En una conferencia sobre historia dominicana dictada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, la profesora Mu-Kien Sang Ben dijo una frase que debería estar inscrita en todas las escuelas de las profesiones:
“Si los ingenieros supieran lo que aporta la poesía a sus obras, todos serían poetas.”
Aquella afirmación, tan simple y tan profunda, me ha acompañado desde entonces. Porque lo que Mu-Kien señalaba no era una metáfora complaciente, sino una verdad esencial: toda profesión, si ha de ser verdaderamente humana, necesita un poco de poesía. No, la poesía de los versos, sino la del asombro, esa disposición interior que permite ver más allá de la forma, del cálculo o del expediente.
No podemos olvidar la enseñanza de Whitman: la palabra y la alegría también pueden cambiar el mundo.
Pienso en ello cada vez que vuelvo a mi propio oficio de abogado. Recuerdo los primeros años, cuando redactar un alegato era casi un ejercicio literario; cuando uno escribía con la convicción de que la palabra podía ser justa, bella y eficaz al mismo tiempo. Con el tiempo, sin embargo, la práctica se impone: los plazos, las citas, los formularios, la minucia que convierte la escritura en trámite. El lenguaje jurídico, nacido para defender la dignidad, termina sofocando su propia voz.
Durante este 2025, desde esta columna de Notas Marginales, cuyo nombre evoca aquellas observaciones manuscritas que los notarios hacían al margen de los documentos antes de la era digital, hemos recorrido diversos temas de interés nacional y cultural. Pero, sobre todo, hemos mirado de cerca el quehacer literario dominicano y hemisférico, la relación entre fe, juego y oficio, entre ética y palabra. Cada entrega ha intentado recordar que escribir, pensar o ejercer una profesión no son actos disociados, sino expresiones distintas de una misma búsqueda: entender el mundo a través del lenguaje.
Es precisamente en ese intento de comprensión donde la conversación se vuelve indispensable. La palabra que reflexiona también necesita el espacio que la escucha, la comunidad que la provoca. Por eso, más allá de las páginas, Notas Marginales ha pretendido mantener vivo el diálogo, la conversación con los otros, con los maestros, exponer las ideas y a quienes tienen la valentía de escribirlas, con quienes todavía creen que las palabras pueden cambiar algo.
Fue en ese espíritu que, hace unos meses, en la peña “Entre Abogados te Veas”, conversábamos sobre esa tensión entre la norma y la imaginación. Surgió entonces una observación que me pareció luminosa: la historia literaria dominicana está poblada de abogados. Desde Manuel de Jesús Galván y César Nicolás Penson hasta Pedro Mir, Lupo Hernández Rueda, Mateo Morrison, Rafael Alburquerque, Milton Ray Guevara, Miguel Reyes Sánchez, Wenceslao Vega Boyrie, y en tiempos más recientes Homero Pumarol y Francisco Ortega Polanco, estos últimos discípulos adelantados del maestro José Enrique García. Todos han demostrado, en su momento, que el Derecho no está reñido con la sensibilidad, sino que puede nutrirse de ella, como instrumento de conocimiento, técnica y hasta de fe.
Esa genealogía nos recuerda que la abogacía y la literatura comparten algo más que el uso del lenguaje: ambas buscan justicia. El jurista la persigue en los hechos; el escritor, en la memoria y en la imaginación. En ambos casos, la herramienta es la misma: la palabra, ese territorio donde se decide la suerte de los hombres.
Pero la realidad suele ser menos poética. El joven que una vez soñó con escribir discursos encendidos o ensayos esclarecedores termina redactando oficios y contratos sin alma. La urgencia del trabajo diario y la lucha por escalar posiciones devoran la paciencia del pensamiento. Así, poco a poco, la vocación se convierte en hábito y el hábito en silencio del espíritu.
Quizás por eso la frase de Mu-Kien me resuena tanto, recordarnos que la poesía, entendida como mirada sensible, puede habitar cualquier oficio. Ser poeta no es escribir versos, sino mirar el mundo con atención y asombro. Un ingeniero que diseña un puente con sentido de belleza, un médico que escribe su diagnóstico con respeto, un abogado que redacta con precisión y humanidad; todos son, en cierto modo, poetas.
Al cerrar este año, pienso en esa frontera donde el derecho se toca con la palabra. En que todavía hay abogados que escriben poesía, magistrados que publican cuentos, jóvenes juristas que ensayan sobre arte o filosofía. Pienso que ahí, en ese cruce entre lo técnico y lo humano, el país conserva la esperanza, ese sueño que nos mantiene despiertos, como una vez nos dijo Aristóteles.
Porque la vocación no se pierde del todo, solo se adormece bajo el peso de la costumbre. Basta una chispa, una lectura, una conversación, una frase de un maestro, para despertarla renovada. No hay dinero que pague el placer de ver la obra publicada. Después de todo, solo un hijo y un libro ofrecen perpetuidad al hombre.
Recuerdo los primeros años, cuando redactar un alegato era casi un ejercicio literario; cuando uno escribía con la convicción de que la palabra podía ser justa, bella y eficaz al mismo tiempo
Por eso, a mis colegas del derecho, les diría simplemente esto: no dejen de escribir.
No solo de leyes, sino de la vida que las sostiene.
No solo de contratos, sino de los silencios y los gestos que ninguna cláusula puede describir. No solo los cierres de alto nivel deben ocupar el cerebro del profesional; la sensibilidad también merece su espacio.
No podemos olvidar la enseñanza de Whitman: la palabra y la alegría también pueden cambiar el mundo.
Porque el secreto, como toda vocación y toda fe, es nunca dejar de sorprenderse y plasmar la sorpresa en la hoja vacía para que a
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