El amor como razón de Estado
Dicen que nadie elige dónde nace, pero sí dónde se arraiga. Yo no tengo razones para no amar a Costa Rica; tengo hijos, nietos y sobrinos que llevan su geografía en la sangre. Tengo amigos que son hermanos, de esos que no necesitan la misma madre para reconocerse en la lealtad. Tengo la memoria de un primer amor que olía a pintura, lienzos y a trementina, y el recuerdo de otros amoríos, fugaces pero profundos, que me enseñaron los recovecos del deseo, desde México a Chile.
Fue allí donde mi juventud dejó de ser una promesa y se convirtió en este hombre que ahora, educa y ama, habla de Chomsky y escribe. Me hice adulto mientras América Central era una herida abierta, un cuerpo convulsionado. Y en medio de ese temblor, Costa Rica me entregó un ancla, un valor que se volvió brújula: la terca, porfiada, indispensable manía de la democracia.
Desde el balcón de esa pequeña nación, vi sangrar al continente. De Panamá a México, un reguero de pólvora y esperanzas. La realidad centroamericana se me metió en el cuerpo, a veces con el frío del miedo pegado a los huesos, y aprendí a quererla entera, rota, sucia, llena de polvo y todo, como se quiere a lo propio.
Fue Juan Bosch, ya en el umbral de su vida, quien me señaló el mapa. Su voz, una madera vieja y sabia: “Vete. Vete José Manuel de este país y algún día, aunque yo ya no esté para oírlo, me lo vas a agradecer”. El profesor fue profético y no se equivocaba. A él le debo esta cordura democrática que a veces, en otros lares, parece simple terquedad.
Esta no es la prosa distante del académico discípulo de Noam Chomsky en MIT, que disecciona un país como a un insecto bajo un cristal. Esto, más bien, se parece a una carta de amor, y en las cartas de amor no hay espacio para las mentiras. Nacen de la gratitud, pero desembocan en la urgencia. Porque el regalo más grande que me hizo Costa Rica —esa costumbre de votar, de discutir, de no callar— es hoy un mandato. La democracia no es una estatua de mármol que se admira a la distancia; es un jardín testarudo que exige agua, poda y, sobre todo, guardianes que no se duerman.
No hay países perfectos, solo existe el anhelo de construir un lugar donde la dignidad sea costumbre. Costa Rica, con sus grietas y sus luces, lo intenta y lo ha hecho bien.
Allí, en sus aulas, la palabra de Helio Gallardo me desveló el mundo. Allí, siendo un muchacho, en una tarde que ahora parece un sueño, le estreché la mano a Mario Benedetti. Compartí el pan y el vino con Tomás Borge y Ernesto Cardenal, hombres que llevaban la revolución en la mirada. Conocí la entereza de Mélida Anaya Montes, la maestra salvadoreña. Dialogué con presidentes, con Rodrigo Carazo, con Luis Alberto Monge, con Óscar Arias Sánchez. Tuve hermanos de otras sangres, de todas las patrias latinoamericanas que buscaban refugio. ¿Cómo no estar en deuda?
Ahora que los años han decantado los afectos, que el amor por esa tierra no ha hecho más que crecer, es tiempo de decir. Con la única certeza de que hablo desde mi verdad, y con la humildad de saber que podría estar equivocado. Esto no es un susurro. Es una llamada.
Un mensaje para las arterias vivas de la política tica. Para mis amigos diputados. Para esas familias cuyo apellido es sinónimo de poder. Para mis compañeros del cole. Para los amigos hijos de los expresidentes, ministros, exministros, para mis sobrinos Emiliano, Caleb y el Benja, para mis sobrinas Amanda y Laura, para mi hijo Ernesto y su madre Gloria, para mi nuera Daniela, mis nietos Victoria y Marcelo, que hoy me leen.
No hablo desde la soberbia del que tiene respuestas, sino desde el deber del que fue moldeado en la fragua de esa extraña excepción centroamericana. La estabilidad de Costa Rica no es solo un tesoro nacional; es un faro en medio de un continente que, desde el norte hasta el sur coquetea con las sombras. Su democracia no es una mercancía para exportar, sino un ideal que contagia, que irradia.
Defenderla, entonces, no es un asunto interno. Es un imperativo para todos los que aún creemos que es posible.
