Durante más de dos décadas, la construcción ha sido uno de los pilares del crecimiento económico dominicano. Ha sostenido empleo, dinamizado el crédito, impulsado el turismo y articulado una extensa cadena de valor que toca prácticamente todas las actividades productivas del país. Pero el 2025 marca un punto de inflexión: lo que antes fue motor, hoy se convierte en freno. La desaceleración es evidente, algunos subsectores ya muestran números negativos y las señales que envía la economía son lo suficientemente claras como para despertar preocupación.

No se trata de un fenómeno aislado ni de una fluctuación cíclica normal. Es el resultado de políticas públicas mal configuradas, de una caída dramática en la inversión de capital, de un gasto corriente clientelar que crece sin control y de una gestión pública que prioriza el corto plazo por encima de soluciones estructurales. Todo esto golpea directamente a la construcción, un sector que depende de estabilidad, financiamiento y un entorno urbano funcional.

Un elemento frecuentemente subestimado es el deterioro de la infraestructura urbana en zonas cruciales para la economía. Destinos turísticos maduros como Bávaro–Punta Cana, motores indiscutibles de divisas, hoy padecen congestionamientos diarios, falta de nuevas soluciones viales, un crecimiento urbano desordenado y la virtual ausencia de inversión en movilidad, drenaje, aceras, transporte y ordenamiento territorial. Santiago enfrenta una situación similar: una vibrante economía pero sin el acompañamiento de nuevas obras viales que alivien la presión sobre los principales corredores. Y el caso más crítico es el del Gran Santo Domingo: obras prometidas que no se concluyen, otras con vicios de construcción, un tránsito que asfixia la productividad y un deterioro progresivo de la calidad de vida.

A ello se suma que la inversión pública real está en su nivel más bajo en años. El gasto corriente clientelar consume porciones cada vez mayores del presupuesto, mientras la inversión en obras de capital se reduce, se retrasa o simplemente se queda en anuncios. El ciclo es perverso: más gasto corriente significa más deuda; más deuda implica mayores intereses; y mayores intereses reducen la capacidad de invertir. El resultado es directo: menos crecimiento y menos oportunidades.

Este clima se agrava por la conducta racional —aunque contractiva— del sistema financiero. Los bancos han encontrado alternativas de tesorería de riesgo 0, con rendimientos atractivos y liquidez inmediata: bonos de Hacienda y bonos del Banco Central. Ambos instrumentos, al no requerir provisiones y ofrecer tasas competitivas, desplazan el incentivo natural de financiar proyectos productivos. Financiar al Estado es hoy más cómodo, más seguro y más rentable para la banca que financiar viviendas, desarrollos inmobiliarios o infraestructura privada. Esto ha reducido de forma significativa la oferta de crédito para la construcción.

A este fenómeno se suma el nerviosismo cambiario provocado por el estrecho margen entre la tasa de política monetaria del Banco Central y la tasa de la Reserva Federal de Estados Unidos. Ese diferencial insuficiente desincentiva el ahorro en pesos y empuja a los bancos a elevar las tasas pasivas para retener depósitos, compensando el riesgo cambiario e inflacionario. Y cada incremento en la tasa pasiva se traslada inevitablemente a la tasa activa. El resultado es conocido: hipotecas más caras, créditos de construcción más costosos y, por tanto, menos proyectos nuevos.

La desaceleración se explica también por factores adicionales: las tasas de interés, aunque la TPM ha bajado, siguen altas debido a la presión pasiva; el costo de los materiales continúa elevado por la inflación acumulada desde 2021; la ejecución pública muestra obras inconclusas o con deficiencias; la burocracia retrasa permisos que antes se resolvían con mayor agilidad; el mercado inmobiliario se enfría con mayor inventario y menor absorción; algunas zonas turísticas muestran saturación y sobreoferta; y los atrasos en pagos a contratistas estrangulan la liquidez de empresas constructoras. Todo esto conforma un diagnóstico preocupante.

Las consecuencias ya están sobre la mesa: menor crecimiento del PIB; aumento del desempleo en un sector intensivo en mano de obra; reducción de ingresos fiscales; deterioro urbano acelerado y pérdida de confianza de inversionistas nacionales y extranjeros. Cada obra paralizada no solo implica menos actividad inmediata, sino menos recaudación, menos oportunidades y menos dinamismo para el conjunto de la economía.

De cara a este panorama, es imprescindible reorientar el rumbo. El país necesita detener el descontrol del gasto corriente, reenfocar la deuda hacia inversiones productivas, relanzar un programa serio de infraestructura, acelerar permisos y trámites, mejorar la planificación urbana en zonas turísticas e indexar los salarios para recuperar la demanda interna real. Sin esas correcciones, la economía seguirá perdiendo impulso.

El colapso vial progresivo de Bávaro, Santiago y el Gran Santo Domingo no es una simple incomodidad urbana: es la evidencia visible de un país que dejó de invertir donde importa. Y cuando un país no invierte, su progreso se detiene. Ya lo estamos viendo. Si la República Dominicana no corrige el rumbo, la construcción no será el único sector en desaceleración: también lo estará el crecimiento, la productividad y el bienestar de toda la nación.

Juan Ramón Mejía Betances

Economista

Analista Político y Financiero, cursó estudios de Economía en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU), laboró en la banca por 19 años, en el Chase Manhattan Bank, el Baninter y el Banco Mercantil, alcanzó el cargo de VP de Sucursales. Se especializa en la preparación y evaluación de proyectos, así como a las consultorías financieras y gestiones de ventas para empresas locales e internacionales.

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