Yuval Harari, a quien todos conocen hoy día, no sabrá hacia dónde va Sapiens, tal y como admite en la penúltima página de su magna obra sobre “una breve historia de la humanidad”. Él no, pero Aldous Huxley (1894-1963), George Orwell (1903-1950) y Alvin Toffler (1928-2016), sí.
Ese trío, desde distintos recodos del siglo XX, advirtió con asombro —y a ratos con espanto— el porvenir que hoy habitamos: una mezcla de vigilancia gozosa, sobrecarga sensorial, mansedumbre tecnológica y desigualdades cada vez más obscenas.
Si la imaginación les permitiera sentarse juntos, aunque solo sea en la mesa imaginaria de una pantalla digital como esta, quizás lograrían despejarnos algunas ecuaciones que Harari, a pesar de tan evidente sabiduría histórica, aún ignora.
Así, pues, tratemos de descifrar el rumbo de Sapiens en su trayectoria “de animales a dioses”, a la luz de lo avanzado por aquel memorable trío.
I. Al principio era la oscuridad y sobrevino la abundancia vacía
Los intercambios de ellos comienzan, no con un grito infantil ni a ritmo de reggaeton sobre una base rítmica de dembow, sino con un murmullo: la sospecha que atraviesa a los tres. Evocando lo que deviene en un dicho popular, Orwell deja entrever la intuición —más atribuida que literal— de que, en tiempos dominados por el engaño, decir la verdad adquiere un filo subversivo.
Toffler, quien tanto insistió en la necesidad de “aprender, desaprender y reaprender”, mira la llama, fascinado, y reproduce la idea —proveniente de Herbert Gerjuoy— de que los analfabetos del siglo XXI no serán quienes no sepan leer, sino quienes no logren adaptarse aprendiendo y desaprendiendo.
Huxley, a pesar de su flema británica, sonríe con la ironía de quien vio más lejos que todos: recuerda, con su tono inconfundible, que la libertad no es un bien distribuido de forma equitativa y que muchos no pueden costearla, ni mental ni socialmente.
Sin mayor explicación, la habitación empieza a llenarse de luces contradictorias: una advertencia, una exigencia, una renuncia.
La humanidad —ese animal que presume de conciencia— avanza hacia un territorio donde la verdad es negociable, la atención es mercancía y la libertad se mide en píxeles. Hoy, más que nunca, somos un experimento abierto. Un proyecto sin brújula. Y, sin embargo, para esos tres vigías, aunque cada uno de ellos ajeno a Moisés cuando señaló de lejos la tierra prometida, la dirección general del viaje es evidente: se dirigen hacia una promesa saturada de entretenimiento, repleta de tiempo productivo y de más comunicados que nunca, pero sin alguien capaz de prestar atención y sin al menos extraños instantes para pensar.
La exposición fluye a partir de esos señalamientos como un debate, pero también como una parábola.
Vivimos en medio de una gran oleada. De choque en choque, escribiría Toffler, con la sensación constante de estar llegando tarde al mañana, como si cada actualización implicara una amputación del presente.
La tecnología nos prometió liberación, pero nos obsequió fatiga. Y la fatiga, como bien sabía Orwell, es aliada de los menos iguales: los poderosos. “Si quieres una imagen del futuro —insiste Orwell—, imagina una bota pisoteando un rostro humano… eternamente.”
Esa bota ya no es de cuero; es un flujo interminable de notificaciones, un algoritmo que te conoce mejor que tú mismo, una opinión masiva que te arrastra sin violencia.
No hace falta represión cuando hay saturación.
Huxley asiente, con condescendencia. Su lectura es más sutil, más amarga. En vez de advertir con una frase exacta, puede resumirse su visión así: que los seres humanos llegarían a aceptar —incluso a apreciar— formas de control que ellos mismos confundirían con bienestar.
Y aquí estamos: felices, embrutecidos, agitados, corriendo hacia ninguna parte, convencidos de que elegir entre 500 series es libertad. La información, que prometía iluminarnos, nos ciega por exceso.