Memoria de un tiempo convulso
Para comprender las urgencias del presente, es imperativo recordar la convulsión del pasado. La década de 1980 fue una prueba de fuego que forjó el carácter moderno de Costa Rica. Mientras el resto de Centroamérica se desangraba en guerras civiles, atrapado en el ajedrez de la Guerra Fría, Costa Rica libraba su propia batalla contra una tormenta económica perfecta. El país se enfrentó a una hiperinflación galopante, una devaluación acelerada del colón, desabastecimiento de productos básicos y un desempleo que se duplicó hasta el 9.4% en 1982. La pobreza se disparó de un 20% a más del 50% en apenas cuatro años, y las colas para comprar arroz y frijoles se convirtieron en un doloroso símbolo de la precariedad.
Las causas de este colapso eran una mezcla de factores externos e internos. La crisis mundial del petróleo, la caída de los precios del café y el aumento de las tasas de interés internacionales golpearon con dureza una economía vulnerable. A esto se sumó un gasto público desmedido financiado con deuda y la tensión militar en la frontera con Nicaragua, donde el gobierno costarricense había apoyado a los rebeldes sandinistas contra Somoza, una ironía histórica considerando el rumbo autoritario y tiránico que tomaría el “sandinismo”. En un acto de soberanía, la administración de Rodrigo Carazo declaró "non grato" al Fondo Monetario Internacional (FMI), cerrando el acceso a préstamos y recurriendo a la emisión de dinero sin respaldo, lo que avivó las llamas de la inflación.
En este contexto de caos, donde en otras naciones latinoamericanas la respuesta habría sido el estruendo de las botas militares, Costa Rica demostró su excepcionalidad. Siendo la única democracia de la región con gobernantes civiles elegidos, la crisis no provocó una ruptura, sino que actuó como un catalizador. El gobierno de Luis Alberto Monge, a partir de 1982, se vio obligado a aplicar dolorosos programas de ajuste estructural que erosionaron partes del Estado Benefactor. Sin embargo, la jugada más audaz se dio en la política exterior. Acorralada por la guerra y presionada por la administración Reagan para unirse a su estrategia anticomunista, Costa Rica eligió la neutralidad y la diplomacia. Esta decisión culminó en la gesta del Plan de Paz para Centroamérica, liderado por el presidente Óscar Arias. Los Acuerdos de Esquipulas no fueron solo un logro diplomático, sino la exportación del modelo costarricense, una declaración de que los problemas de Centroamérica debían ser resueltos por los centroamericanos a través del diálogo y la democratización. Al elegir la paz en medio de la guerra, Costa Rica solidificó su leyenda.
Las grietas del Edén
Esta memoria histórica contrasta con las fracturas actuales que debilitan el pacto social. El mantra de la "Suiza centroamericana" oculta desigualdades crecientes. Durante décadas, mientras América Latina reducía la brecha de ingresos, en Costa Rica esta se ensanchaba. El coeficiente de Gini se mantuvo obstinadamente alto; en 2019, el 10% más rico concentraba un ingreso 25 veces superior al del 10% más pobre. Aunque datos de 2024 muestran una histórica disminución del Gini a 0.492, este avance no borra décadas de una desigualdad acumulada que ha creado profundas divisiones.
La Encuesta Nacional de Hogares (ENAHO) de 2024 trajo noticias extraordinariamente positivas: una reducción de la pobreza al 18.0% y la pobreza extrema al 4.8%, las cifras más bajas registradas. Sin embargo, esta victoria es frágil. La vulnerabilidad sigue siendo alta, con muchas familias entrando y saliendo de la pobreza, y persisten disparidades geográficas alarmantes: las regiones Brunca y Huetar Caribe enfrentan tasas superiores al 25%. Detrás de estas cifras se esconde una amenaza estructural: el debilitamiento del Estado de bienestar por una política de austeridad fiscal. Aunque la disciplina fiscal es necesaria, no puede ser a costa de la inversión social. El Informe Estado de la Nación ha advertido sobre la disminución de la inversión por persona en educación (4.6%), protección social (3.6%) y salud (2%), desmantelando lentamente las oportunidades para las futuras generaciones.
