No constituye secreto alguno el hecho de que fue durante la era de Trujillo cuando se produjo la reivindicación de la controvertida figura de Pedro Santana, operación política e intelectual que comenzó ya en los albores de la dictadura cuando a mediados de marzo de 1931 sus restos fueron exhumados de la torre campanario de la Iglesia Catedral, donde reposaban desde 1890, para llevarlos hasta su tierra natal de El Seibo, iniciándose así lo que en el lenguaje florido  la prensa de la época se denominara “el magno juicio de las rectificaciones”.

No faltaron, por supuesto, destacadas figuras del pensamiento y de las letras que velada o abiertamente se opusieran a las acciones encaminadas por el régimen para reivindicar a Santana como fue el caso del atildado periodista y escritor Ángel Rafael Lamarche quien precisamente en marzo de 1931 cuando se trasladan sus restos al Seibo escribe un sugerente artículo titulado ¡En Silencio!,  en el cual, entre otras cosas, señalaba:

“¡La atenuación no es el homenaje! Llévenlo con respeto, si quieren, pero en silencio! que aún la palma es símbolo de martirio en las manos exangües de las vírgenes martirizadas; que todavía el viento del Sur, continental y ciclópeo, trae murmullos de la selvas de Río Negro”.

Es en este contexto apologético de Santana que cabe situar los enfoques con que varios intelectuales e historiadores que destacaron en la era de Trujillo procuraron explicar las razones que inspiraron al caudillo seibano la consumación del acto político de nuestra anexión a España.

Un caso significativo de entre ellos por su alto relieve intelectual, lo constituye Manuel Arturo Peña Batle, quien, no obstante reconocer que Duarte fue “ el verdadero y único fundador de la conciencia nacional dominicana”  al pronunciar en San Cristóbal el famoso discurso conmemorativo del primer centenario de nuestra primigenia Carta Magna, el 6 de noviembre de 1944, manifestó que: “…no podemos ver a Santana a través de un desdoblamiento imposible de su personalidad tan íntimamente consustanciada con la realidad dominicana de su época. Para mí es tan grande el Santana de la campaña libertadora como el Santana que hizo la anexión. Algún día aclararé este concepto”.

Cinco años después cumpliría su promesa de 1944 al escribir su extenso prólogo de la antología de Emiliano Tejera, en el tomo V de la Colección Pensamiento Dominicano, en 1949, precisamente año en que se cumplía el primer centenario de la Batalla de Las Carreras.

De lo expresado por Peña Batle en el referido prólogo, cabe citar unos párrafos esenciales:

Sobre la memoria de Pedro Santana y Familia se ha acumulado mucha injusticia. Generación tras generación los dominicanos hemos mantenido sobre aquella figura un juicio peyorativo que no se compadece con la función que cumplió en el drama de la independencia. A esto han contribuido posiblemente las opiniones de sus enemigos, como el General La Gándara, cuyo libro sobre Santo Domingo es parcial y muy enjuto de criterio.

Hasta ahora no se ha hecho un estudio psicológico de Santana ni se han enfocado con sentido objetivo su vida y su obra. Da miedo penetrar en el examen de la literatura antisantanista. Toda ella está plagada de retórica, lugares comunes y sutilezas. Su contenido es puramente declamatorio”.

Cuando Santana hizo la anexión a España tenía 61 años y hacía 17 que alternaba en el poder luchando al mismo tiempo contra los haitianos. Conocía como nadie las condiciones de estabilidad de la República. Político y guerrero de primer orden, en mi concepto mejor político que guerrero, o para hablar con más propiedad, guerrero en función de político, no pudo dar un paso como el de la anexión sino por vía intuitiva, presionado por circunstancias vitales y sin sujeción a ningún principio abstracto preconcebido; el de la independencia absoluta no había adquirido todavía carácter definitivo en la realidad dominicana. No hay duda posible de que Santana hizo la anexión con gran repugnancia personal.

