“La historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa”. Karl Marx

I. El intercambio acalorado entre los presidentes Donald Trump y Volodymyr Zelensky, al igual que el de este con el vicepresidente estadounidense, James David Vance, me retrotrajo a las “Lecciones sobre la filosofía de la historia universal”, de Jorge Guillermo Federico Hegel.  Esas enseñanzas, dictadas a sus estudiantes berlineses entre los años de 1822 y 1830 son relevantes, a mi entender, por su verificable naturaleza objetiva.

La tesis de tantas lecciones es simple. A lo largo del tiempo y a lo ancho de la geografía terrestre, hay sujetos y objetos de historia. Unos pocos son necesarios, los otros muchos son accidentales y excusables.

II. En lo que Hegel concibe como el derecho del Espíritu objetivo, predominan dos categorías forzosas de sujetos o actores: los estados políticos y sus correspondientes naciones, una o más de estas últimas, por Estado. Solo ellos son esenciales al desenvolvimiento de la historia, el resto –independientemente de si se trata de personas individuales, familias, linajes, etnias enteras o clanes, tribus, pueblos o, ya en sociedades industrializadas, clases sociales– representan objetos o entidades ahistóricas y, por consiguiente, a disposición de las razones o los despechos de los primeros.

La gran diferencia entre actores protagónicos e instancias objetables de la historia mundial es el derecho o razón objetiva que avala e institucionaliza el ejercicio de poder político reconocido en el Estado. Dicho sea de paso, el Estado nación moderno de derecho representa la realización ideal, al final de la historia de la humanidad, tal y como es concebida en dichas Lecciones.

He ahí la explicación de por qué, en aquellas lecciones, ni Rusia ni ninguna entidad estatal del hemisferio americano o antes del africano (debida excepción del Egipto de la época faraónica) son parte constitutiva de la historia universal. Carentes de contribuciones objetivamente universales, en esos territorios, no hay anales constatables al momento de dictar las clases de referencia al inicio del emblemático siglo XIX occidental.

Por supuesto, en ese tiempo ya había formaciones estatales en Rusia y, hablando de América, en Estados Unidos y en Haití. No obstante, se trata de referentes de naturaleza incipiente. Desde el punto de vista de su racionalidad objetiva –o derecho e institucionalidad socioeconómica y política– no eran sujetos necesarios, insustituibles, gracias a su aporte universal, en  el presente de aquella época. Es por eso mismo que Rusia y América se avizoraban, solamente, como futuribles, pero irreales e insignificantes durante los años iniciales de la centuria decimonónica.

Ahora bien, la racionalidad objetiva de aquella reproducción del pasado nos despierta una y otra vez en el presente. A tal punto, que todavía puede decirse –¿creerse?– que existen naciones y naciones, Estados y Estados. Así como algunos imperios europeos durante toda la modernidad se repartieron entre ellos las tierras de pueblos y naciones africanas, americanas, e incluso algunos territorios asiáticos y de Oceanía, con el propósito expreso de colonizarlas, explotarlas y expoliarlas, por obra y gracia del dominio que ejercieron para tales fines; del mismo modo, hoy, en y desde el presente temporal, y hasta prueba en contrario, en medio de todo tipo de argumentos y contraargumentos, dos estados políticos (el ruso y el estadounidense) se reconocen delante de nuestras pantallas con el debido poder de negociar la paz de invasores e invadidos, en Ucrania. Todos los demás, concernidos o no por esa decisión geopolítica, son simples acólitos o testigos de excepción. Ni más, ni menos.

III. Pero, aún más. Dado el trato verbal recibido, o debido a las sanciones arancelarias ya anunciadas y/o aplicadas, el hecho de que Canadá, México, Alemania, Francia, Ucrania, Panamá, Dinamarca, Colombia, España, Reino Unido, Italia, Austria, Turquía, Venezuela y –quién sabe si en breve también– Taiwán y otras islas más, ya han sido arrumbados en el catálogo histórico, en la casilla de los dispensables, de conformidad con el color del prisma   con que todo lo mira la actual grandeza política estadounidense.

Que se oiga por doquier, tal y como aconteció en mejores tiempos idos, el que se interponga en el camino arrollador de cualquier designio hegemónico es avasallado, a las buenas o a las malas. No hay derecho que valga, ni siquiera el de la continuidad de Estado en un mismo país con gobiernos contradictorios.

