La obra de Manuel A. Peña Batlle sobre la Isla de la Tortuga representa un análisis histórico y geoestratégico fundamental para entender el declive del Imperio español en el Caribe y el Atlántico. Según Peña Batlle, el poderío de España no residía únicamente en su fuerza militar o en la riqueza de sus colonias, sino en la seguridad de sus comunicaciones marítimas, que garantizaban el flujo de recursos y la cohesión de su vasto imperio. La Isla de la Tortuga, un pequeño territorio en el Caribe, se convirtió en el epicentro de una estrategia que, al ser desmantelada, aceleró la decadencia del dominio español en América. Peña Batlle sostiene que:
"El secreto del Imperio español radicaba en la seguridad de sus comunicaciones marítimas, y su declive fue provocado por el desbaratamiento de estas rutas, especialmente desde la Isla de la Tortuga, que se transformó en la 'plaza de armas, refugio y seminario de los enemigos de España en Indias'."
Peña Batlle define a la Isla de la Tortuga como el nudo estratégico desde donde las potencias rivales de España (Holanda, Inglaterra y Francia) orquestaron el ataque al corazón del Imperio.
Estos ataques se habían fraguado desde los tiempos del Concilio de Trento y del cisma que dividió definitivamente la cristiandad. España encarnó la lucha contra holandeses, ingleses y potencias protestantes, creando las bases de la política de la Contrarreforma. España preconizaba no solo el monopolio de comercio, sino la resistencia numantina contra los influjos de las herejías que representaban estas potencias.
Las potencias europeas comprendieron que, para debilitar a España, debían atacar su punto más vulnerable: el tráfico marítimo entre el Nuevo Mundo y la metrópoli. Al interrumpir este flujo, no solo cortaban el suministro de riquezas (oro, plata, productos agrícolas), sino que también aislaban a las colonias y socavaban la autoridad española.
Peña Batlle argumenta que este ataque al "corazón" del Imperio fue más efectivo que cualquier batalla terrestre, ya que:
- Desorganizó la economía colonial.
- Debilitó la capacidad de España para defender sus territorios.
- Facilitó la penetración de otras potencias en América.
La evidencia histórica que presenta Peña Batlle incluye dos eventos clave:
- La ocupación filibustera de la Isla de la Tortuga: Este territorio se convirtió en un centro de operaciones piratas, desde donde se lanzaban ataques contra barcos españoles y ciudades costeras. Entre 1630 y 1640, Francia convierte a la isla de la Tortuga en una cabeza de puente para el corso y el filibusterismo.
Juan Francisco Montemayor y Cuenca, La reconquista de la isla en 1655
Desde finales de la década de 1630, la Monarquía Hispánica comprendió —aunque solo a medias— el peligro que representaba aquel nido de aventureros donde se mezclaban franceses e ingleses, movidos no solo por ambición, sino también por el odio secular a España. Las primeras expediciones emprendidas entre 1630 y 1638 constituyeron esfuerzos tan heroicos como estériles: desalojar al enemigo para abandonarlo luego al día siguiente.
Así, en 1630, 1634, 1635 y 1638, la autoridad española logró desalojar militarmente a los extranjeros, solo para dejarles el campo libre a su inevitable retorno. Cada victoria española llevaba en su costado la semilla de la derrota futura: no se dejaba guarnición, no se aseguraba la plaza, no se cerraba el paso al filibusterismo que, desde Tortuga, infectaba ya lentamente el noroeste de La Española.
Era la repetición mecánica de un mismo error político, un error que Peña Batlle juzgaría luego como fatal: España golpeaba, pero no ocupaba; corregía, pero no prevenía; vencía, pero no gobernaba.
En este panorama de indecisión y retrocesos, la figura de Juan Francisco Montemayor y Cuenca irrumpe como el más admirable esfuerzo individual de restauración de la autoridad imperial en la zona. No es casual que Peña Batlle reconociera en él al único funcionario que comprendió la magnitud real del conflicto. Su obra en 1654 fue, en rigor, la última gran victoria española en La Tortuga.
Tras la muerte de Andrés Pérez Franco, Montemayor y Cuenca asumió el gobierno provisional el 18 de agosto de 1653. Consciente de la urgencia estratégica y de la inminencia del peligro, concibió un plan que unía audacia, rapidez y visión política. A diferencia de sus predecesores, comprendió que la isla no debía ser simplemente desalojada: debía ser poseída, resguardada y finalmente integrada al sistema defensivo de Santo Domingo.
