1-El ocaso de la élite colonial: de señores de ingenio a hateros empobrecidos

El siglo XVII en Santo Domingo no fue solo el fin de una economía, sino el colapso de un orden social. La élite que en el siglo XVI había construido su poder sobre los ingenios azucareros, las estancias de jengibre y el comercio atlántico —aunque a menudo clandestino— vio desmoronarse sus cimientos con las Devastaciones de Osorio (1605-1606). Los grandes propietarios, incapaces de sostener sus haciendas sin esclavos ni mercados, optaron por dos caminos: la emigración a Cuba —llevándose consigo sus capitales y esclavos— o la transformación en hateros, dueños de extensiones de tierra donde el ganado cimarrón, antes símbolo de riqueza, se convirtió en un recurso salvaje e incontrolable. La ganadería, que en el siglo XVI había sido complemento de la agricultura, pasó a ser el único sustento, pero ya no como actividad organizada, sino como montería: la caza de reses salvajes para extraer cueros, el único producto exportable en una economía reducida a la subsistencia.

Los hateros, aunque conservaban el estatus de "vecinos" —título que en la sociedad colonial distinguía a los blancos propietarios—, perdieron su influencia política y económica. Su poder se limitaba ahora a la posesión de tierras baldías y a la participación en un Cabildo empobrecido, donde las disputas por cargos menores (como el de alcalde o regidor) se volvían encarnizadas, no por ambición, sino por la necesidad de acceder a los escasos recursos del situado —el subsidio real que llegaba desde México— o a los privilegios del contrabando.

. La administración española en Santo Domingo se redujo a un aparato burocrático parasitario, sostenido artificialmente por el situado y por la caridad real. Los oidores de la Audiencia, el gobernador y los oficiales reales vivían en un estado de permanente conflicto, no solo con la población, sino entre sí. Las cartas al Rey están llenas de acusaciones mutuas: gobernadores que desvían fondos, oidores que participan en el contrabando, y todos, sin excepción, quejándose de la miseria en que vivían.

  • El situado como oxígeno: La dependencia del dinero enviado desde México o Perú era absoluta. Cuando el situado se retrasaba —como ocurrió en múltiples ocasiones—, la guarnición militar y los funcionarios caían en la indigencia más absoluta. Se llegaba al extremo de recolectar "cuartos" de las tabernas para dar un "real de socorro" a los soldados.
  • La moneda de cobre y el trueque: La escasez de plata llevó a la circulación de una moneda de vellón (cobre) sin valor fuera de la isla, lo que generó una inflación descontrolada. Los productos importados costaban diez veces más que en España, y el comercio interno volvió al trueque. Los funcionarios, supuestos representantes del poder real, terminaban vendiendo sus muebles o participando en el contrabando para sobrevivir.

La burocracia, en lugar de ser un instrumento de orden, se convirtió en un foco de corrupción y desmoralización. El arzobispo Fernández de Navarrete denunciaba en 1678 que los españoles no se casaban ni se reproducían, y que muchos preferían emigrar antes que vivir en la miseria. La isla, advirtió, quedaría pronto poblada solo por negros y mulatos.

2-El campesinado criollo: la emergencia de los "libres de color"

El verdadero cambio social del siglo XVII fue el surgimiento de una población libre no blanca, compuesta por mulatos, pardos, negros libres y mestizos. Este grupo, que en el siglo XVI era minoritario, se convirtió en la mayoría demográfica hacia finales de la centuria. Su origen fue diverso:

  • Esclavos liberados: Muchos negros obtuvieron la libertad por manumisión, por servicios a la Corona (como en la defensa contra los franceses), o simplemente porque sus amos, arruinados, ya no podían mantenerlos.
  • Cimarrones y alzados: Los esclavos que huían a los montes (como los del Maniel o San Lorenzo de los Minas) formaban comunidades independientes, a veces aliadas con los españoles para defender la frontera contra los franceses.
  • Mestizaje: La mezcla entre blancos pobres, indígenas y negros generó una población parda que, a diferencia de los españoles, sí se reproducía. El arzobispo Navarrete señalaba que mientras los blancos huían o morían de hambre, los mulatos y negros "se casan y multiplican".

Este campesinado criollo se dedicó a:

  • La agricultura de subsistencia: Cultivaban conucos (pequeñas parcelas) de yuca, batata, maíz y plátanos, y criaban ganado menor (cerdos, cabras).
  • El contrabando: Vendían sus excedentes a bucaneros franceses o ingleses, burlando el monopolio español.
  • La defensa territorial: En ausencias de tropas regulares, eran ellos quienes enfrentaban a los franceses en la frontera, como en Hincha o Las Caobas.

Su existencia representaba una paradoja: eran el único sector que crecía y que mantenía viva la colonia, pero eran despreciados por la élite blanca, que los consideraba inferiores por su origen. Sin embargo, eran ellos quienes, en la práctica, sostenían la soberanía española en una isla que el Imperio había abandonado a su suerte.

