En la entrega de la semana pasada “Somos nuestras decisiones”, nos concentramos en algunas cuestiones sobre el tema en el ámbito de lo personal y sus consecuencias. ¿Qué decir cuando las decisiones traspasan hacia al ámbito público?

La vida pública, en sentido general, está regulada por deberes y derechos. Su cumplimiento y armonía debería asegurar que la vida social transcurra en determinados parámetros de bienestar colectivo. Aquello de que “el respeto al derecho ajeno es la paz” es una máxima de importancia al respecto.

Si el propósito es vivir y convivir en un espacio territorial y en un mundo caracterizado por la paz, definitivamente, no son los deseos ni las decisiones personales las que deben primar, que no fuere, que la estructura de poder político niegue los derechos ciudadanos y la rebelión sea entonces la única alternativa posible.

El orden jurídico en el ámbito nacional e internacional se fundamenta en el reconocimiento y garantía de los derechos humanos y, de esa manera, promover y mantener la paz y la seguridad de las y los ciudadanos.

Cuando las decisiones y sus consecuencias traspasan la barrera de lo personal el tema se hace muy complejo y las responsabilidades se tornan difusas. Tomemos el caso de las políticas públicas. Se supone que estas son las acciones que los gobiernos asumen para encarar y resolver los problemas considerados de interés público.

Por tal razón estas acciones deben estar acompañadas de los análisis y diagnósticos necesarios que aseguren su factibilidad y efectividad, es decir, que puedan ser ejecutadas con la seguridad de que cumplirán los propósitos para las cuales fueron diseñadas e implementadas.

No está demás decir que estas políticas se diseñan e implementan para impactar positivamente a miles y millones de personas, sino a la totalidad de quienes son parte de una nación o un país; es decir, de todos aquellos que comparten una identidad social, como quienes lo hacen de una región geográfica.

Si bien estas políticas son una responsabilidad esencial y de decisión de los organismos del Estado, en la mayoría de nuestros países los gobiernos, que son una parte del Estado para el ejercicio del poder político del mismo, desconocen con frecuencia, por acción u omisión, las mismas.

La confusión entre ambas entidades es frecuente y en general no se asume que mientras el gobierno tiene un carácter temporal, que en el mejor de los casos perdurará el período para el cual fue elegido, el Estado es la forma de organización social que traspasa el período de cualquier gobierno de turno.

El Estado cuenta con un conjunto de instituciones burocráticas y soberanas estables, las cuales, a través de un conjunto de normas, regula la vida de una comunidad de individuos en un territorio específico. La cultura política, por ignorancia o no, siempre desconoce la diferencia entre uno y otro, cuando se trata de las políticas públicas.

Este desconocimiento, intencional o no, ha conducido al continuo cambio y suspensión de dichas políticas sin contar con las evidencias que lo justifiquen solo por el hecho de corresponder a gestiones anteriores, no importando ni el costo financiero que supone como las posibles consecuencias en los sujetos para las cuales fueron definidas.

Esta práctica en el sector educativo, particularmente, en la educación básica ha tenido consecuencias nefastas. La gran mayoría de nuestros estudiantes, en todos los niveles y grados, no alcanzan a desarrollar los conocimientos y competencias necesarios, entre otras cosas, por esta cultura política.

Resulta interesante escuchar a muchos técnicos nacionales, regionales y distritales, como a docentes en los centros educativos, decir ante un cambio de autoridades: “hay que esperar que bajen las nuevas orientaciones”, que de seguro las habrá, para seguir adelante. Esta discontinuidad, por supuesto, afectan los procesos educativos.

El Informe sobre las Políticas Nacionales de Educación: República Dominicana, presentado por técnicos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en el 2008, lo expresó de la siguiente manera: “El problema no es la falta de diagnóstico, sino la falta de continuidad”.

Por si fuera poco, y por aquello de que todos somos finalmente hacedores de políticas, la cuestión cobra matices más complejos aún. A pesar de la obligatoriedad de la educación básica, hay familias que se toman el derecho de decidir si sus hijos e hijas irían a la escuela, en gran medida por razones de trabajo.

En un estudio realizado sobre la oferta y demanda del nivel inicial, uno de los hallazgos encontrados fue que pese a la disposición de la oferta: aulas con todos los recursos disponibles, incluyendo el personal, las familias cercanas decidían no enviar a sus hijos e hijas de cinco años, pues ahí “lo único que se hace es jugar”.

La interrupción del horario escolar como el acortamiento de la jornada escolar extendida, por la razón que fuere, en la gran mayoría de nuestras escuelas, es otra manifestación de una política asumida, desconociendo el impacto directo en los procesos de enseñanza y aprendizaje.

Por otro lado, y como para colocar el problema en su justa medida, el informe del Instituto Nacional de Migración de la República Dominicana bajo el título Trabajo infantil en República Dominicana en el 2019 señala que, pese a las prohibiciones por el Código de Trabajo, aún se aprecia una alta incidencia de este mal social en el país.

En la edición digital del Nuevo Diario de este 28 de febrero del 2025, como para ponerle la tapa al pomo, se dice: “los niños son sometidos a las peores formas de trabajo infantil, incluida la explotación sexual comercial, a veces como resultado de la trata de personas”.

En una información vertida a través de las redes se pone de manifiesto que, en el poblado de Boca Chica, a solo media hora de la ciudad capital, este problema está a la orden del día bajo la mirada “indiferente” de las mismas autoridades que deben velar por la vida y el bienestar de estos niños, niñas y jóvenes.

¿Cuál es la política entonces? ¿Aquella emanada de los organismos del Estado para la preservación de los derechos y el cumplimiento de deberes o aquellas que provienen de decisiones fuera y en contraposición con dichas políticas? O tal vez, ¿la no consecuencia de dichos incumplimientos por parte de las autoridades competentes?

¿Quién paga esos platos rotos? Por supuesto, los niños, niñas y jóvenes atrapados, violados sus derechos, de manera directa; la sociedad en general, que invierte enormes recursos de presupuestos, y no observa ni el cumplimiento de la norma, como la aplicación de consecuencias por dicha violación.

Las decisiones y sobre todo, las malas decisiones en el ámbito público conllevan consecuencias muy serias y complejas tanto para las personas que la sufren directamente, como para la sociedad en términos de sus planes de desarrollo y sus perspectivas históricas.

Julio Leonardo Valeirón Ureña

Psicólogo y educador

Psicólogo-educador y maestro de generaciones en psicología. Comprometido con el desarrollo de una educación de Calidad en el país y la Región.

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