En enero de 1654, Montemayor reconquistó La Tortuga con una energía que sorprendió tanto a sus enemigos como a la propia administración imperial. Presidiada la plaza, la entregó al Conde de Peñalva, cuya llegada —por desgracia— se retrasaría hasta 1655, prolongando así el gobierno interino del propio Montemayor.
Aun después de esa primera victoria, Montemayor regresó, implacable, en agosto de 1654 con cuatro embarcaciones, sitiando nuevamente el enclave y arrancando una segunda rendición. Y hacia finales de ese año, la colonia filibustera quedó completamente desmantelada, dejando España una guarnición de cien hombres, la única medida sensata en toda la primera mitad del siglo XVII.
Era, en apariencia, el triunfo definitivo.
Y sin embargo, el Imperio español —tan ágil para atacar, tan lento para comprender— no supo aprovechar el éxito. El Conde de Peñalva, gobernador designado, no llegó a Santo Domingo sino hasta abril de 1655, cuando la suerte ya comenzaba a torcerse. Un ataque inglés contra Santo Domingo obligó a trasladar tropas desde La Tortuga, y la guarnición que Montemayor había establecido —pilar indispensable de la defensa imperial— fue retirada entre enero y febrero de 1655.
El abandono de la plaza fue así consecuencia directa de un error mayor: la desproporción entre los recursos destinados al Caribe y la magnitud de los ataques que allí se libraban. Apenas España retiró su presencia, los aventureros volvieron como enjambre. La Tortuga, liberada sin resistencia, renació inmediatamente como fortaleza filibustera, más activa y más peligrosa que nunca. La invasión inglesa de Santo Domingo hizo que Peñalva retirara la guarnición de la Tortuga y la dejara, definitivamente, a merced de bucaneros y filibusteros.
Lo que siguió fue la crónica de una muerte anunciada. Sin guarnición, la Tortuga se convirtió en la plataforma de lanzamiento para la expansión francesa en el noroeste de la Española. Desde allí, los filibusteros —ahora con el respaldo de Luis XIV— avanzaron hacia la costa, establecieron plantaciones y desangraron el dominio español.
La Batalla de la Sabana Real: el último relámpago del poder hispánico en La Española
La Batalla de la Sabana Real, librada en 1691 en los llanos feraces de la Limonade, no fue un episodio aislado ni un simple encuentro de armas; constituyó, más bien, el estallido inevitable de una tensión secular entre dos concepciones del dominio en el Caribe: la española, fundada en el principio de la unidad política de la isla, y la francesa, orientada sin disimulo a la apropiación progresiva del territorio mediante el hecho consumado. Bajo su apariencia de combate local, la Sabana Real sintetizó, con dramática claridad, el conflicto mayor que desde décadas venía carcomiendo la integridad de La Española.
Las raíces de la batalla se hunden en esa expansión metódica, paciente y agresiva de los franceses en el occidente isleño. Peña Batlle habría dicho —y con razón— que no se trataba de colonos improvisados, sino de una política de Estado cuidadosamente dirigida. Cada plantación francesa que se empujaba unos pasos hacia el Este era, en realidad, una avanzada militar disfrazada de agricultura; cada conuco levantado sin permiso español equivalía a una declaración tácita de soberanía.
Para Francia, la tierra española del Noroeste era la condición indispensable para el crecimiento de sus ingenios y su comercio. Para España, en cambio, era la línea sagrada de su soberanía histórica. De ese choque entre una expansión imparable y una autoridad que no sabía —o no podía— hacerla respetar, brotó el conflicto de 1691.
Pero la batalla no estalló por razones teóricas, sino por un agravio directo. En 1690, los franceses lanzaron un ataque brutal contra Santiago de los Caballeros, la ciudad castellana más importante del interior. Aquel golpe sacudió finalmente la modorra administrativa española, y las autoridades, por primera vez en mucho tiempo, resolvieron devolver el golpe con una energía proporcional a la ofensa. Fue la represalia necesaria, la respuesta histórica largamente aplazada.
La invasión hispana al territorio ocupado por Francia no fue un acto improvisado, sino una demostración de que la isla conservaba todavía el nervio marcial de sus mejores días. Bajo el mando resuelto de sus jefes y con la participación decisiva de las milicias dominicanas —esas mismas que habían custodiado por generaciones la frontera viva de la monarquía—, las fuerzas hispanas cayeron sobre los franceses en la vasta llanura de la Sabana Real.
