Durante las primeras décadas del pasado siglo, la región del Caribe vivió un intenso movimiento de migración laboral, siendo Cuba y República Dominicana los principales países receptores de estos migrantes.
Desde su inicio, en ambos países (aunque más en el primero que en el segundo) esta inmigración fue mal percibida, indeseada.
En principio, también en ambos países predominó el interés de la industria azucarera.
Los gobiernos, que necesitaban de crecimiento económico, se acogieron al reclamo de los azucareros y el flujo de inmigrantes antillanos aumentó año tras año como consecuencia de la expansión del cultivo de azúcar y la intensificación de la producción.
En el caso de Cuba, ya en 1922 había 238.000 haitianos, entro ellos 50.000 niños nacidos allí, según los informes consulares de Cuba en Haití.
El flujo continuó en los años siguientes. Entre 1925 y 1930 las llegadas de haitianos ascendieron a 69.226.
El crack de 1929 y el rechazo sistemático, militante, de la intelectualidad cubana pusieron freno a esta inmigración. Con razón o sin ella, insistió en que la heterogeneidad que introducía debilitaba la coherencia y unidad de la nación, planteaba grandes desafíos de orden sanitario e higiénico, ya que supuestamente portaba enfermedades radicadas en Cuba, y perjudicaba el trabajo de los nacionales y el movimiento obrero y sindical.
Sus argumentos tomaron aún más fuerza en medio de la crisis económica de la década de 1920. Como siempre, el inmigrante fue tomado como chivo expiatorio, el responsable de la difícil situación económica.
Los cubanos no perdieron tiempo
Estos trabajadores antillanos, principalmente haitianos y jamaiquinos, apenas tenían algo más de una década en la isla (comenzaron a llegar durante los primeros años de la década de 1910), cuando empezaron las disposiciones legales para restringir su entrada y los operativos de repatriación.
En 1930 se promulgó la ley de inmigración que limitó la entrada a aquellos que supieran leer y escribir castellano (tremendo impedimento para un antillano del Caribe francés o inglés) y, tras ella, la ley de nacionalización del trabajo o ley del 50 por ciento, seguida del decreto de expulsión de los trabajadores desocupados, liquidando así prácticamente toda presencia antillana en la isla, porque fueron disposiciones legales para ser aplicadas.
Esto no se hizo sin cometer groseros atropellos. Correspondencias entre el gobierno haitiano y sus representantes en Cuba con las autoridades cubanas hablan de los maltratos y asesinatos de haitianos, a medida que avanzaba la década del 1930, tanto durante los operativos de repatriación como al momento de embarcarlos.
Es difícil precisar con exactitud a quién atribuir la paternidad de la repatriación de estos inmigrantes, ya que se realizó en un período de gran inestabilidad política. Entre 1920 y 1940, Cuba tuvo trece presidentes distintos, siendo Gerardo Machado (1925-1933) el más duradero. Pero lo más importante aquí es establecer que se realizó en el momento oportuno, cuando no había obstáculos de talla ni interno ni externo que lo impidiera.
Con una producción azucarera en crisis (único sector interesado en esa mano de obra), y un contexto internacional sin impedimento (todavía no existía la ONU ni activos organismos internacionales de defensa de los derechos humanos, tampoco los llamados países “amigos de Haití”), fue una tarea relativamente fácil, sin grandes costos económicos, políticos y sociales para los cubanos, aunque no así para los desdichados inmigrantes que vivieron ese drama.
Los dominicanos dormidos en los laureles
Otro ha sido el caso dominicano. Sencillamente, se perdió tiempo. Desde el inicio de esta inmigración laboral (primeras dos décadas del pasado siglo) hasta hoy, ha predominado el oportunismo, el no nos gusta, pero la necesitamos.
Ya en 1920, las estadísticas disponibles hablan de la presencia de 28.250 braceros. Y en 1935 ascendían a 52.657, enorme para un país con una población de algo menos de 1.5 millones en ese momento, sobre todo si se tiene en cuenta que estos eran solo las contrataciones legales. Las ilegales, difícil de cuantificar, siempre se dieron, y continuaron durante las décadas siguientes.
Las entradas se redujeron considerablemente en los años 1980, debido al colapso de la industria azucarera y el distanciamiento en las relaciones bilaterales con el ascenso al poder de Jean-Bertrand Aristide, que acusó a la República Dominicana de esclavista en las Naciones Unidas, pero continuaron en la década siguiente.
El periódico Hoy, en fecha 10 de diciembre de 1996, habla de un acuerdo entre el gobierno dominicano y el haitiano para la contratación de 16.000 braceros. Esto fue desmentido por otros medios, pero el director del CEA del momento confirmó la contratación de braceros mediante convenios individuales (El Caribe, 12 diciembre 1996).
Que recuerde, aparte de la algarabía antihaitiana y racista, el único intelectual dominicano de prestigio que defendió la tesis de una repatriación ordenada y civilizada de estos trabajadores migrantes fue Bernardo Vega, en la década de 1980.