Esta mezcla de desigualdad y un Estado social en retirada crea un caldo de cultivo para la violencia. En 2023, Costa Rica batió su récord de homicidios, impulsados por el crimen organizado. Este no es un fenómeno aislado, sino la consecuencia de un modelo que excluye a segmentos de la población, especialmente a jóvenes de territorios rezagados, dejándolos a merced de redes criminales. Este círculo vicioso, donde los recortes económicos generan descomposición social, crea un ambiente de miedo que prepara el terreno para la seducción de soluciones autoritarias de "mano dura", como el popular modelo de El Salvador. versiones de tiranías
Nicaragua se asfixia, El Salvador aplaude: Dos
El excepcionalismo costarricense se encuentra hoy bajo un asedio ideológico sin precedentes. Los regímenes vecinos funcionan como un espejo oscuro de posibles futuros. Nicaragua, bajo la dictadura dinástica de Daniel Ortega y Rosario Murillo, es una clase magistral de "autocratización a fuego lento", un proceso gradual de cooptación de todas las instituciones del Estado que culminó en un régimen represivo donde no existe oposición. El "Modelo Bukele" en El Salvador representa una amenaza ideológica más seductora. Nayib Bukele ha construido su inmensa popularidad sobre la promesa de seguridad a cualquier costo, implementando un régimen de excepción permanente que ha suspendido garantías constitucionales y ha llevado al encarcelamiento de más del 1% de la población, de forma arbitraria y con miles de violaciones a los derechos humanos documentadas. Este modelo plantea un falso dilema: seguridad a cambio de derechos y democracia, un canto de sirena peligroso para una Costa Rica con una creciente crisis de seguridad.
La audacia de reinventar la democracia
Dicen los mapas que existe una Suiza centroamericana. Y puede que sea hora de creerles. Porque cuando el cuerpo de la democracia da señales de fatiga y los fantasmas del autoritarismo golpean a la puerta, la cura no está en reforzar los muros viejos, sino en abrir ventanas nuevas.
Costa Rica se asoma a esa cornisa. La costumbre de votar cada cuatro años, ese rito que confunde la democracia con un evento en el calendario, ya no alcanza. El antídoto exige un salto, una pirueta en el aire: dejar de ser una democracia con algunos adornos participativos para convertirse en una donde la gente sea protagonista del guion, no solo un espectador en la butaca.
La herramienta para empezar a contar esa otra historia nació lejos, en una ciudad brasileña llamada Porto Alegre, y hoy se replica en miles de rincones del mundo. La llaman presupuesto participativo. Suena a documento técnico, a cosa de contadores, pero es pura vida. Es la gente del barrio reunida en asamblea, decidiendo si el dinero va a un nuevo parque o a la cañería que siempre se rompe. Es la vecina fiscalizando la obra, con el ojo afilado de quien cuida lo suyo.
Allí, en ese acto simple de deliberar y decidir sobre el dinero de todos, la democracia deja de ser una palabra hueca. Se hace carne. Crece un músculo cívico, una desconfianza a los discursos fáciles, una certeza de que el poder, el de verdad, anida en la gente organizada. Un ciudadano que ha peleado por el alcantarillado de su calle es un ciudadano al que ya no se le engaña con espejitos de colores. Es la vacuna.
Suena a utopía, dirán los cínicos de siempre. Pero la historia de Costa Rica es un collar de utopías que se hicieron realidad. ¿Quién, en su sano juicio, se atrevía a borrar a su ejército del mapa? ¿Quién, rodeado por el fuego de la Guerra Fría, declaraba su neutralidad como un acto de fe? ¿Quién se sentaba a la mesa a tejer la paz mientras sus vecinos contaban muertos?
Esta herencia de audacias es la que hoy pide paso. Los desafíos de ahora —la desigualdad que parte el país en dos, la violencia que roba la noche, el desencanto que pudre el alma— no se curan con las recetas de ayer.
Se trata, al final, de una decisión simple: o se administra la decadencia o se provoca el renacimiento. La respuesta a la crisis de la democracia nunca fue menos democracia. Siempre fue más. Y mejor. Un salto, como aquellos de antes, que no solo ilumine a Costa Rica, sino que le devuelva un poco de luz a una región que vive, hace ya demasiado tiempo, a media oscuridad.
Un salto siempre hacia adelante. Porque para atrás, ni para coger impulso.
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