3-Los esclavos: de fuerza productiva a grupo residual

En el siglo XVI, los esclavos eran el motor de la economía: trabajaban en los ingenios, las estancias de jengibre y los hatos. Pero en el siglo XVII, su número se desplomó:

  • Epidemias: La viruela de 1666 mató a 600 esclavos en un solo brote. Otras enfermedades, como el sarampión y el "dolor de costado", diezmaron sus filas.
  • Falta de reposición: Entre 1640 y 1660, no llegó ningún navío negrero a la isla. Los pocos esclavos que arribaban lo hacían por contrabando o arribada forzosa, en cantidades insuficientes.
  • Huida y cimarronaje: Muchos esclavos aprovecharon el caos de las despoblaciones para huir a los montes, donde se unían a comunidades de negros alzados o a los franceses.

Para 1681, según el padrón del arzobispo Navarrete, solo quedaban 2,195 esclavos en toda la colonia, una cifra irrisoria comparada con los 10,959 que había a principios de siglo. Los esclavos ya no eran una fuerza productiva, sino un grupo residual, dedicado a labores domésticas o a la cría de ganado en hatos cada vez más pobres.

Negros libres, mulatos y la "gente sin rey"

El siglo XVII vio el surgimiento de grupos que escapan a la clasificación tradicional:

  • Negros libres: Antiguos esclavos que compraron su libertad o la obtuvieron por servicios militares. Muchos se establecieron en pueblos como San Lorenzo de los Minas, donde se les dio tierra a cambio de defender la frontera.
  • Mulatos y pardos: Hijos de blancos y negras, o de indígenas y africanos, formaban una casta intermedia que no era ni esclava ni plenamente aceptada por los blancos. Sin embargo, eran el sector más dinámico: comerciantes menores, artesanos, y hasta pequeños propietarios.
  • Los "sin rey": En las zonas fronterizas, especialmente en el Cibao y el sureste, surgieron comunidades de negros cimarrones, blancos pobres y mestizos que vivían al margen de la ley española. Estos grupos, aunque técnicamente ilegales, eran tolerados porque servían como amortiguador contra el extranjero.

Al finalizar el siglo XVII, Santo Domingo ya no era la perla de las Antillas que había sido en el siglo XVI. Era, en palabras del arzobispo Navarrete, un presidio miserable, donde:

  • La élite blanca había perdido su hegemonía y vivía de las migajas del situado.
  • El poder real se ejercía a través de una burocracia corrupta y hambrienta.
  • La verdadera fuerza vital de la colonia eran los libres de color, que cultivaban la tierra, comerciaban clandestinamente y defendían las fronteras.
  • Los esclavos, antes mayoría, eran ahora un grupo minoritario y sin peso económico.
  • El predominio del modo de producción hatero, sustituto de la  plantación negrera, el hato es el verdadero forjador del pueblo dominicano.
  • En el oeste, los franceses ya tenían catorce poblaciones consolidadas, mientras que en el este, los españoles sobrevivían en una economía de subsistencia, dependiente de la caza de ganado cimarrón y del contrabando.
  • El nacimiento del pueblo dominicano

la isla de Santo Domingo, en los siglos XVI y XVII, no fue solo un escenario de la decadencia imperial española, sino el crisol donde se gestó, con fuego lento pero arrollador, el alma de una nueva sociedad: la sociedad criolla. Las investigaciones del historiador Genaro Rodríguez Morel —minuciosas, audaces y arraigadas en los archivos polvorientos de una época que otros han desdeñado— nos revelan que, en medio del abandono metropolitano y la crisis del azúcar, los hijos de esta tierra no esperaron pasivos su destino, sino que lo forjaron con rebeldía, ingenio y una identidad propia.

Varios acontecimientos acompañan el predominio de una cultura criolla: la hispanización completa del negro, la desaparición de las lenguas africanas e indígenas, el sincretismo religioso y la memoria de haber luchado juntos, todo ello produjo una proximidad que aumento los enlaces maritales y los vínculos consanguíneos.

El siglo XVI cerró sus puertas con un fenómeno irreversible: la isla ya no era española, sino dominicana. La paralización de la migración peninsular y el colapso de los ingenios azucareros no fueron el ocaso de Santo Domingo, sino su renacimiento. Para 1580, la mayoría de sus habitantes —blancos, negros, mulatos— habían nacido bajo el mismo cielo, respirado el mismo aire salobre, y compartido el sudor de una economía que ya no dependía del oro ni del azúcar, sino del hato ganadero, el contrabando y la astucia de quienes aprendieron a sobrevivir sin la tutela de Sevilla.

Aquí no hubo solo una crisis, sino una metamorfosis: el criollo emergió como un ser distinto, con intereses opuestos a los de los chapetones, esos peninsulares que llegaban con títulos y pretensiones, pero sin entender que la tierra ya tenía dueños.

