"¿Tu verdad? No, la verdad, / Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela". Antonio Machado
Somos una sociedad de memoria corta, no como un mecanismo biológico, sino como una construcción social para que la élite dominante (política y empresarial) pueda perpetuarse con mayores niveles de hegemonía cultural. Saben que somos lo que recordamos y, en gran medida, deviene que recordamos lo que somos. El resultado es una ausencia de coherencia en todo nuestro tejido social-institucional y una crisis sempiterna de confianza.
Voltaire decía con mucha propiedad: “Una gravedad continua no es sino una máscara de la mediocridad”. Constituimos una sociedad cuasi sin memoria y donde esta no existe; la identidad es gris, opaca, porque la identidad, como decía John Locke, “viene delimitada por nuestra memoria”. Somos, en nuestra razón de ser, el espejo fehaciente de lo que alcanzamos a recordar.
Resulta que recordar es la asunción real de la responsabilidad moral, del compromiso cierto, de trillar el camino de la cultura de la civilidad, de la transparencia, de la honestidad, de la integridad. Es la concatenación del ejercicio permanente por el imperio de la ley y la necesidad de no resignarse frente a la lucha por la equidad y el contenido de la democracia.
El ejercicio por la transparencia, por la rendición de cuentas, en contra de la corrupción, no puede ser pose, no puede ser meramente coyuntural, no puede ser segregar mis corruptos favoritos. Es y debe ser una lucha frontal, sobre todo en nuestro país, que según Transparencia Internacional obtuvimos en el 2024: 36/100 y el puesto 104. Estábamos antes: 28/100 y en el lugar 136/180 países. La gravedad es que nos encontramos por debajo del promedio general, que es de 42.
La lucha contra la corrupción ha de ser ciclópea, iconoclasta, pues ella es, en gran medida, un componente sustancial de la naturaleza humana. Encontramos causas biológicas, psicológicas y sociológicas de la conducta desviada. La conducta desviada consiste, según Anthony Giddens y Philip W. Sutton, en “llevar a cabo acciones que no se ajustan a las normas o valores que están ampliamente aceptados en la sociedad”. En la sociedad dominicana, la desviación, que al mismo tiempo puede ser validada en su definición como “la no conformidad a un determinado conjunto de normas que son aceptadas por un número significativo de personas en una comunidad o sociedad”, ha acusado una terrible y recurrente osadía.
La corrupción se ha convertido en el vehículo de mayor movilidad social ascendente en los últimos 20 años
La subcultura de la desviación (corrupción, crimen organizado, lavado, testaferrismo, homicidios, violencia física, violencia sexual, violencia moral, violencia económica, patrimonial, violencia ideológica, ciberdelincuencia, delito de cuello blanco y delincuencia política) es tan fuerte su peso galopante en nuestra formación social que cuasi se sobredimensiona en el imaginario, por encima de la cultura de la paz, de la civilidad, de la transparencia. El poder político inoculó denodadamente a una buena parte de la población que esa conducta pérfida, abyecta, abominable, era normal.
La élite empresarial, en su burbuja, en su rentabilidad, en sus ganancias, sin responsabilidad social corporativa, es parte significativa del problema a través de los indicadores de evasión del ITBIS (43%) y de la evasión del impuesto corporativo (61%), sin contar la elusión. Adicionemos los gastos tributarios a su favor, que para el 2026 llegarán a RD$393,541.5 millones de pesos, equivalente a un 4.3% del PIB (RD$267,859.2 millones de exenciones y beneficios y RD$130,682.3 de impuestos directos).
Más que desear, queremos que todo el que incurra en la perversión, depravación, putrefacción, podredumbre, destrucción, desmoralización, que es la corrupción, sea conducido a la justicia, visibilizado. Los de hoy, de ayer y de mañana. Por eso celebramos que los más icónicos y emblemáticos de la corrupción hoy critiquen lo que sucede en SENASA y lo que pueda surgir mañana. El presidente del interregno 2004-2012 explicaba que la corrupción no era un problema en la sociedad dominicana, que la misma no era sistémica. El Ejecutivo del periodo entre 2012 y 2020, más primitivo, más tosco, se preguntaba: "¿Cuál corrupción?". En el 2018, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) llegó a señalar que en el país se perdía el 3.8% del PIB en corrupción, que hoy serían RD$332,000 millones de pesos.