Solo el poder es poder y su ejercicio equivale al orden dominante. Por ende, no hay lealtades ni valores que rijan y juzguen aciones imprescindibles, sino intereses que defender y obstáculos circunstanciales que allanar o burlar.

Al igual que en el siglo XX, –tras finiquitar ambas guerras mundiales y, por añadidura, rematarse el Muro de Berlín y el imperio soviético postizo– unos cuantos pretenden conjugar a su solo favor, sus propias previsiones a propósito del destino de muchas otras naciones desfavorecidas debido a sus endebles instituciones y estados políticos.

De ahí la venerada y emblemática foto de tres personalidades entronizados en Yalta, a la que tanto se aspira en estos momentos; o bien, la falacia –en el seno de la Organización de las Naciones Unidas– de cinco asientos permanentes dotados de un poder de veto tan indiscutible  como ostensible y prepotente.

De nuevo, la utópica “paz perpetua” –traducida primeramente en la Liga de las Naciones y luego desde sus secuelas organizacionales posteriores– no deja de desvirtuarse bajo la brutal fuerza de esa ‘realpolitik’ con la que comienza, justo al finalizar el último capítulo de la historia de la humanidad, uno nuevo relativo al ordenamiento salido del derecho estatal de dos o tres naciones inapelables.

Por consiguiente, en medio de tales desavenencias, no ha de olvidarse lo sarcástico que resulta ser defender a agresores de hoy, de ayer, o –aquí y ahora– de siempre, ajenos e indiferentes a tanto heroísmo y sangre humana de la que abona el desenvolvimiento contemporáneo de tantas sociedades democráticas.

La pelota está en movimiento. En juego está si, a la postre, en nuestra trayectoria histórica, hay naciones y naciones: en la justa medida en que aquellas son culturalmente dominantes e indispensables y las restantes sobran. Igualmente, si existen estados nacionales de derecho o meras agrupaciones y entidades de exclusivo manejo administrativo y político: los primeros, escasísimos y bien contados, aun cuando en verdad no dejen de actuar necesariamente en beneficio de sí mismos, y todos los demás –desde cualquier perspectiva conceptual que se respete– fallidos o, sobre todo, haciéndoles bulto o pleitesía a los tenidos por irreemplazables.

IV. Esas son las dos alternativas que subyacen al accidentado intercambio que todo el mundo ha podido presenciar, desde cualquier pantalla, en el sacrosanto Despacho Oval.

Según algunos, es decir, los que encomian la actual diplomacia estadounidense, presenciamos la reanimación del pasado, aunque en su nueva versión. Y, por eso mismo, queda por verse si ese evento da lugar al parto de una bisoña, pero mejor civilización; una que se anuncia cuantas veces vociferan y escriben “make America great again”, o cuando se defiende el restablecimiento de las vetustas fronteras del prístino imperio ruso o, al menos, la salvaguarda de los límites de la móvil Federación Rusa.

Y, según los demás, los que fuimos testigos involuntarios de un lamentable espectáculo televisivo en el Despacho Oval de la Casa Blanca, nos queda una terrible duda en la mente. Ese reparo va más allá de una pregunta. En particular, si lo presenciado no fue más que un acto conducente a un proyecto de pacificación alcanzado con base en el solo interés estatal de una acumulación primitiva inducida, a mansalva, por las élites económicas de siempre, esas que como el dinero carecen de patria; o, un espectáculo más, ensayado o no, por ciertos autócratas convencidos de que no hay otra forma de gobernar pueblos enteros que, de por sí, no dejan de ser crédulos y/o indefensos.

La susodicha duda será persistente, al menos hasta el año 2029, por tres motivos. En términos históricos, se tiene el prurito de que no siempre gana el que tiene razón o derecho, sino el más fuerte. Segundo, porque, en ese contexto, solo los sujetos temporales pueden despejar la incógnita y brindarnos renovados conceptos y lecciones de filosofía de nuestra propia historia. Y, tercero, dado que “el búho de Minerva, solo emprende su vuelo cuando se juntan las sombras de la noche”, en términos subjetivos, eso significa que, para cada uno de nosotros, “la verdad está al final” de cada proceso histórico.

Así, pues, por ahora hay que repetirlo, la pelota está en movimiento. Tratemos de advertir, empero, quiénes la atrapan en el terreno de juego y quiénes son los espectadores que persisten haciendo bulto, pues se les tiene sin pito ni flauta que tocar en la historia de este mundo.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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