”. En estos momentos, si yo quisiera desearle lo peor a  alguien le dijera: que entre médicos te vea.

494) Ni siquiera yo que ahora lo vivo puedo testificar del todo este espanto presente. Odio, violencia, sadismo, dolor, miradas expectantes y anhelantes de la muerte. Toda una tromba de ironías que parecen no encontrar solución ni en Dios ni en la ciencia. ¿Cómo explicarse que tanto amor pudiese devenir en este océano de odio? ¿Cómo explicarse que tanto esmero pudiera trocarse en tanta repulsión? Aunque Dios, la ciencia y la naturaleza no me permitan ver la luz del entendimiento en este caso, me mantendré firme, determinado, rebelde, clamando por alguna clave que me permita entender todo esto.

495) Un 16 de marzo nació César Vallejo. Tantos dolores se agolpan en sus versos, tantas amarguras rezuman sus palabras. ¡Oh, hermano del dolor y de la sangre! ¡Oh, camarada de la alta conciencia! Hoy me atrevo a decir como tú, porque así me siento: “Hoy me gusta la vida mucho menos”. No hablo como tú del odio y el olvido de Dios. Me embarga con frecuencia la pena y la tristeza de que Dios ni siquiera pueda odiarnos u olvidarnos, porque si nos odiara quizás en algún momento nos haya amado o pudiera hacerlo; porque si nos hubiera olvidado, tendríamos la esperanza de que en algún momento nos hubiese pensado; sólo nos queda el desconsuelo de su enorme no ausencia.

496) El desamparo y el oprobio acechan y amenazan constantemente, lo que hace que forma casi permanente nos movamos entre incertidumbres. Sin embargo, en medio del desasosiego casi incesante trato de mantener la suficiente serenidad de ánimo, lo que a su vez me permite mantener lo más activa posible mi imaginación, mi capacidad de estar en comunión con mi oficio de lector y escritor, con mi devota entrega a las palabras.

497) Aunque el Cristo pidió que amáramos a nuestros enemigos, Él sabía que se trataba de algo imposible. Creo que también resulta muy difícil perdonarlos. Lo que sí es posible es no odiarlos; de hecho, casi nunca sentimos que nuestros enemigos están a la altura de nuestro desprecio.

498) No me cae del todo mal, aunque no acaba de simpatizarme, ese Jesucristo que deja atrás al dios violento, cruel, genocida, homicida, celoso, caprichoso y narcisista del llamado Antiguo Testamento, dios en quien convergen los “pecados” más horrendos.

499) El personaje Jesús es generoso, amoroso, distinto al personaje de su Padre, el dios de Israel. Sin embargo, al igual que éste, con mucha frecuencia también aboga por la violencia; suele ser vanidoso y mostrar delirio de grandeza.

500) Entonces brindo. Brindo con el vino no siempre dulce de la resignación y la conformidad. Pero brindo. Brindo por esta amable tregua de la paz que me regala la prosa o el poema. Sé que se trata de eso, de un momento, de una breve tregua, de un provisional armisticio. Pero no importa. Levanto la copa, y brindo porque  las palabras que me importan me llaman, me convocan, me seducen.

José Martín Paulino

Escritor

Abogado, escritor y crítico literario.

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