El choque fue violento, breve y definitivo. La victoria hispano-dominicana resultó aplastante: el gobernador francés, Tarin de Cussy, cayó en el campo, acompañado por la flor de su oficialidad. La plana mayor del poder francés en la isla quedó desmembrada, y el occidente, por un instante, pareció quedar al alcance de una reconquista total. Se produjo aquella proeza el 21 de enero de 1691 bajo palio de la Virgen de la Altagracia, traída por los hermanos Trejo, de Garrovillas (Extremadura).
Peña Batlle habría visto en esa jornada un relámpago tardío del antiguo poderío hispánico: un instante en que Castilla recordó que La Española fue alguna vez la piedra angular del dominio en el Caribe.
Pero la historia de España en la isla está plagada de victorias tácticas seguidas de derrotas estratégicas. En lugar de consolidar la ocupación, fortificar la zona recuperada y extinguir de una vez la presencia extranjera en el Occidente, las autoridades optaron por retirarse, aplazando la reconquista para una segunda expedición que jamás llegó en la forma necesaria.
No se dejó destacamento, no se construyó fortaleza, no se cerró la herida. Y como era inevitable, los franceses regresaron, reorganizaron sus fuerzas y reconstruyeron el enclave. La gran victoria de 1691 —posiblemente la última oportunidad de restaurar la integridad política de La Española— se disipó en el aire por falta de visión y voluntad.
La Batalla de la Sabana Real fue, así, una paradoja histórica: la demostración más contundente de la superioridad militar hispano-dominicana y, al mismo tiempo, el preludio del reconocimiento internacional de la presencia francesa en 1697, con el Tratado de Ryswick. Fue el día en que España probó que aún sabía vencer, pero también el día en que se confirmó que ya no sabía conservar lo que ganaba.
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Para 1697, el Tratado de Ryswick no hizo más que certificar lo inevitable: España perdía el tercio occidental de La Española. Pero la culpa no fue de los franceses, ni de los ingleses, ni de los holandeses. Fue de España misma, que durante setenta años subestimó a un enemigo pequeño, pero letal, y que nunca entendió que el Caribe no se gobernaba desde Madrid, sino desde las plazas que controlaban sus rutas.
La Tortuga no fue un accidente geográfico, sino el símbolo de un error sistémico:
- España combatió los síntomas, no la enfermedad: Desalojaba la isla, pero no la ocupaba.
- Confundió la victoria táctica con la estratégica: Ganaba batallas, pero perdía la guerra.
- Subestimó a sus enemigos: Creyó que los filibusteros eran bandidos, no instrumentos de un diseño geopolítico.
- No supo leer el mapa: El Caribe no era un escenario secundario, sino el tablero donde se decidía el destino de América.
5. La evolución histórica condujo al desenlace diplomático de 1697: el Tratado de Ryswick. Allí, la Corona española terminó por aceptar lo que durante décadas había pretendido ignorar: la existencia de enclaves extranjeros consolidados en la parte occidental de La Española.
6. Ryswick no creó la derrota; la consagró. Fue la firma jurídica del fracaso estratégico que había comenzado en La Tortuga. Allí quedó reconocido —aunque tácitamente— que Francia había logrado afianzar una presencia irreversible en el territorio que España, por negligencia, había dejado indefenso. La isla, que un día había sido unidad política y religiosa del Imperio, quedaba oficialmente dividida. La tortuga había cumplido su misión destructora.
Referencias bibliográficas
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- Peña Batlle, M. A. (1974). La Isla de la Tortuga: Plaza de armas, refugio y seminario de los enemigos de España en Indias. Editora de Santo Domingo. (Obra original publicada en 1951).
- Perron, J.-F. (2001). Flibustiers, corsaires et pirates : L’impact de leurs actions sur le déclin de l’Empire espagnol d’Amérique au XVIIe siècle [Tesis de maestría, Université du Québec à Chicoutimi].
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- Schüller, K. (1995). La Española como objeto de disputa de las grandes potencias, 1697-1865. En B. Schröter & K. Schüller (Eds.), Tordesillas y sus consecuencias: La política de las grandes potencias europeas respecto a América Latina (1494-1898) (pp. 103-112). Vervuert; Iberoa
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