Hace décadas, en los años 70, 80 y 90, los educadores pedíamos a gritos lo que era justo: salarios dignos para los maestros. En aquel tiempo, sus sueldos eran vergonzosos frente a la nobleza de su oficio. Reclamábamos justicia porque queríamos calidad, y no se puede exigir calidad sin dignidad.
Ya en los 90, dentro del propio sistema, logramos algo impensable: cinco aumentos consecutivos en menos de cuatro años. Pero no fueron aumentos lineales ni caprichosos. Se diseñaron como incentivos al desempeño, diferenciados por mérito, sin resistencia del Gobierno ni del Ministerio de Hacienda.
Lo más importante no fue el aumento en sí, sino la creación de la Ley 66-97, que institucionalizó el 4 % del PIB para la educación. Fue una conquista histórica que abrió un nuevo horizonte de justicia y esperanza.
Hoy, con tristeza y decepción, debo reconocer que ese sueño se ha distorsionado. Tenemos los mejores salarios del sector público, pero no los mejores aprendizajes. El 70 % del presupuesto educativo se va en nómina, y cada vez queda menos para invertir en el aula, donde realmente se transforma la educación.
El falso dilema: incentivos o calidad
No se trata, como algunos piensan, de un aumento general. Hablo de la próxima o inminente Evaluación de Desempeño Docente que la apellido en el Aula (ahí es donde nos interesa saber el punto final en el que aterriza, después de recorrer todo el espacio del centro para llegar a enseñar lo que debía ser, para llegar a que los niños aprendan.) Se trata entonces de un incentivo de desempeño mal concebido, que contradice su propio propósito. Según la escala actual, el incentivo empieza en un 32 % para los docentes destacados, un 28 % para los competentes, un 24 % para los de resultados básicos, un 17 % para los insuficientes, y aún, un 7 % para quienes apenas alcanzan 65 puntos.
¿Y qué significa eso en la práctica? Que un maestro que no logra siquiera la nota mínima para aprobar, recibe también un incentivo. Entonces, ¿qué le enseñará ese maestro a su estudiante? ¿Que con 65 puntos se pasa de grado? Porque, según la normativa escolar, para promoverse y ser egresado de bachillerato o secundaria se necesita en el peor de los casos un 70% acumulado. Me pregunto, ingenuamente, como si no supiera de lo que hablo … ¿Sabrá entonces el alumno más que su propio maestro desde el inicio del año escolar?
Esa es la contradicción que ofende la razón y desmoraliza el mérito. Si el incentivo alcanza incluso a quien no alcanzó el estándar, deja de ser estímulo y se convierte en distorsión institucional.
La meritocracia: el camino del cambio
Los países que avanzan no le temen a la evaluación. Han entendido que la educación se sostiene sobre un principio simple: “El mérito importa.”
El mérito no se mide solo en exámenes o planillas, sino en la evidencia viva del aula: niños que aprenden, jóvenes que piensan, maestros que inspiran.
En la República Dominicana, esta visión ha sido defendida con lucidez por el Dr. Radhamés Mejía, educador de talla internacional, asesor del ministro de Educación y firme promotor de la meritocracia docente. Su planteamiento es claro: la evaluación debe considerar tanto los aprendizajes como la gestión del centro educativo, siempre con base en evidencias verificables.
Lecciones del pasado reciente
No se puede hablar de evaluación docente sin reconocer el legado del Dr. Julio Leonardo Valeirón, investigador y psicólogo educativo de prestigio internacional. Fue él quien dirigió la última evaluación nacional de desempeño docente en aula, cuyos resultados estremecen:
- Destacado: 2.9 %
- Competente: 23.9 %
- Básico: 35.1 %
- Insuficiente: 38.1 %
¿Puede un país llamarse en “revolución educativa” con casi el 40 % de sus docentes en nivel insuficiente? Y lo más grave: muchos de ellos recibieron aumentos salariales “para motivarlos”. ¿Motivarlos a qué? ¿A seguir sin mejorar? Eso no es política educativa; es complacencia costosa.
Cada maestro insuficiente le cuesta al país miles de millones que se pagan con los impuestos de todos. Y cada maestro que reprueba la evaluación, pero sigue cobrando igual o más, le roba oportunidades a los niños que esperan aprender para construir un futuro mejor cuando ya le dijeron al Defensor del Pueblo en el Congreso de los Niños y Jóvenes que tienen sueños que quisieran se les convirtiera en realidad en un futuro con un pais nuevo, diferente. No lo dijeron así, pero muchos entendían que esos “sueños” para el mañana, representaban sus “pesadillas” de hoy.
El desafío de hoy: tener el valor de corregir
El actual Gobierno heredó una realidad difícil, pero también una oportunidad histórica. Si de verdad queremos un cambio, comencemos por donde más duele: la evaluación docente y la meritocracia salarial.
No se trata de castigar a nadie, sino de reordenar las prioridades del gasto público. No podemos seguir aumentando sueldos sin evaluar resultados. Es injusto, insostenible y contrario al espíritu del 4 % que tanto costó conquistar.
Hablo desde la experiencia de toda una vida en la educación. He servido desde las aulas, los Ministerios, el Senado y la Sociedad Civil. He visto pasar gobiernos, promesas y reformas. Pero la educación no cambia con discursos: cambia con decisiones valientes.
Un llamado responsable y urgente
El país espera la decisión que otros pospusieron. Implantemos la meritocracia docente. Hagamos que el salario sea un reflejo del esfuerzo y del resultado, no una dádiva automática. Cada centavo del 4 % debe invertirse en mejorar el aprendizaje, no en prolongar errores. El pueblo dominicano, sensato y trabajador, respaldará esta decision.
Porque lo que está en juego no es solo un presupuesto: es el futuro de nuestros niños y de la nación. Para los que llevan notas y trabajan la planificación, el signo de pesos cuando de programas educativos, cuando de educación se trata, se pone después, no antes del programa que diseñe una solución en el marco de la educación.
Conclusión
La Evaluación de Desempeño Docente no debe ser un mecanismo de reparto, sino una brújula de justicia y mejora continua. El país no necesita más aumentos generales: necesita una revolución moral en el magisterio, PRIMERO, Y TAMBIÉN EN TODO EL PAÍS. Y esa revolución empieza cuando se premia el mérito, se corrige el error y se deja de llamar “progreso” a lo que, en el fondo, es un retroceso.
Por eso insisto: no hemos perdido la esperanza, pero sí estamos perdiendo la razón… si seguimos premiando al que reprueba.
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