Ahí coinciden los tres amigos. Orwell creía que el poder se ejercía ocultando. Huxley, revelándolo todo hasta la saciedad. Toffler sospechaba que la velocidad misma sería el arma definitiva.
Los tres tenían razón. Soma genera la base de su propia sumisión. La dopamina no es un demonio ni un dios. Es el latido del deseo, no la música de la satisfacción. Es el mensajero eléctrico del riesgo, del cálculo silencioso que nos empuja a movernos hacia algo que todavía no existe, pero deseamos alcanzar.
Solo que una sociedad que teme perder el control sobre sus deseos busca demonios microscópicos.
II. El ciudadano como espectador
Orwell observa este mundo donde todos opinan sin saber. “El pensamiento corrupto es la raíz de la corrupción del lenguaje”, dice. Hoy el lenguaje no solo se corrompe: se pulveriza. Lo reemplazan memes, consignas, ráfagas emocionales sin estructura. Un grito es más eficaz que un argumento; un video de 15 segundos, más influyente que un libro de 500 páginas.
Toffler interviene: “Cada nueva fuente de poder genera su propia contraola”. Pero ¿cuál es la contraola del ruido?
El silencio se ha vuelto sospechoso. Reflexionar parece elitista. La lentitud es casi un crimen social.
Huxley, con elegancia venenosa, agrega: “Los hombres no aprenden mucho de la historia y es la lección más importante que ella puede enseñar”.
El olvido es funcional: un ciudadano que olvida es un consumidor perfecto. Hoy se consume identidad, se consume indignación, se consume espiritualidad comprimida, se consume “verdad emocional”.
Las democracias sobreviven no porque sus instituciones sean fuertes, sino porque la apatía es rentable y las diferencias de los otros aún más.
La injusticia crece al ritmo de nuestra distracción. Y, por ende, sentencia Orwell, “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”.
Los tres autores coinciden: la desigualdad no es solo económica; es cognitiva, emocional, informacional. Y esa desigualdad reconfigura todo.
Toffler habla de las nuevas élites digitales. Sostiene que el poder del conocimiento ha desplazado al poder basado en fuerza o riqueza: una forma de poder más sofisticada, más decisiva.
No es solo saber más: es decidir qué saben los otros.
Las plataformas, los filtros, los sesgos invisibles: esa es la nueva cartografía de la desigualdad. No hay ricos y pobres, sino conectados y perdidos.
Mientras lo oye, Orwell se inquieta. Imagina un Estado que manipula la memoria; ya no necesita de un ministerio o de un credo. Al revés, la manipulación se realiza sola, entre tendencias, hashtags y cámaras que todos llevamos en los bolsillos y nos vigilan desde cada esquina.
“Quien controla el presente controla el pasado; quien controla el pasado, controla el futuro.”
Hoy, quien controla el algoritmo, controla todo eso a la vez.
Huxley, sin embargo, observa algo más grave. La tiranía no necesita ser sangrienta para ser eficaz. En sus propios términos, puede decirse así: el afán de poder encuentra su camino no imponiendo dolor, sino induciendo a las personas a aceptar su propia subordinación como si fuera comodidad.
En su mundo, las castas se aceptaban sin violencia.
En el nuestro, la desigualdad se esconde detrás de narrativas de supuestos “méritos” y “oportunidades”.
El éxito se confunde con virtud; la pobreza, con culpa.
El sistema se presenta como natural, inevitable, incluso benévolo.
Así se construye un mundo infeliz: no con cárceles, sino con el espejismo de millones de “espejitos”.
III. El nuevo súbdito y la desdicha como horizonte
Si hay un personaje trágico en esta historia, es el “prosumidor” de Toffler: alguien que ya no solo consume, sino también produce. Él es la criatura que produce mientras consume, que opina mientras es moldeada, que participa mientras es vigilada.
Toffler predijo su nacimiento: “Los roles del productor y del consumidor se fusionarán”.
Hoy vivimos allí.
Subimos contenido que otros monetizan; generamos datos que otros explotan; opinamos para plataformas que venden nuestra atención como materia prima.
