La conmemoración del 77 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos constituye una ocasión propicia para reflexionar sobre la dignidad humana. Esta es —junto con la libertad y la igualdad— el principal sustrato axiológico de la Constitución y se proyecta en el ámbito internacional a través de instrumentos universales y regionales sobre derechos humanos. Ello explica, precisamente, por qué la Declaración “parte de la idea de que los derechos humanos tienen su fundamento último en la dignidad de la persona humana” (Manuel Atienza), y que, además, constituya uno de los conceptos centrales del constitucionalismo de la posguerra mundial.

Es generalmente aceptado que los valores de libertad, igualdad y dignidad —según el orden de su emergencia histórica— constituyen “los tres ejes fundamentales en torno a los cuales se ha centrado siempre la reivindicación de los derechos humanos” (Antonio Enrique Pérez-Luño). Pero no menos cierto es que la dignidad constituye actualmente un primus inter pares, ya que “se presenta como un ineludible denominador común que diseña un nuevo estatuto de la persona, y un nuevo marco de los deberes constitucionales” (Stefano Rodotà). Más aún, la libertad y la igualdad reconfiguran sus significados a la luz de la fuerza irradiadora de la dignidad.

La dignidad es la piedra angular que sostiene la vocación liberadora de la libertad y la expansión igualadora de la igualdad. Insufla la libertad, exigiendo su realización concreta más allá de la enunciación normativa, así como la integración de las condiciones materiales e institucionales que hagan a la persona efectivamente libre. A su vez, al exigir la consideración de las circunstancias y realidades de las personas, impide que la igualdad se quede en la articulación formal de la arquitectura jurídica, reclamando así acciones positivas que aseguren eficacia material y condiciones reales de efectividad.

La inflexión invasiva de la dignidad humana impone que el Estado deje de ser una mera estructura de órganos de gobierno, para transformarse en una ingeniería institucional de servicio que pone el acento en la protección de los derechos humanos o fundamentales de las personas.

Se trata de un concepto complejo y controvertido. No nació como un valor inmanente al ser humano, sino como una característica de la cual gozaban determinadas personas conforme a su estatus social. Esta génesis, asociada a representaciones trascendentales, dista mucho de su actual consideración como atributo inherente a la persona humana o condición innata, sagrada e inviolable. La dignidad —al igual que la libertad y la igualdad— carece de significados precisos, pero su vaguedad es paradójicamente una fortaleza, pues permite que pueda expandirse y adaptarse ante nuevas realidades.

La Constitución concibe la dignidad humana a partir de una triple dimensión que le otorga una preponderancia indiscutible. Es uno de los múltiples valores superiores que invoca el preámbulo y, en particular, uno de los dos ejes que le sirven de fundamento; el otro es la unidad política que se analizó en otra ocasión (artículo 5). Constituye el principio rector modulador de la función esencial de Estado (artículo 8) y de la forma concreta del Estado Social y Democrático de Derecho (artículo 7). Configura, además, un auténtico derecho fundamental del que derivan obligaciones y responsabilidades para los poderes públicos (artículo 38).

La dignidad no puede comprenderse desde el exclusivo prisma jurídico: constituye “una entre tantas otras «criaturas de la moralidad» que pueblan el Derecho” (Alfonso García Figueroa). Por ello, su inserción en la actividad pública no es potestativa, sino una exigencia primordial que materializa la razón de ser del Estado. Así, toda innovación de la ciencia y la tecnología debe ser evaluada con los anteojos de la dignidad. El objetivo es asegurar que no deshumaniza, sino que fomenta el desarrollo progresivo en un marco de libertad e igualdad, compatible con el orden público, el bienestar general y los derechos de los demás.

La proyección de la dignidad sobre las funciones de los poderes y órganos públicos constituye la “premisa antropológica y cultural” (Peter Häberle) que sustenta el Estado social y democrático de derecho como artificio para el ser humano. Surge así una nueva relación entre persona y poder que reconceptualiza la condición humana como el referente axiológico desde el cual debe visualizarse la acción estatal. La inflexión invasiva de la dignidad humana impone que el Estado deje de ser una mera estructura de órganos de gobierno, para transformarse en una ingeniería institucional de servicio que pone el acento en la protección de los derechos humanos o fundamentales de las personas.

La articulación de los poderes públicos a la medida del ser humano proyecta la dignidad en una doble función interconectada y complementaria: límite al ejercicio del poder, es decir, barrera de contención que protege al individuo (función negativa), y estándar mínimo que impone obligaciones prestacionales ineludibles que aseguren las condiciones de existencia (función positiva). Este enfoque resulta crucial para que la Constitución abierta revitalice la unidad política a pesar de las tensiones constitutivas del pluralismo. Es la base que configura diques institucionales contra la arbitrariedad y obligaciones proactivas que aseguren un verdadero efecto útil.

Es de rigor enfatizar que no está confinada a la esfera interna del Estado, porque “si para tener dignidad moral hay que tener fortuna geopolítica de nacimiento, los derechos humanos serán ignorados” (Francisco Laporta). Trasciende, entonces, las fronteras nacionales, erigiéndose en el eje medular de la arquitectura global y regional del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Los apartados primero y quinto del preámbulo de la Declaración la reconocen como valor intrínseco, y el artículo primero la evoca con un sentido cuasi-poético al plantear que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.”

Es generalmente aceptado que los valores de libertad, igualdad y dignidad —según el orden de su emergencia histórica— constituyen “los tres ejes fundamentales en torno a los cuales se ha centrado siempre la reivindicación de los derechos humanos” (Antonio Enrique Pérez-Luño).

Las exigencias epistémicas de la dignidad refuerzan la necesidad de mecanismos de promoción, fiscalización y protección de los derechos humanos en el plano universal y regional que conecten las obligaciones y responsabilidades estatales con las garantías exógenas y subsidiarias que proveen los instrumentos internacionales. Esta doble fuente —nacional e internacional— es institucionalizada en una cláusula de interpretación (artículo 74.3) que legitima el “bloque de constitucionalidad”, así como a través de un sistema de tutela multinivel: de la acción de amparo al recurso de revisión constitucional, del control de constitucionalidad (difuso y concentrado) al control de convencionalidad (interno y externo).

La dignidad no es un valor, principio o derecho más, sino un atributo inherente a la persona, no un beneficio a conseguir por mérito o virtud, ni una condición que pueda ser exceptuada por razones públicas preponderantes. Opera como presupuesto epistémico bajo cuya luz deben ser interpretados el resto de los principios, y desde el cual deben ser dimensionados los demás derechos fundamentales. Asume una función heurística trascendental como eje medular de los derechos humanos, fundamento moral del orden constitucional, premisa antropológica-cultural del Estado social y democrático de derecho y, en definitiva, piedra angular del sustrato axiológico de la Constitución abierta.

Félix Tena de Sosa

Abogado

Analista jurídico con estudios especializados en derecho constitucional y más de 15 años de experiencia en instituciones públicas y organizaciones no gubernamentales. Docente universitario de derecho constitucional, derechos humanos y filosofía del derecho. Apartidista, librepensador, socioliberal, moderado y escéptico.

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