Nadie lo escuchó. Ya era demasiado tarde.
Se había perdido mucho tiempo. Esto debió haberse hecho inmediatamente después del derrumbe de la tiranía trujillista, que mantuvo a estos trabajadores inmigrantes confinados al batey en condiciones de semiesclavitud.
Es cierto que los años que siguieron a la caída de la tiranía (1961-1966) fueron de gran inestabilidad política, pero si Cuba pudo hacerlo a pocos años de su independencia, en medio de la inestabilidad política, no veo por qué la República Dominicana no hubiera podido hacerlo.
Todavía, luego del ascenso al poder de Joaquín Balaguer (1966), que logró finalmente poner fin a la crisis hegemónica (disputa por el poder entre los diferentes sectores y fracciones de la clase dominante), había posibilidad y no se hizo.
El gobernante, pese a su xenofobia y antihaitianismo visceral, cerró los ojos frente al relajamiento de los controles que durante la tiranía se mantuvieron con esa inmigración y permitió, deliberadamente, no solo su incorporación a otras actividades agrícolas y urbanas, sino que entraran muchos más.
Prevaleció en él el miope pragmatismo de la clase dominante criolla, aprovechar esa mano de obra, detestada por ser negra y pobre, pero interesante por ser barata, que ayudaba a mantener deprimidos los salarios de los dominicanos y facilitaba la rápida acumulación para su enriquecimiento.
En la década de 1980, ya era muy complicado proceder a las deportaciones masivas planteadas por el señor Vega. No se trataba de una pequeña población de reciente ingreso, confinada al batey, sino de una población muy grande, dispersa y establecida aquí durante varias generaciones.
Según estimaciones del Centro Cultural domínico-haitiano en ese momento, los hijos de haitianos nacidos en el país, que tenían derecho a la nacionalidad dominicana, según la Constitución vigente en ese momento, ascendían a 250.000.
La ENI-2013 (primera Encuesta Nacional de Inmigrante) sitúo esta población en 209.912 personas. Cuatro años más tarde, la segunda ENI-2017 registró una población de origen extranjero nacida en el país de 277.046, de los cuales el 91% eran de origen haitiano. Es decir, 252.070 personas.
Sé que la ENI-2013 y ENI-2017 no son del agrado de mucha gente, pero como son los únicos instrumentos científicos de diagnóstico de la población migrante que existen en el país, realizados por instituciones públicas especialistas en la materia, tengo que guiarme por ellos y dejar de lado las voces que rechazan estas cifras, sin contar con estudios serios que demuestren lo contrario.
Pero prosigo con el error de no actuar a tiempo.
Hoy no hay más alternativa que ordenar un poco lo que se tiene dentro, aunque no nos guste, y evitar que signan entrando más.
Y no es con la sentencia 168-13, que de un plumazo desnacionalizó de manera retroactiva a esta población de ascendencia haitiana, que se logrará eso. Esto solo ha servido para atropellar gente y empañar el nombre del país.
El siguiente ejemplo es una buena ilustración.
El primero de noviembre de 2003 apareció en el periódico El Caribe un artículo titulado “Viernes de redada en el 9, decenas de haitianos fueron apresados.”
“Yo nunca he ido a Haití, tengo 35 años y nací aquí. Tengo ocho hijos y hermanos que también nacieron aquí”, reclamaba Anselmo Valdez, en un autobús de Migración repleto de gente, niños, mujeres y ancianos, que con sus gritos estremecían las ventanas del vehículo cubierto de rejas.
Y es que los inmigrantes, donde quiera que se establecen por varias generaciones, se apegan al terruño, crean bienes (grandes o pequeños), relaciones sociales y sentimientos de pertenencia. No hay ley ni sentencia que pueda impedir a un hombre sentirse ser del lugar donde ha nacido y vivido toda su vida.
Proceder hoy a la expulsión de esta gente no solo sería un desastre social y humano, sino también económico, dada la dependencia que tienen los sectores productivos nacionales de esta mano de obra. Es prácticamente todo el agro, una aplastante mayoría en la construcción y ciertos servicios y cada vez más significativa en turismo y zonas francas, todos fuertes pilares de la economía nacional.
Proceder a una repatriación masiva de esos trabajadores, sin un evidente interés de los trabajadores nativos en reemplazarlos en esas actividades por los salarios que se pagan, sería desorganizar por completo esos sectores.
Algo hay que hacer
La clase dominante y al gobierno a su servicio tienen todavía la posibilidad de hacer algunas cosas para poner un poco de orden en el tollo migratorio que han creado.
He aquí algunas de ellas, que de seguro serán aún menos escuchadas que la tesis del señor Vega:
- Fortalecer la seguridad en una frontera donde no ha habido forma de parar el constante trasiego de personas, mercancías, armas y drogas, con la complicidad de los guardias en puesto y personeros del gobierno.