Orwell lo habría llamado una forma de servidumbre dulce: “El gran enemigo del lenguaje claro es la insinceridad”.
Y no hay nada menos sincero que un sujeto que cree que es libre porque hace scroll.
Huxley lo ve con mayor pesimismo aún en Brave New World Revisited, donde sugiere —aunque sin afirmarlo en una línea única— que los seres humanos, buscando seguridad antes que libertad, acabarían aceptando su servidumbre sin soñar jamás con una revolución.
La seguridad hoy es emocional: validación, pertenencia, un sentido efímero de importancia. El prosumidor, creyéndose protagonista, es apenas un repetidor. Una antena humana.
Y así, entre vigilancia suave, algoritmos paternales y dopamina digital, la humanidad abandona en los ojos avizores de la inteligencia artificial la lectura de libros añejos, manoseados y verificados; igualmente enajena, sin causar dramas y revuelos, su capacidad de pensar y reflexionar críticamente.
Llegados a ese punto, la conversación se adentra en su tramo final. Los interlocutores dejan de hablar desde la advertencia y pasan al diagnóstico. Orwell señala el miedo. Toffler, el ruido. Huxley, el deseo. Y los tres, la desigualdad.
IV. Conclusión: La realidad renovada
El mundo hacia el que avanzamos —el mismo en el que ya vivimos— es un mundo donde la libertad se diluye entre opciones irrelevantes, la información sobreabunda, el sentido escasea, la imaginación se apaga, la memoria se olvida, la tecnología conecta cuerpos pero desconecta almas, la política se reemplaza por espectáculos plenos de pan y circo, la injusticia crece como sombra al caer la tarde, la justicia es siempre desigual y la infelicidad se normaliza como resultado colateral del progreso.
Es un mundo donde la gente ríe mientras se hunde, se indigna mientras la manipulan, se entretiene mientras lo arrasan. La ciencia sigue su rumbo agitado, paso a paso, como si su trajinar fuera –desde la perspectiva ética– imparcial.
Un mundo que ha confundido bienestar con placer, consumo con identidad, velocidad con destino, valor por fortuna.
Quizás agobiado de tanto, Philip K. Dick, el novelista de ciencia ficción estadounidense, reconoció que “la realidad es aquello que, cuando dejas de creer en ella, no desaparece”.
Y dicho queda descrito de forma descarnada, luminosa, transparente, lo que no desaparecCierto, Harari no sabe hacia dónde va Sapiens. Quizá porque lo ofuscan los datos y estos no hablan del alma, de la dignidad, del vacío interior, del sinsentido, de la brutalidad, del embrutecimiento…
Pero Orwell, Toffler y Huxley sí señalaron hacia lo que elaboraban los animales con logos en ruta a su endiosamiento: un ecosistema de desigualdades tecnológicas disfrazadas de progreso; una cultura donde la libertad deviene un acto servil y un gesto estético; la desigualdad un fallo de la justicia; un ciudadano que participa y opina, sin pensar; una infelicidad seductora, confortable, entretenida, repleta de monerías, atuendos y chucherías, entre la vida y la muerte.
Debido a tanto, si hubiera que enunciar una tesis final, sería esta:
Avanzamos hacia un mundo infeliz porque hemos sustituido la verdad intersubjetiva por la doxa platónica en la cueva de la república, el pensamiento por la bulla, la justicia por la eficiencia, la libertad por la comodidad, la dignidad por el entretenimiento y la responsabilidad por la ingratitud.
Consumimos y producimos trivialidades a granel, mientras la desigualdad crece silenciosa, y esa mezcla —dulce como soma y pegajosa como propaganda— es el sello más claro de nuestra decadencia.
Orwell lo temió en 1984, en la granja.
Huxley lo anticipó felizmente en el mundo.
Toffler lo explicó a base de sucesivos choques.
Y nosotros, dóciles animales seducidos voluntariamente y sin razón por la dopamina corporal que nos arremete, lo soportamos —como la caña que va al ingenio—, con una buena sonrisa y sin chistar.
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