La demanda de oro en los mercados internacionales ha disparado los precios. República Dominicana tiene en explotación la mina del metal más grande del continente. En este orden, parece lógico suponer que reciba beneficios extraordinarios.
¡Deducción apresurada!
Ocurre y viene a ser, que el país es víctima de las características más notorias de las explotaciones mineras en el mundo subdesarrollado; cuales son: la falta de transparencia; la cobardía del concedente, y la consiguiente habilidad de la empresa concesionaria. Es lo normal.
Así pues, la firma de un contrato, siempre leonino en perjuicio del país concedente, opera como patente de corso en manos del concesionario. Sin más, éste se siente libre de “trabas” para emplease a fondo en la obtención de ganancias máximas, mejor si el texto contractual está redactado en forma acomodaticia.
Es la desgracia de la subordinación; de la relación desigual centro/periferia y la reproducción del subdesarrollo, conceptos profusamente expuestos en la década de los años 60 por Theotonio Dos Santos, André Gunder Frank, Vania Bambirra y otros.
Obvio: el Estado que negocia la entrega de licencia de explotación de un bien mineral debe mantenerse en guardia; sin olvidar un instante que está tratando con fieras curtidas en el arte de salirse con las suyas, y donde la consideración no cuenta.
El Estado nunca debe perder de vista que a la empresa favorecida le importa un comino destruir todo a su paso, con tal de magnificar el logro de sus objetivos. ¡Ojo al Cristo!
El relato de la “minería responsable” es humo para marear incautos. En este horizonte, República Dominicana no es un ejemplo cualquiera. Conocer su realidad despierta tristeza e indignación a la vez.
Con un liderazgo oficial asustadizo y huérfano de sentimientos patrióticos, el país históricamente ha infravalorado la jerarquía de los bienes patrimoniales no renovables, atesorados durante millones de años en las entrañas de la Pachamama.
En un asunto de tan alta importancia, la ley que “rige” la materia (Ley de Minas No. 146) data de 1971 ¡55 años de antigüedad! Una antigualla legal que, de hecho, no contempla remediación ambiental, ni otras conquistas de capital importancia.
Cierto que, en su ámbito, la Ley General sobre Medio Ambiente y Recursos Naturales No. 64-00, d/f 18-8-2000 suple, en teoría, marcadas deficiencias de la Ley de Minas. Aquí y ahora el problema radica en los intereses empresariales, que saltan como canguros por encima de la valla que les tiende la normativa.
Es tan marginal la importancia conferida a la defensa del patrimonio minero, que del 2017, año en que el Ministerio de Energía y Minas y el Poder Ejecutivo iniciaron los tanteos para modificar el estatuto vigente, todavía en nuestros días (febrero de este año 2025) ¡8 años después!, el gobierno, a través del ministro y empresario Joel Santos Echavarría, se esfuerza en convencer al país de que es inminentes la superación de la vieja ley. “Nosotros como gobierno -dijo ministro-, estamos trabajando DE UNA MANERA ARDUA en la definición de (la) política minera; una política que continúe impulsando la minería…” (mayúsculas HMF)
La arduidad con que el Estado ha trabajado en este orden da pie a la sospecha de que, cuando al fin llegue la nueva normativa, habremos perdido parte de la geografía nacional, plagada de socavones envenenados.
Siendo así, no causa sorpresa el contrato entre Barrick Pueblo Viejo y la República Dominicana. Tampoco que en favor de la empresa, el Estado se comprometiera a ser garante de un préstamo del BID, pagadero en años, y a no recibir beneficio hasta tanto la minera diera por recuperada su inversión.
A partir de la renegociación implementada en el primer cuatrienio del presidente Danilo Medina, el país se enteró de que con una vida útil estimada sobre los 25 años, la Barrick aportaría beneficios totales al Estado por unos 11 mil millones de dólares, lo que resulta poco atractivo para un período tan dilatado ¿Cuántos miles recibiría la Barrick en ese mismo lapso?
Por si fuere chica la afrenta, según la minera, la producción de cada onza de oro tiene un costo de unos mil 400 dólares, sin importar que el mineral se halle ocluido en sulfuros o no.
Quiere decir que cuando la onza se cotiza por debajo de los 2 mil dólares, el Estado prácticamente se queda oliendo donde guisan. ¿Y qué decir de los otros minerales valiosos captados en el proceso: plata, zinc, cobre…?
La remediación ambiental, responsabilidad del Estado y la empresa, no parece generar urgencias mayores, pese a que se trata de una explotación a cielo abierto, con embalses de relaves, lixiviación, contaminación de las aguas, cultivos, fauna y seres humanos, “regalos” de las aguas ácidas, el mercurio, cianuro, ácido sulfúrico y otros agentes peligrosos que conlleva el trabajo.
Conforme a estimaciones, desde el 2012, año en que la Barrick comenzó la depredación, los beneficios recibidos por el Estado dominicano no alcanzan los 4 mil millones de dólares en impuestos y pagos directos e indirectos ¡una verdadera chilata!
Sin más, lo del Estado con la Barrick tiene mucho del negocio del capaperros. Ni la pregonada creación de miles de empleos, ni los demás beneficios percibidos de la explotación compensan los daños provocados.
Lo menos que se debe exigir, en relación con la explotación de Barrick Pueblo Viejo, es la renegociación inmediata y profunda del texto contractual, de modo y manera que el país perciba, en oro y/o dólares, los ingresos condignos.
Lo otro sería reclamar que ningún gobierno, y “su congreso”, tenga derecho a comprometer el patrimonio millonario, no renovable, del pueblo dominicano, al margen de una consulta popular….
Compartir esta nota