A pesar de que seguimos siendo una de las sociedades con mayores niveles de fraude social, de búsqueda de atajos, de hacer lo mal hecho, allí donde el tigueraje es sinónimo de viveza, de habilidad, como consecuencia de una cultura de la complicidad, de la tolerancia ante la cultura desviada, hemos mejorado en los índices de gobernabilidad y de los indicadores de institucionalidad. La cultura desviada se convirtió en la normalización en el cuerpo social dominicano, pues la corrupción se enraizó como el vehículo de mayor movilidad social ascendente en los últimos 20 años. La complicidad y tolerancia se advierte cuando los partidos, en la selección de sus direcciones ejecutivas, seleccionan personas legítimamente reconocidas como corruptas y hacen rueda de prensa para exhibir la atracción de personajes que han devuelto dinero en casos de corrupción.
Antonio Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, señalaba que la corrupción “es criminal e inmoral y representa la máxima traición a la confianza pública”. Kofi Annan decía: “La corrupción daña a los pobres de forma desproporcionada al desviar recursos inicialmente orientados al desarrollo; socava la capacidad de los gobiernos para proveer servicios básicos, alimenta la desigualdad y la injusticia”. El Banco Mundial ha definido la corrupción como “el abuso de una autoridad pública para conseguir un beneficio privado”.
La Unión Europea esboza que la corrupción significa “toda transacción hecha entre actores públicos o privados, mediante la cual recursos públicos son ilegalmente transformados en ganancias particulares”. Transparencia Internacional nos dice que “la corrupción afecta a la sociedad, desestabiliza institucionalmente. Limita el desarrollo económico y aumenta la desigualdad”.
El presidente Abinader con la reforma constitucional del 2024 demostró que no es un adicto al poder, un enfermo del poder, lo cual le permite tener una marca distintiva, diferenciadora. Ahora, la consagración de la impronta indeleble es la lucha contra la corrupción, contra la impunidad. Será su sello más loable, con la marcatura más disruptiva, pues es el desafío prolongado de lo que exige la sociedad con tesón, sobre todo después de 16 años con una cleptocracia. Los “herederos” de Bosch no hicieron y ni siquiera pudieron imitar a Balaguer cuando expresó: “La corrupción se detiene en la puerta de mi despacho”.
En el estudio de Cultura Democrática del Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo de agosto del 2024, señalaba entre sus hallazgos que
a) 54.4% tolera la corrupción si se resuelven sus problemas.
b) El 80.4% favorece que se le dé un empleo o un contrato público si su partido gana, es decir, lo ven bien.
c) El 66.6% si un familiar o amigo cercano gana, le consiga un cargo público.
En el viejo paradigma hay gente diciendo que los que gobernaron en el periodo 2004-2020 no tienen autoridad moral, ética, para reclamar nada, sobre todo en el orden institucional, de corrupción administrativa. Como académico y fiel a la lucha por una mejor democracia, tengo una visión y paradigma distinto: estoy contento porque significa que algunos han entendido el daño que hicieron al país en materia económica, social, institucional y moral, pues más corrupción conlleva menos democracia, menos institucionalidad, más debilidad de la democracia, menos confianza en todas sus dimensiones.
Victoria Camps señaló: “Solo lo que puede hacerse público es justo; lo que reviste opacidad, no es de fiar”. La corrupción, como conducta desviada, delictiva, es el uso indebido de una posición de autoridad para conseguir ventajas, de dinero, favores o privilegios. Se trata del conjunto de comportamientos deshonestos, fraudulentos, ilegales, que aprovechan su poder para alcanzar beneficios personales. Nos toca dejar atrás la cultura del simulacro, de la simulación social, del cinismo, de la hipocresía, de la pose, de la sociedad del espectáculo llevado hasta el paroxismo, que nos drena como sociedad, hacia la búsqueda de más cultura cívica.
La decencia hoy no puede ser en el mero trato personal. Es cómo te manejas o has manejado en el plano institucional. Es que tenemos que trocar la corrupción, pues esta va ineluctablemente unida o trae consigo la ausencia de un desarrollo sostenible y nos conduce al subdesarrollo permanente. Como nos señala José María Tortosa en su libro Corrupción, “corrupción e impunidad resultan impensables sin el cinismo y la prepotencia”. Hay que demostrar que todos no somos iguales. Que la sociedad no debe ni puede tolerar la corrupción. La corrupción deriva, inexorablemente, inevitablemente, en menos integración social, en menos cohesión social, en menos confianza.
Aristóteles esbozaría que “la capacidad racional, peculiar de la especie humana, es la que nos permite deliberar nuestro comportamiento, elegir el acto que nos parece más adecuado y hacernos, por tanto, responsables de nuestra conducta”. Agregaríamos, como dice Eduardo Infante en su libro Ética en la calle: “Ser responsable significa tener la obligación de responder cuando se hace uso del derecho a hacer”.
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