Es error gravísimo atribuirle miras de conveniencia personal en el acto de la anexión. A los 61 años de su edad y a los 17 de su influencia política no es posible que se decidiera él a realizar la experiencia de un cambio tan radical en la configuración de su propia vida. Tampoco nos está permitido pensar que lo hiciera para granjear ventajas económicas cuando siempre vivió pobre y fue la honradez la virtud esencial de su carácter.

Santana se comprometió con España en acto sustancialmente político e imbuido por razones políticas. Algunos escritores eminentes llegan hasta el extremo de afirmar que Santana engañó y sorprendió a España con sus ardides zorrunas al inducirla por la anexión. Esto raya en candidez. España supo muy bien lo que hizo al volver a Santo Domingo en momentos en que el destino de la política mundial se debatía en la guerra de secesión.

Si Lincoln hubiera perdido esa guerra se dividían los Estados Unidos bajo la influencia de Inglaterra y lo más probable es que España no se hubiera retirado de Santo Domingo tan rápidamente como lo hizo. La doctrina de Monroe, con la presencia de España, perdía sentido y eficacia. La influencia de Europa en América se perdió en los campos de la guerra civil. Contra los que piensan que Santana engaño a España, creo yo que fueron los políticos españoles quienes se valieron de la genuina e intuitiva postura hispánica de Santana para realizar en 1861-momento oportuno- el acto de la reincorporación que desde 1844 diligenciaba el caudillo sin que el Gabinete de Madrid diera oído a sus instancias".

De igual manera, el más prolífico de los historiadores dominicano, Don Emilio Rodríguez Demorizi, coincidió plenamente con lo expresado entonces por Manuel Arturo Peña Batle respecto a los méritos de Santana y el acto de la anexión.

Ya desde 1945, Rodríguez Demorizi planteó su tesis explicativa  de la anexión como un acto de preservación de los valores de la hispanidad frente a los aprestos haitianos, al que, conforme sus bien documentados planteamientos, se sumaron opositores a Santana.

En su criterio “la tradición adversa al héroe de Azua le fue transmitida al escolar dominicano por el historiador García” al tiempo de afirmar que: “…el hecho calificado desde 1861 como la gran traición de Santana empieza a aceptarse resueltamente como empresa defensiva de nuestra hispanidad frente al peligro haitiano. Esa modificación de criterio se va extendiendo y ganando prosélitos en vista de las nuevas interpretaciones de los hechos y de esclarecedores documentos que no tuvo a mano el sagaz historiador García, de memoria tan cara”.

Y en plena coincidencia con los  razonamientos de Peña Batle, argumentaba:

Si Duarte, como acaba de afirmar el Licenciado Peña Batle, fue “el verdadero y único fundador de la conciencia nacional dominicana” Santana fue el verdadero ejecutor de la idea separatista: dio de sí mucho más de lo que podía esperarse de un hatero de naturaleza como la suya y de ilustración tan rudimentaria.

Conozcamos a Santana, no para amarle como a Duarte, sino para comprenderle y admirarle. Porque, ciertamente, él no fue amado, como Duarte, por los hombres de su tiempo, sino respetado, seguido, admirado. No inspiró amor; inspiró fe, y la fe en él significó la victoria contra los dominadores. La tradición seguirá diciendo: Duarte, Sánchez y Mella, y seguiremos repitiendo esos mágicos nombres. Pero la crítica histórica, poniendo de lado en pensamiento y del otro la acción, extremos de toda grande empresa, reducirá esa gloriosa trilogía a este simple binomio: Duarte y Santana”.

Si bien es cierto que la reivindicación apologética de Pedro Santana contó durante el trujillismo con figuras cimeras como las dos expuestas, no es menos cierto que otros destacados intelectuales e historiadores vinculados a la era se manifestaron en abierta oposición a la misma.