Lo que Rodríguez Morel desentierra en sus documentos no es solo historia, es poesía social. En los tambores del Zambapalo y los giros lascivos de la Chacona, late el corazón de una cultura que fusionó lo africano, lo español y lo indígena en un ritmo que la Inquisición nunca pudo silenciar. La religión, lejos de ser el dogma rígido de los obispos peninsulares, se volvió tolerante, sincrética, casi pagana, donde los santos convivían con los loas y los frailes criollos cerraban los ojos ante los altares clandestinos.

Pero más allá de la música y los ritos, lo revolucionario fue lo cotidiano: la crianza compartida entre amos y esclavos, los lazos de compadrazgo que borraban —aunque fuera por instantes— las fronteras de la esclavitud, y esa complicidad silenciosa entre quienes, a pesar de sus diferencias, sabían que su enemigo común era el funcionario real que llegaba a saquear en nombre del rey:

Si hay un momento en que el criollo dejó de ser súbdito para convertirse en protagonista, ese fue 1605, cuando Hernando Montoro, mulato de Bayajá, alzó su voz contra las Devastaciones de Osorio. No fue una revuelta más: fue el primer acto de soberanía en el Caribe. Por primera vez, ricos y pobres, blancos y negros, clérigos y contrabandistas se unieron bajo una misma bandera: la defensa de su tierra.

Osorio quería arrasar la banda norte para acabar con el contrabando, pero lo que realmente pretendía era extirpar el cáncer de la autonomía criolla. Sin embargo, Montoro y los suyos le demostraron que esta isla ya no era colonia, sino patria. La Rebelión de Guaba no triunfó en el campo de batalla, pero ganó en lo esencial: probó que los criollos podían organizarse, resistir y soñar con un destino propio.

Genaro Rodríguez no solo nos habla del pasado; nos explica el presente. La Rebelión de Guaba no fue un episodio aislado, sino el primer latido de una nación. Allí, en esa resistencia multisectorial, se gestó el ADN dominicano: el amor a la tierra, el rechazo a la opresión externa y la capacidad de unir diferencias en nombre de un destino común.

En el presente, cuando caminamos por las calles de Santo Domingo, escuchamos merengue o vemos el sincretismo religioso en Higüey, estamos viendo el legado de esos criollos del siglo XVII. Ellos nos enseñaron que la identidad no se hereda, se conquista, y que una patria no se recibe, se construye.

En conclusión: la obra de Rodríguez Morel es un espejo donde nos reflejamos. El criollo no fue un puente entre dos mundos, sino el arquitecto de uno nuevo. Y esa, queridos compatriotas, es la historia que debemos recordar: no somos hijos de la conquista, sino herederos de la rebeldía.

Referencias bibliográficas

Gutiérrez Escudero, A. (1994). Asentamientos Urbanos, Poblaciones y Villas de La Española, 1664-1778. TEMAS AMERICANISTAS, 11, 58–65.

Julián, A. (2022). Santo Domingo en el siglo XVII. Economía, población y Real Hacienda. CLÍO, 91(204), 23–73.

Rodríguez Morel, G. (Comp.). (2007). Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII (Vol. XXXIV). Archivo General de la Nación; Academia Dominicana de la Historia.

Rodríguez Morel, G. (Comp.). (2018). Documentos para el estudio de la historia colonial de Santo Domingo (1561-1680) Tomo II (Vol. CCCXL). Archivo General de la Nación.

Rodríguez Morel, G. (Comp.). (2023). Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1608) Tomo VIII (Vol. CDXCI). Archivo General de la Nació.

Rodríguez Morel, G. (2024). El criollo como agente de las luchas sociales en Santo Domingo: La Rebelión de Guaba. Acento.

Rodríguez Morel, G. (Comp.). (2007). Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII (Vol. XXXIV). Editora Búho.

 

 

 

 

Manuel Núñez Asencio

Lingüista

Lingüista, educador y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad de París VIII y máster en Lingüística Aplicada y Literatura General en la Universidad de París VIII, realizó estudios de doctorado en Lingüística Aplicada a la Enseñanza de la Lengua (FLE) en la Universidad de Antilles-Guyane. Ha sido profesor de Lengua y Literatura en la Universidad Tecnológica de Santiago y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, y de Lingüística Aplicada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue director del Departamento de Filosofía y Letras de la Universidad Tecnológica de Santiago y fue director del Departamento de Español de la Universidad APEC. Autor de numerosos textos de enseñanza de la literatura y la lengua española, tanto en la editorial Susaeta como en la editorial Santillana, en la que fue director de Lengua Española durante un largo periodo y responsable de toda la serie del bachillerato, así como autor de las colecciones Lengua Española y Español, y director de las colecciones de lectura, las guías de los profesores y una colección de ortografía para educación básica. Ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ensayo de 1990 por la obra El ocaso de la nación dominicana, título que, en segunda edición ampliada y corregida, recibió también el Premio de Libro del Año de la Feria Internacional del Libro (Premio E. León Jimenes) de 2001, y el Premio Nacional de Ensayo por Peña Batlle en la era de Trujillo en 2008.

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