I.
En el Ágora de Atenas —ese lugar donde todas las épocas conversan—, Platón toma la palabra ante una asamblea de ciudadanos que soñaban con su República, más crédula que letrada o inquieta:
—Cuando la democracia se olvida de educar al alma, el pueblo pierde el rumbo y el Estado, la virtud. Terminamos, entonces, en un verdadero zoológico: ciervos serviles, zorros cortesanos, lobos uniformados, burros ignorantes, potros salvajes, palomas mensajeras, abejas y hormigas laboriosas, monos intrépidos, aves rapaces y reyes leones.
Aristóteles, el lógico tenaz, añadió:
—Ningún régimen es perfecto, pero la democracia sufre más cuando súbditos y gobernantes confunden el servicio con el botín.
Molesto de tanta cháchara, un siervo de la gleba medieval —desgastado por el destino y por la miseria— irrumpió:
—¿De qué sirven vuestras palabras? ¡La vida es cara, el pan escaso, el trabajo una farsa! ¿Qué justicia es esta, en la que al pobre honesto no le queda más que emigrar o jugar su suerte en la loto?
Un murmullo sotto voce invadió el Ágora. Entonces surgió la sombra de Nicolás, el célebre consejero de Maquiavelo, astuto como una serpiente:
—Filósofos, ustedes son nobles, pero ingenuos como las palomas. Ningún régimen resiste si el gobernante no comprende el arte de gobernar. La virtud sin vigilancia es debilidad; el poder sin control, corrupción.
El siervo lo escuchó con rabia, por haberle arrebatado la palabra, pero también con un destello de comprensión.
II.
Lejos de allí, en un palacio contemporáneo, una Telaraña resguardaba la gran alcancía del Estado.
Era limpia, justa, cuidadosa.
Pero los sirvientes del poder la abordaron con gestos bondadosos y sonrisas suaves:
—Araña, déjanos ayudarte. Podemos mejorar tus hilos…
La Telaraña, confiada, aceptó.
Los hilos cambiaron de curso: accesos ocultos, privilegios sin nombre, luces de luciérnagas alumbrando rincones privados.
Se transformó en una red de saqueo, peor que una manada de lobos o una tropa de pirañas.
El Gobernante, altivo como la jirafa en la llanura y siempre notable por su apariencia asustadiza, confiaba más en quienes lo traicionaban —como a un cordero sacrificial— que en sus propios instintos de supervivencia.
Entonces apareció el fraile Tomás, recién llegado de Aquino, con serenidad luminosa:
—Araña —susurró—, quien guarda lo común no lo posee: lo sirve.
Y, dirigiéndose al Gobernante, añadió con la sabiduría de un búho:
—El poder necesita virtud, pero la virtud necesita vigilancia. La finalidad de todo recurso es el bien común; su forma, las normas y leyes claras; su materia, el aporte que debe corresponder a un servicio real; y su eficiencia depende del custodio, que debe corregir aunque duela.
A su lado emergió el corpulento Winston Churchill, irónico como siempre:
—Cuánta razón tiene este fraile —dijo, exhalando una bocanada—. La confianza es un regalo precioso: no debe repartirse como confites. Y una advertencia que en los palacios nunca sobra: si no vigilas a quienes tienen el poder, ellos te vigilarán… y te vaciarán los bolsillos como las polillas barren el papel escrito.
La Telaraña abrió los ojos. Churchill, con el ánimo de un bravo rinoceronte en su río, insistió:
—Un reino sin vigilancia interna es una fortaleza sin guardia: solo sirve para que la saqueen.
Entonces Nicolás, que no solía ceder la última palabra, se adelantó entre los hilos:
—Fraile, estadista, filósofos… todos tenéis razón. La justicia necesita virtud, apariencia y vigilancia. Un gobernante virtuoso que parece descuidado no gobernará por mucho.
III.
El Auditor, implacable como una hiena manchada, llegó cuando por fin fue convocado. Soplando los hilos, levantó cada rincón, iluminó cada sombra de la alcancía:
Semillas desviadas.
Miel robada.
Luz secuestrada.
Servicios prometidos y no cumplidos.
Edificios y carreteras inaugurados, pero inoperantes.
Y un rosario de licitaciones irregulares e incluso ilegales.
El impávido Gobernante sufrió una metamorfosis y no pudo más que adoptar una nueva pose, antes de gorgojear como un ruiseñor:
—¿Cómo ocurrió esto?
Tomás respondió:
—Por exceso de confianza en tus servidores.
Churchill añadió:
—Y por tu escasa confianza en tu propio deber.
El Gobernante rompió los hilos opacos que corrompían la Telaraña. Expulsó a los servidores infieles. Y la Justicia, siempre ciega —y a veces sorda y muda—, se esforzó por recuperar lo robado y juzgar, lentamente, a los demás.
La Telaraña, libre por fin como el viento, tejió otra red: clara como el día, veloz como el lince, fuerte como el acero, vigilante como el águila y dispuesta como el pueblo de Fuenteovejuna cuando despierta.
En el Ágora, Platón y Aristóteles intercambiaron una mirada satisfecha. Algo, al fin, se había aprendido sobre política y ética.
Ni corto ni perezoso, Montesquieu cantó tan alto y alegre como un gallo en cada amanecer, lo mismo que que se oyó decir en la Casa de Gobierno y fue escrito en todos los matutinos—:
—El poder debe dividirse: solo así se mantiene sano.
Años después, Lincoln llegó al Ágora y a la Casa de Gobierno de un joven país republicano y democrático. Y enseñó, a tiempo, como la lechuza que alza su vuelo al anochecer:
—Que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo jamás desaparezca… ni sea flagelado hasta morir.
Sus enseñanzas y ejemplo dieron fruto.
Un ciudadano simpático y locuaz como un perico, heredero de las castas irlandesas de migrantes, se dirigió a la gleba reunida frente al Ágora representativa de aquella Nación:
—La democracia es deber, no descanso. No te preguntes qué puede hacer tu país por ti; pregúntate qué puedes hacer tú por tu nación.
Al oírlo, varios siervos de esa y otras glebas levantaron la cabeza, con la mirada cristalina del ciervo que rehúye —con algo de esperanza— la bala del cazador fratricida.
- Moraleja
La democracia representativa siempre será el peor sistema… excepto todos los demás que ya hemos probado.
Por eso, si quieres que sobreviva, no le regales al poder indiviso una habitación a oscuras ni a una Telaraña una alcancía. Da más bien la luz del conocimiento y el orden legal a todo y a todos.
No economices tus responsabilidades. Desconfía de halagos, favores o demás. Y no permitas que aliados, guardianes o servidores públicos lleguen a creerse tus amigos, señores del cuarto o dueños del dinero.
Recuerda siempre: la República prospera cuando se honra a quien da aun sin tener y retrocede cuando recibe de quien dona solo lo que le sobra a cambio de lo que ansía.
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