Tal fue el caso de Don Pedro Troncoso Sánchez quien al terciar en el debate vio  un peligro en  aquella empresa intelectual consistente en que:

en una parte del público, insuficientemente apoderada del problema, se opere la general tendencia humana a abrazarse a lo novedoso, tomar partido y pasar irreflexivamente de un extremo a otro, de la completa condenación a una exaltación exagerada”.

Y se preguntaba:

“¿Qué significaría en efecto convertir en Prócer de la Patria al autor de la Anexión? A todas luces sería una contradicción de fondo; sería incurrir en una inconsecuencia con la voluntad unánime del pueblo dominicano de ser independiente y seguir siéndolo a toda costa por los siglos de los siglos. Sería también disminuir la gloria de Duarte y Sánchez, poner en duda su alto ejemplo de civismo, aprobar la inculpación como traidores y expulsión de los Trinitarios, el fusilamiento de los Puello, de Duvergé, y el cadalso de San Juan.

Si los dominicanos de hoy somos los testigos de que, la República, contrariamente a la previsión del rudo caudillo, sí pudo vivir independiente después del fracaso de la anexión; si no toleramos el más pequeño menoscabo de esta independencia; si luchamos para que ésta sea cada vez más perfecta y verdadera, no podemos glorificar al hombre que no creyó en ella y la destruyó para convertir nuevamente al país en colonia.

Exaltar a Santana sin incurrir en contradicción debería equivaler lógicamente  a adoptar sus ideales patrios y aprobar el acto culminante de su carrera política; debería implicar, en rigor, una aspiración a la condición que él nos impuso de súbditos de una potencia extraña”.

Hacia 1955, Joaquín Balaguer, entonces una de las figuras cimeras de la intelectualidad trujillista, aunque no lo manifestó abiertamente, se opuso también a la reivindicación de Santana. Lo hizo a través de su libro “El Cristo de la Libertad”, exaltatorio de Juan Pablo Duarte.

Tras la caída de Trujillo, reveló que escribió ese libro en un acto de velada inconformidad con la prevaleciente tendencia apologética de Pedro Santana durante la dictadura, dado que, conforme su criterio: “Trujillo desterró a Duarte de las escuelas nacionales. El culto a la personalidad del autócrata, impuesto a través de tres décadas de propaganda sistemática, caló en la mente popular hasta el extremo de que la venerable figura del Padre de la Patria, pasó a ocupar un segundo plano en la devoción de varias generaciones de educandos. Para disminuir y empañar su figura, se quiso oponerle la de otro héroe cuya vida y cuyas ejecutorias constituyen una negación de todo lo que Duarte significa para el pueblo dominicano, la del general Pedro Santana”.

Y afirmaba: “algunos historiadores de relieve se prestaron a secundar en ese sentido los empeños oficiales, durante mucho tiempo se citó más en la prensa y en las publicaciones de La Academia Dominicana de La Historia el nombre del autor de la anexión a España que el del Fundador de la Republica”.

El Balaguer del trujillato era duartiano y antisantanista, pero fue ese mismo Balaguer el que en 1978, en un acto que aún hoy a muchos desconcierta, llevó los restos de Santana al Panteón Nacional para colocarlo al lado de los restos de Duvergé. ¿Cuáles razones le condujeron a consumar tan controversial actuación? ¿ ¿Razones enteramente políticas o el convencimiento del historiador e intelectual que con el paso del tiempo modificó su parecer sobre el caudillo seibano? Tal vez nadie tendrá nunca respuesta a tan densas interrogantes.

Reynaldo R. Espinal

Embajador

Embajador y Ex. Rector del Instituto de Educación Superior en Formación Diplomática y Consular del Ministerio de Relaciones Exteriores. Psicólogo Clínico. Máster de Especialización en Historia del Mundo Hispánico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España. Máster en Derecho y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Máster en Alta Gestión Universitaria de la Universidad Alcalá de Henares, en España. Catedrático de Postgrado en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, La Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, entre otras Instituciones. Miembro Colaborador de la Academia Dominicana de la Historia. Articulista del Semanario Camino, órgano de la Conferencia del Episcopado Dominicano.

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