Durante los años en que tuve el honor de servir como miembro de la Cámara de Cuentas de la República Dominicana, pude confirmar algo que ya intuía: en el servicio público no basta con tener buenas intenciones; hay que tener convicciones firmes y la serenidad suficiente para sostenerlas en medio de la tormenta.
Llegué a la institución con la convicción de que la transparencia no es una palabra bonita, sino una práctica diaria. Sin embargo, descubrí pronto que trabajar por ella implica navegar entre presiones, interpretaciones y tensiones que muchas veces ponen a prueba no solo el conocimiento técnico, sino la fortaleza moral.
No pretendo en estas líneas hacer juicios personales ni revivir conflictos pasados. Más bien quiero compartir algunas reflexiones sobre lo que significa servir en un órgano de control, donde cada decisión —por pequeña que parezca— tiene implicaciones éticas y políticas profundas.
Una institución bajo el microscopio
La Cámara de Cuentas tiene una misión que toca el corazón de la confianza pública: fiscalizar el uso de los recursos del Estado. Esa labor, aunque técnica por naturaleza, se desarrolla en un entorno altamente politizado, donde la independencia institucional se pone a prueba de manera constante.
Desde dentro, entendí que muchas de las crisis que viven nuestros órganos de control no nacen del desconocimiento técnico, sino de la falta de cultura institucional. En un país donde la rendición de cuentas aún se percibe como una amenaza más que como un deber, cada auditoría puede convertirse en un campo de batalla.
La experiencia en la Cámara de Cuentas revela que la integridad institucional se construye con decisiones éticas sostenidas, más allá del ruido político.
Aprendí también que la transparencia duele, especialmente cuando toca intereses. Pero más doloroso aún es ver cómo el trabajo de muchos servidores honestos se desdibuja por la conducta de unos pocos o por la narrativa mediática que todo lo simplifica.
El desafío de la ética cotidiana
Una de las lecciones más grandes que me dejó esa experiencia es que la ética no se mide en los grandes discursos, sino en las decisiones silenciosas. En cómo se vota, en cómo se documenta, en cómo se resiste a los atajos.
No todo lo que se hace en el Estado tiene visibilidad pública, pero todo deja huella. Por eso, durante mi gestión, me concentré en que cada actuación tuviera respaldo documental, trazabilidad y sentido de justicia. Esa fue mi brújula y lo sigue siendo.
Me alegra haber salido con la conciencia tranquila, sin observaciones sobre mi manejo de fondos, ni procesos pendientes, ni sombras sobre mi desempeño. Eso no me hace mejor que nadie, pero sí me confirma que es posible actuar con integridad en medio de un entorno complejo.
El ruido y la memoria
Es inevitable reconocer que el período que vivió la Cámara de Cuentas estuvo marcado por tensiones, acusaciones y desconfianzas. La opinión pública se centró, con razón, en los conflictos visibles, pero pocas veces se contó la historia completa.
Con el paso del tiempo, he comprendido que el ruido se disipa, pero las decisiones correctas permanecen. Los documentos, los votos razonados, las actas, las auditorías, son testimonio de que en medio de la turbulencia hubo quienes seguimos creyendo en la función institucional por encima del protagonismo personal.
Mi intención no es reivindicar a nadie, sino aportar una visión equilibrada. Si algo debe aprender el país de aquel proceso es que las instituciones necesitan estructuras sólidas, no héroes momentáneos. Y que los órganos colegiados solo funcionan cuando prima el respeto mutuo y la responsabilidad compartida.
Mirar hacia adelante
Hoy, con una nueva gestión en la Cámara de Cuentas, lo importante no es mirar atrás con rencor, sino con aprendizaje.
Ojalá que las lecciones de ese período sirvan para fortalecer la gobernanza interna, para blindar los procedimientos y para que los nuevos miembros puedan ejercer su función sin las distorsiones que tantas veces nublan la misión principal: servir al país con transparencia y rigor.
Estoy convencido de que las instituciones no mejoran solo con cambios de personas, sino con cambios de cultura. Y eso se logra con formación, independencia real, liderazgo ético y comunicación clara hacia la ciudadanía.
Un compromiso que continúa
Salí de la Cámara de Cuentas con la paz de haber hecho mi trabajo con respeto a la ley, al dinero público y a mi conciencia. Pero también salí con una certeza: el país necesita seguir hablando de ética, de integridad, de servicio y de cómo proteger a quienes hacen lo correcto.
Por eso he decidido compartir un conjunto de reflexiones más amplias —mis memorias institucionales— que recogen no solo mi experiencia personal, sino también propuestas concretas para fortalecer los órganos de control en la República Dominicana.
Creo firmemente que callar, cuando se ha aprendido algo valioso, también es una forma de irresponsabilidad.
Las instituciones solo se transforman cuando quienes las hemos vivido desde adentro nos atrevemos a contar lo que aprendimos.
“El problema de la corrupción no es de leyes, sino de hombres sin ética y pueblo sin memoria”. Charles de Montesquieu.
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