- Proceder a un aumento significativo de los salarios mínimos, que cubra al menos el costo de la canasta familiar, a fin de interesar a los trabajadores criollos por labores dejadas a los haitianos. Si los dominicanos recogen café en las lomas de Puerto Rico y pegan blocs en sus ciudades, no veo por qué rechacen realizar esas mismas actividades en su país por los salarios que allá reciben.
- Parar la corruptela en la Dirección de Migración, cuyos agentes apresan continuamente inmigrantes indocumentados y luego les cobra para liberarlos, repitiendo impunemente el negocio una y otra vez.
- Recoger el puñado de vagabundos, prostitutas y pedigüeños haitianos que pululan en ciudades y campos y retornarlos a su país, respetando siempre su condición de humanos durante su captura y repatriación.
- Dar alguna reglamentación al trabajo informal en las calles (actividad que involucra tanto a dominicanos como haitianos), exigiendo registrar su actividad en el Ministerio de Trabajo (previa presentación de ciudadanía o permiso de residencia en el país), pago de una pequeña contribución a la seguridad social al momento de renovación del registro cada año (previo al aniversario de la persona a quien se le otorgue), así como la limpieza del entorno donde realice su actividad. Parecería una quimera la puesta en práctica de esta medida, pero es posible con policías suficientes en las calles, no macuteando, sino realizando su trabajo. Los recursos para pagarlos podrían salir de ahorros derivados de la supresión de una buena cantidad de empleos inútiles en la administración pública (vagos que se chocan unos con otros en las oficinas o que sencillamente cobran sin ir a ningún parte); reducción de muchos salarios millonarios en un país de pobres, que superan los devengados por sus homólogos en los países ricos; supresión de los gastos superfluos del gobierno central, como la excesiva publicidad (un gobierno no necesita más publicad que la que se deriva de bien administrar la cosa pública y obrar en beneficio del bien colectivo); eliminación de privilegios irritantes en el Estado. Por ejemplo, no hay manera de justificar que el legislador que quiere tomarse un café en la cafetería de parlamentos de países muy ricos como Suiza y Dinamarca tenga que sacar el dinero de su bolsillo y un dominicano cargue al erario la suntuosa comida que ordena al restaurante, para solo citar el más insignificante de los bochornosos privilegios que se han otorgado estos señores.
- Aplicar la ley de migración 285-04 y el Plan Nacional de Regularización de Inmigrantes que forma parte de ella, lanzado en 2014 mediante el decreto presidencial 237-13 y aún sin aplicación. Ha primado el cuento de que no se ha podido aplicar porque los inmigrantes (haitianos en su mayoría) no tienen documentos de identidad. Pero la realidad es otra. Solo 20.265 inmigrantes, de los 288.467 que solicitaron regularizar su estatus en el país (97.7 por ciento haitianos) no presentaron pasaportes, cédulas de identidad o actas de nacimiento, como establece el decreto que dispuso el plan. Los sin documentos de identidad son apenas el siete por ciento de los solicitantes.
No creo que por proponer estas medidas y afirmar, basado en las conclusiones de un estudio sobre la relación costo/beneficio de la inmigración haitiana, que los inmigrantes aportan más con su trabajo que lo que reciben en servicios sea promover la entrada de inmigrantes indocumentados y obrar contra los intereses de los trabajadores dominicanos, como afirma el señor Carlos Julio Báez Evertsz en un reciente artículo aparecido en este mismo medio.
Tal vez pequé de no aclarar que, si los trabajos que realizan los haitianos para contribuir con ese siete por ciento del PIB, hubiera sido realizado por dominicanos, con mejores medios técnicos y condiciones salariales, esa contribución hubiera sido mucho mayor (cosa que de seguro desearía tanto el señor Báez Evertsz como yo). Pero lo consideré demasiado obvio, pese a mi manía de meter siempre entre paréntesis aclaración de mis conceptos.
Sin tener un estudio a mano en que apoyarme, pero sí una experiencia migratoria de más de cuatro décadas en Norteamérica, me aventuro a afirmar también que la diáspora dominicana en los Estados Unidos, con su trabajo (cada vez más calificado, sobre todo entre los jóvenes de segunda y tercera generación) y sus miles de pequeños, medianos y grandes negocios y empresas, aportan no dieciséis veces más de lo que reciben en servicios, sino algunas decenas de veces más. Esto también sería valido para la diáspora haitiana en ese país y Canadá.
En cuanto a la asociación de mis argumentos al marxismo, no me molesta. Hace ya mucho tiempo que abandoné esa teoría de interpretación de la realidad social, incluso, con anterioridad al desplome del llamado “socialismo real”. Pero reconozco que sí algo me queda: me moriré apreciando que, de mi paso por la izquierda durante mi temprana juventud, saqué lo mejor de mi persona y soy un hombre sensible a toda forma de injusticia y discriminación en cualquier lugar del planeta que se produzca.