Señor

Nicolás de Ovando
Noveno Círculo del Infierno,

Ala Occidental de los Genocidas Honrados,

Oficina de Encomiendas Eternas, Caja Postal 1492
Comendador de las Almas Perdidas y Señor de las Cadenas Ruidosas

Su despacho.

Monumento a Nicolás de Ovando, en la ciudad de Santo Domingo, Distrito Nacional.

Despreciable enemigo que camina entre llamas y repite su nombre como eco de crueldad, Don Nicolás de Ovando, Marqués de la Sombra, Hidalgo de la Ignominia:

Desde la otra orilla del tiempo, esa donde los calendarios no miden días, sino cicatrices, te escribo, Ovando, con la tinta ardiente de la memoria y el aliento tibio de las voces que, aunque degolladas, no han dejado de cantar. Desde este rincón de conciencia y ceniza, donde el verbo aún sangra y la historia no ha sido amordazada, me atrevo a enviarte esta epístola que no busca redención, ni consuelo, sino juicio y verdad.

Te saludo, aunque el saludo me sabe a sal vieja y grillete oxidado. Me dirijo a ti no como cronista del imperio, ni como escriba de la corte, sino como la voz que nace entre escombros, la voz que no fue invitada a tu festín de horrores, pero que ha recogido los huesos de los que en él perecieron.

¿Recuerdas, Ovando, cuando plantaste tu estandarte en la entraña de Quisqueya cuando aún no era Quisqueya, esa isla de verdes mil y soles multiplicados? La llamaron La Española, como si pudieran vestirla con nombre extranjero sin desgarrar su piel. A ti te dieron el poder, no por virtud, sino por obediencia ciega y ambición de oro. Fuiste enviado como brazo derecho de la corona, pero operaste como puño cerrado de la barbarie.

Y en tu puño, Ovando, no hubo justicia, sino plomo y cruz. No hubo palabra, sino decreto. No hubo encuentro, sino invasión.

Los taínos cantaban con garganta de río y corazón de selva, pero tú llegaste con viento falso y biblias envenenadas. Ellos ofrecían fruta y danza, tú devolviste soga, espada y silencios. Fuiste más que un conquistador: fuiste el arquitecto del espanto, el alarife del exterminio. Fundaste pueblos donde antes había armonía, pero lo hiciste con los huesos de quienes ya tenían patria.

Recuerdas Ovando a la dulce y brava Anacaona… ¡Oh, flor indómita! Anacaona… diosa de ébano, tu cuello fue nudo, tu crimen: ser libre, tu juicio: un mandato sin ley ni compasión. Te ahorcaron por ser raíz, por no doblarte como caña frente al amo. Tu cuello, templo de cantos y resistencia, fue quebrado por orden de este varón de ojos duros y alma rancia al que hoy escribo. Anacaona…tu crimen fue no traicionar. Tu castigo: morir con dignidad, que para los verdugos es el más intolerable de los pecados.

Ovando, bajo tu sombra se apagaron más de medio millón de estrellas humanas. La epidemia que trajiste fue menos cruel que tu sistema, esa cosa a la que llamaron encomienda, donde el alma se cambiaba por número y el sudor por blasfemia. No eras más que el contable del infierno, sumando cuerpos para los Reyes Católicos como quien cuenta monedas, mientras los dioses indígenas lloraban su desaparición en las hojas del yucayeque.

¿Qué viste cuando volviste a Castilla, Ovando? ¿Acaso los salones de piedra ocultaron el hedor de las minas de oro? ¿Los aplausos de la corte borraron los llantos de niños esclavizados en los montes de Cibao? No fuiste juzgado por tus crímenes, sino por tus errores diplomáticos. Porque tu castigo no vino de los que sufrían tu bota, sino de los que codiciaban tu silla.

Hoy tu nombre es mármol, pero el mármol sangra. Hoy tu efigie se yergue en la Plaza España como quien no supo matar, sino civilizar. ¡Miserable mentira de la Historia, escrita con la pluma del vencedor y la tinta del oro robado! Junto a Noe, Iván y Yeyé he visto tu estatua, Ovando. La estatua que enciende de rabia mi pecho, colocada cuidadosamente sobre una base de mármol importado y comprado con las migajas de las toneladas de oro y sangre que había costado la colonización. Se dice que es un tributo a tu grandeza, pero realmente representa el desprecio a un desgraciado genocida cuyas manos aún sangran de culpa en el infierno. La he visto recibiendo lluvia y excremento, y he sentido una forma de justicia en ese ciclo natural: las palomas, más sabias que los hombres, depositan su juicio sobre tu frente de bronce. Y cada borracho que orina a tus pies no lo sabe, pero lava el alma de aquellos que tú mancillaste. Eres monumento a la infamia, altar al genocidio, testigo erguido de una amnesia nacional.

Ovando, que bueno que estás en el infierno, hijo del poder sin entrañas, sabed que ni el mármol ni el pergamino pueden encerrar la verdad. La historia que tú firmaste con sangre no será jamás borrada por discursos ni placas doradas. Mientras un solo tambor suene en el Caribe, mientras una sola madre llore la memoria de su linaje, mientras un solo poeta despierte en la noche y escriba con ira lúcida, tú serás recordado. No como héroe, no como gobernador, sino como aquello que la Historia escupe cuando al fin deja de temer. Tu inmortalidad será vergüenza, tu gloria, mugre, y tu nombre, un susurro prohibido en la boca del justo.

Te dejo estas palabras como espejo de lo que fuiste y como advertencia a los que hoy repiten tus gestos bajo nuevas máscaras. Te dejo estas palabras hijo del oprobio, engendro del agravio. ¿Ignoras acaso que la dignidad no se inclina ante mitras ni coronas?, que no se arrodilla ante templos ni tronos, que no mide estaturas, ni adora linajes. La dignidad es llama innata, sin dueño, sin dogma, un fuego santo que ardió más en el pecho del aborigen que en la corona del rey. No pido tu arrepentimiento. En el infierno que ocupas, el arrepentimiento es un lujo que no florece. Quiero que sepas, que aunque tu alma no lo acepte, hay quienes aún caminan en esta tierra con los pies descalzos de tus víctimas, y que cada paso que dan sobre el suelo de esta media isla es un tambor que te nombra con rabia:

¡Nicolás de Ovando, asesino con medallas, ladrón de soles, constructor de horrores!
Aquí seguimos, escribiendo tu juicio con verbo de trueno y corazón sin cadenas.

Firmado:

Un escribidor sin tumba, con la voz prestada de los que murieron de pie.
Desde el rincón ardiente de la memoria que no se olvida.

Esteban Tiburcio Gómez

Investigador y educador

El Dr. Esteban Tiburcio Gómez es miembro de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Licenciado en Educación Mención Ciencias Sociales, con maestría en educación superior. Fue rector del Instituto Tecnológico del Cibao Oriental (ITECO), Doctor en Psicopedagogía en la Universidad del País Vasco (UPV), España. Doctor en Historia del Caribe en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), entre otras especializaciones académicas.

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